De la fama frívola de los actores ante el lamentable olvido de los filósofos



Lucio Anneo Séneca
(4 a.C.-65 d.C.)


Pasaje en el que Séneca se lamenta de que la fama perdurable de los actores (mímicos) se imponga en la sociedad, muy por encima del cuidado que se tiene de las escuelas de la filosofía, cuando aún hay tantos misterios en la naturaleza por investigar. Séneca fue un filósofo y autor de tragedias romano.

Cosa pequeña sería el mundo si no encerrase el gran misterio que todos deben investigar. Eleusis guarda secretos para los que vuelven a verla. Así también la naturaleza no se muestra completamente desde luego. Nos creernos iniciados, y estamos aún a las puertas del templo. No se muestran sus arcanos indistintamente y a todo mortal, sino que están recogidos y encerrados en el interior del santuario. Este siglo verá algunos, y otros se revelarán en la edad que nos reemplace. ¿Cuándo llegarán estas cosas a nuestro conocimiento? Los grandes descubrimientos no son rápidos, sobre todo cuando languidecen los esfuerzos. Una sola cosa hay a la que tendemos con toda la fuerza de nuestra alma y que no alcanzamos aún: a ser pésimos. Nuestros vicios pueden progresar más. El lujo puede enamorarse aún de nuevas locuras; el libertinaje inventa contra sí mismo nuevos ultrajes; la vida, muelle que debilita y consume, puede aumentar todavía sus dañosos refinamientos. Aún no hemos abandonado por completo toda virilidad. Lo que nos queda de buenas costumbres desaparece bajo la elegancia y brillantez de nuestros cuerpos. Hemos vencido a las mujeres en afeites; los colores de las meretrices, que nuestras matronas rechazaron, los hemos adoptado nosotros. Aféctanse actitudes afeminadas, paso inseguro y delicado: no andamos, nos deslizamos; nos adornamos los dedos con anillos, y en cada falange brilla una piedra preciosa. Diariamente imaginamos nuevos medios para degradar nuestro sexo o disfrazarlo, no pudiendo rechazarlo. Uno se amputa lo que lo hace hombre; el otro busca el asilo deshonrado del circo, se vende para morir y se arma para hacerse infame. Hasta el indigente mismo es libre para satisfacer su desenfreno.

¿Te admira que la sabiduría no haya completado todavía su obra? La inmoralidad no ha conseguido todo su desarrollo. Acaba de nacer, y sin embargo le consagramos nuestros cuidados, siendo ministros suyos nuestros ojos y nuestras manos. Pero ¿qué amigos tiene la sabiduría? ¿quién la cree digna de algo más que una mirada al pasar? Y a la filosofía y las artes liberales, ¿quién les concede otros momentos que el que dejan los intervalos de los juegos o un día lluvioso, es decir, el tiempo perdido? Por esta razón desaparecen con tantas familias de filósofos por falta de sucesores. Los Académicos, tanto antiguos como modernos, no han dejado pontífice. ¿Quién enseñará los preceptos pyrronianos? La impopular escuela pitagórica no tiene maestro. La de Sextio, que la renovaba con vigor romano, habiendo empezado con entusiasmo, está ya muerta. En cambio, ¡cuánto se trabaja para que no se olvide el nombre de cualquier mímico! En sus sucesores revive la noble raza de Pílades y Batilio; para estas artes hay sobrados discípulos y sobrados maestros. Cada casa es ruidoso teatro de bailes, en los que figuran los dos sexos. El esposo y la esposa se disputan recíprocamente la pareja. En seguida, cansada la frente con la máscara, se corre a los parajes de prostitución. De la filosofía no se cuida nadie. Así es que, lejos de descubrir lo que escapó a las investigaciones de nuestros padres, la mayor parte de lo que descubrieron desaparece en el olvido. Y sin embargo, aunque la dedicásemos todas nuestras facultades; aunque nuestra juventud morigerada la hiciese su único estudio, la enseñasen los padres, la aprendiesen los hijos, apenas llegaríamos, a fe mía, al fondo del abismo en que está colocada la verdad, que hoy nuestra indolente mano busca en la superficie de la tierra.


Séneca, Lucio Anneo. Libro VII, XXXI-XXXII, Cuestiones naturales. En Tratados filosóficos, traducción directa del latín por Francisco Navarro y Calvo, Madrid, Luis Navarro y Calvo, 1884. [Ilustración: “La muerte de Séneca”, grabado de Pierre Aveline el joven (1702-1760)].

Hacia una nueva puesta en escena




Adolph Appia
(1862-1928)

“¿Cómo reformar nuestra puesta en escena?”

Desde hace varios años el arte dramático está en evolución. El naturalismo de un lado, el wagnerismo, de otro, desplazaron violentamente los antiguos límites. Algunas cosas que hace veinte años no eran “teatro” (según la expresión ridículamente consagrada), casi han pasado a ser lugares comunes. De ello resulta cierta confusión; ya no sabemos a qué género convenido pertenece tal o cual obra y la predilección que manifestamos por las producciones extranjeras no puede servirnos de guía.

Esto no presentaría inconvenientes graves si el material de nuestros escenarios se adaptara a toda nueva tentativa. Desafortunadamente, no es así. Con su manuscrito o su partitura, el autor y los actores pueden estar de acuerdo, pero al contacto con las tablas, bajo las candilejas, la nueva idea debe irrumpir en el antiguo marco, y nuestros directores eliminan despiadadamente lo que va más allá.

Son varios quienes aseguran que no puede obrarse de otro modo, que la convención escénica es rígida, etc., etc… Yo, afirmo lo contrario; en las páginas siguientes he intentado establecer los primeros elementos de una puesta en escena que en lugar de paralizar e inmovilizar el arte dramático no sólo siga dócilmente, sino que sea incluso para el autor y sus intérpretes una fuente inagotable de sugestión. Quizá quiera el lector brindarme su atención en este difícil resumen.

Nuestra moderna puesta en escena es completamente esclava de la pintura —pintura de los decorados— que tiene la pretensión de proporcionarnos la ilusión de la realidad. Ahora bien, esta ilusión es en sí misma una ilusión pues la presencia del actor la desmiente. En efecto, el principio de la ilusión producida por la pintura en las telas verticales, y el de la ilusión provocada por el cuerpo plástico y viviente del actor están en contradicción. Por tanto no será desarrollado separadamente juego de estas dos especies d de ilusiones —como se lo hace en todos nuestros escenarios— que podremos lograr un espectáculo homogéneo y artístico.

Examinemos la puesta en escena moderna situándonos sucesivamente en esos dos puntos de vista.

Es imposible transportar a nuestros escenarios árboles verdaderos, verdaderas casas, etc.; esto sería, por lo demás, poco deseable. Por lo tanto nos vemos obligados a imitar la realidad de la manera más fiel posible. Pero la ejecución plástica de las cosas es difícil, a menudo imposible y, en todo caso, muy costosa. Aparentemente esto nos obligaría a disminuir la cantidad de cosas representables; sin embargo, nuestros directores opinan lo contrario: consideran que la puesta en escena debe representar todo lo que les parece y que, por consiguiente aquello que no puede ser ejecutado plásticamente debe ser pintado. Es indudable que la pintura permite mostrar al espectador un número incalculable de cosas. De este modo da aparentemente a la puesta en escena la libertad deseada, y nuestros directores llevan hasta ahí su razonamiento. Pero el principio esencial de la pintura es reducirlo todo a una superficie plana.

¿Cómo podría entonces la pintura llenar un espacio —la escena— en sus tres dimensiones? Sin querer resolver el problema, se decidió recortar la pintura y levantar esos recortes en el piso del escenario. De esa manera el cuadro escénico renuncia a ser pintado en la parte inferior: si es un paisaje, por ejemplo, la parte superior será una bóveda verde; a la derecha y a la izquierda habrá árboles, en el fondo un horizonte y cielo. Abajo, el piso.

Esa pintura que debía representarlo todo se ve obligada, desde el principio, a renunciar a la representación del piso, pues las formas artificiales que representa deben sernos presentadas verticalmente, y entre las telas verticales del decorado y el piso (o la tela más o menos horizontal que lo recubre) no hay relación posible alguna. Es por ello que nuestros decoradores colocan cojines al pie de los decorados.

Así pues, el piso escapa a la pintura. Ahora bien, es justamente allí donde evoluciona el actor. Nuestros directores han olvidado al actor. ¡Como siempre, Hamlet sin Hamlet! ¿Se sacrificará un poco la pintura muerta en beneficio del cuerpo viviente y móvil? ¡Jamás! ¡Mejor sería renunciar al teatro! Sin embargo, como hay que tener en cuenta a este cuerpo demasiado viviente, la pintura acepta ponerse, aquí o allá, a disposición del actor. Existen casos en que se muestra incluso generosa, lo que le da, por otra parte, un aspecto singular. Por el contrario, en otros casos en que decididamente no ha querido ceder nada, es el actor quien se vuelve ridículo. El antagonismo es completo.

Hemos comenzado por la pintura; veamos ahora qué dirección tomaría el problema si comenzáramos por el actor, por el cuerpo humano plástico y móvil, enfocado desde el único punto de vista de su efecto en la escena tal como lo hemos hecho con el decorado.

Un objeto sólo es plástico a nuestra vista por la luz que lo baña y, evidentemente, su plasticidad puede ser realzada artísticamente sólo mediante un empleo artístico de la luz. Eso en cuanto a la forma. El movimiento del cuerpo humano requiere obstáculos para expresarse. Todos los artistas saben que la belleza de los movimientos del cuerpo depende de la variedad de puntos de apoyo que le ofrecen el piso y los objetos. Por tanto, la movilidad del actor no puede ser valorizada sino mediante una adecuada forma de los objetos y del piso.

Las dos condiciones primordiales de una presencia artística del cuerpo humano sobre la escena serían, por tanto, una luz que realce su plasticidad y una forma plástica del decorado que dé valor a sus actitudes y a sus movimientos. ¡Estamos muy lejos de la pintura!

Dominada por la pintura, la puesta en escena sacrifica al actor y, además —como lo hemos visto— a una gran parte de su efecto pictórico puesto que debe recortar la pintura, lo que es contrario al principio esencial de este arte, y porque el piso no puede participar en la ilusión que dan las telas. ¡Qué acontecería si la subordináramos al actor!

¡En primer lugar podríamos devolver a la luz su libertad! En efecto, bajo el dominio de la pintura la iluminación es absorbida completamente por el decorado: las cosas representadas en telas verticales tienen que ser vistas; se iluminan luces y sombras pintadas… y, desafortunadamente, de esta iluminación el actor toma luego lo que puede. En tales condiciones, no puede haber ni luz verdadera ni, por consiguiente, ningún efecto plástico. La iluminación es en sí un elemento cuyos efectos son limitados. En libertad, pasa a ser para nosotros lo que la paleta es para el pintor; todas las combinaciones de colores le son posibles. Por proyecciones simples o combinadas, fijas o móviles, por obstrucción parcial, por diferentes grados de transparencia, etc., etc., podemos obtener modulaciones infinitas. La iluminación nos da así el medio para exteriorizar en cierta forma una gran parte de los colores y de las formas de la pintura inmovilizada en sus telas, y para extenderlos, vivientes, en el espacio: el actor ya no se pasea frente a sombras y luces pintadas, sino que está sumergido en una atmósfera que le está destinada. Los artistas comprenderán fácilmente el alcance de tal reforma.

Surge ahora el punto sensible de la plasticidad del decorado necesaria a la belleza de las actitudes y de los movimientos del actor. La pintura ha pasado a dominar en nuestros escenarios para reemplazar a todo lo que no podía ser realizado plásticamente y esto con la única finalidad de crear la ilusión de la realidad.

¿Son indispensables las imágenes que acumulan así sobre telas verticales? De ninguna manera; ninguna obra requiere ni la centésima parte, pues, obsérvese bien, estas imágenes no son vivientes, están indicadas en las telas como una especie de lenguaje jeroglífico; significan únicamente las cosas que quieren representar, y esto tanto más cuanto que no pueden entrar en contacto real, orgánico, con el actor. La plasticidad exigida por el actor busca un efecto muy diferente, pues el cuerpo humano no pretende producir la ilusión de realidad ya que él mismo es realidad. Lo que pide al decorado es simplemente realzar esa realidad, desplazando de esa manera la finalidad del decorado: en uno de los casos lo que se quiere obtener es la apariencia real de los objetos, en el otro es el mayor grado posible de realidad del cuerpo humano.

Puesto que hay un antagonismo técnico entre estos dos principios, se trata de elegir uno u otro. ¿Será la acumulación de imágenes muertas y la riqueza decorativa sobre telas verticales o será el espectáculo del ser humano en sus manifestaciones plásticas y móviles?

Si vacilamos, lo que apenas es posible, preguntémonos qué buscamos en el teatro; la hermosa pintura la encontramos en otros lugares, y felizmente, sin recortar. La fotografía nos permite recorrer el mundo desde nuestra silla; la literatura nos sugiere los cuadros más seductores, y muy poca gente es tan pobre como para no poder contemplar de vez en cuando un hermoso espectáculo de naturaleza. No, asistimos al teatro para presenciar una acción dramática. Es la presencia de los personajes en la escena la que motiva esta acción; sin los personajes no hay acción. El actor es pues el factor esencia de la puesta en escena. Es a él a quien vamos a ver, es de él de quien esperamos la emoción, y es esta emoción la que hemos venido a buscar. Entonces se trata de basar a toda costa la puesta en escena en la presencia del actor y, para ello, de despojarla de todo lo que está en contradicción con esta presencia.

Queda así claramente planteado el problema técnico.

Se me dirá que este problema es a veces bastante bien resuelto en algunos de nuestros escenarios parisinos, en el Teatro Antoine, por ejemplo, o en otros lugares. Sin duda, pero, ¿por qué siempre en el caso de un mismo género de obras y decorados? ¿Cómo harían esos directores para montar Troilus o La tempestad, El anillo de los Nibelungos o Parsifal? (En el Gran Guignol saben mostrarnos perfectamente una portería pero, ¿qué pasaría si se tratara, por ejemplo, de un jardín?).

Nuestra puesta en escena tiene dos fuentes distintas: la ópera y la pieza hablada. Hasta el momento, salvo pocas excepciones, los cantantes de ópera han sido considerados como elegantes máquinas de cantar y el decorado pintado constituía lo más claro del espectáculo; de allí su prodigioso desarrollo. Con la pieza hablada ocurre otra cosa: el actor ocupa necesariamente el primer lugar pues sin él no habría obra; y si el director se siente obligado, ocasionalmente, a utilizar el lujo de la ópera, lo hace con discreción y sin perder de vista al actor. (El lector puede comparar en su memoria el efecto decorativo de piezas-espectáculo como Theodora, etc., con el de cualquier ópera.) El principio de ilusión escénica sigue siendo, sin embargo, el mismo para la pieza hablada y para la ópera, y es esta última, naturalmente, la que resulta más gravemente afectada. También los autores dramáticos conocen bien las dos o tres combinaciones en que la puesta en escena moderna puede procurar un poco de ilusión a pesar de la presencia del actor e intentan no salirse nunca de ellas.

A pesar de todo, desde hace algunos años las cosas han cambiado. Con los dramas de Wagner, la ópera se ha acercado a la pieza hablada, y ésta busca (aparte del naturalismo) sobrepasar los límites de antaño, aproximándose a su vez al drama musical. Entonces, cosa extraña, sucede que nuestra puesta en escena ya no responde a las necesidades ni de la una ni de la otra. La ostentación ridícula que hace la ópera de su pintura ya nada tiene que ver con la partitura de Wagner (los directores wagnerianos, en Bayreuth y en otros lugares parecen todavía no haberse percatado), y la monotonía de los decorados del drama hablado ya no bastan a la imaginación refinada de los autores dramáticos. Todos sienten la necesidad de una reforma, pero la fuerza de la inercia nos sigue arrastrando por el mismo camino trillado. En tal caso las teorías son útiles, pero no llegan lejos; es necesario ocuparse directamente de la práctica escénica y transformarla poco a poco.

Quizá el método más sencillo sería tomar una de nuestras piezas de teatro, tal cual, ya totalmente montada, y ver qué uso podría hacerse de su puesta en escena si se la somete al principio enunciado anteriormente. Naturalmente habría que hacerlo con cuidado. Una pieza escrita especialmente para la puesta en escena moderan o una ópera que se acomode perfectamente a los decorados de nuestra Academia de Música no podría servirnos. Por el contrario, habría que tomar una obra dramática cuyas exigencias están manifiestamente en desacuerdo con nuestros medios actuales: un drama de Maeterlinck, u otro del mismo género, o bien un drama de Wagner. Sería preferible este último porque la música, al determinar definitivamente la duración-tiempo y la intensidad de la expresión, es una guía valiosa. Además, el sacrificio de la ilusión, sería menos chocante que en el drama hablado. Verificaríamos entonces todo aquello que en la puesta en escena ya fijada se opone a nuestros esfuerzos; estaríamos obligados a hacer concesiones que serían instructivas. En primer lugar nos ocuparía la cuestión de la luz; haríamos en ese terreno la experiencia de la tiranía de la pintura sobre las telas verticales, y comprenderíamos —no ya teóricamente sino de manera absolutamente tangible— el enorme daño que todavía se hace al actor y, a través de él, al dramaturgo.

Sin duda sería sólo una experiencia modesta; pero es muy difícil realizar de un solo golpe tal reforma, pues se trata a la vez de cambiar el gusto del público y de transformar nuestra puesta en escena. Por lo demás, el resultado de un trabajo material, técnico, sobre un terreno ya dado, es quizá más seguro que de una tentativa radical.

Tomemos, por ejemplo, el segundo acto de Sigfrido. ¿Cómo representar un bosque en la escena? En primer lugar, entendámonos sobre este punto: ¿se trata de un bosque con personajes o de personajes en un bosque? Asistimos al teatro para ver una acción dramática; entonces en este bosque ocurre algo que evidentemente no puede ser expresado por la pintura. Es este el punto de partida: tal o cual hacen o dicen esto o aquello, en un bosque. Para componer nuestro decorado no tenemos que tratar de ver un bosque, sino representarnos minuciosamente en su secuencia todos los hechos que ocurren en ese bosque. El perfecto conocimiento de la partitura es por tanto indispensable, y la visión que inspirará al director cambia así completamente de naturaleza: su mirada debe permanecer clavada en los personajes; si se piensa en el bosque, será únicamente como una atmósfera especial en torno y por encima de los actores, atmósfera que no puede captar sino en sus relaciones con los seres vivientes y móviles de los cuales no puede desviar la mirada. El cuadro ya no será, en ninguna etapa de su visión, un arreglo pictórico inanimado, sino que estará siempre animado. La puesta en escena se convierte así en la composición de un cuadro en el tiempo; en lugar de partir de una pintura encomendada por cualquiera a cualquiera para deja luego al actor las mezquinas instalaciones que se conoces, partimos del actor; es su actuación lo que queremos realzar artísticamente y estamos dispuestos a sacrificarlo todo para ello. Será Sigfrido aquí, Sigfrido allá, y nunca el árbol para Sigfrido, el camino para Sigfrido. Repito, no procuraremos más dar la ilusión de un bosque, sino la ilusión de un hombre en la atmósfera de un bosque. La realidad aquí es el hombre, frente a quien ninguna otra ilusión tiene valor. Todo lo que este hombre toca debe serle destinado, el resto debe contribuir a crear a su alrededor la atmósfera indicada. Y si desviamos la vista un momento de Sigfrido y levantamos los ojos, el cuadro escénico ya no tiene necesariamente ninguna ilusión que darnos: su disposición no tiene como objetivo sino a Sigfrido. Cuando el bosque, levemente agitado por la brisa, atraiga la mirada de Sigfrido, nosotros, espectadores, miraremos a Sigfrido bañado de luz y de sombras móviles, y no ya jirones recortados puestos en movimientos por los hilos.

La ilusión escénica es la presencia viviente del actor.

El decorado de este acto, tal como nos es presentado en cualquier escenario del mundo, difícilmente cumplirá nuestras condiciones. Tendremos que simplificarlo mucho, renunciar a iluminar las telas pintadas como lo exigirían, renovar casi completamente el arreglo del suelo, y, sobre todo, contar para la iluminación con aparatos eléctricos instalados con generosidad y graduados con gran minuciosidad. Las candilejas —ese monstruo asombroso— prácticamente no tendrán empleo. Añadamos que la mayor parte de este trabajo de recomposición se hará con los personajes y no podrá ser fijado definitivamente sin varios ensayos con la orquesta (condiciones sine qua non, que actualmente parecen exorbitantes y que sin embargo son elementales).

Una tentativa de este tipo sólo puede enseñarnos el camino a seguir para transformar nuestra puesta en escena rígida y convencional en un material artístico, vigente, ágil y capaz de realizar cualquier visión dramática. Quedaremos incluso sorprendidos por haber descuidado tanto tiempo una rama tan importante del arte y por haberla abandonado —como si fuera indigna de merecer directamente nuestra atención— a gentes que no son artistas. Nuestro sentimiento estético está todavía positivamente anestesiado en lo que tiene que ver con la puesta en escena; aquel que tolera en su casa sólo un objeta que sea del gusto más exquisito, considera natural comprar una entrada costosa a una sala ya fea y construida en contra del buen sentido, para asistir durante horas a un espectáculo comparado con el cual las cromolitografías de un mercader son obras delicadas.

Como otros procedimientos del arte, el procedimiento de la puesta en escena se basa en las formas, la luz, los colores; ahora bien, estos tres elementos están en nuestro poder y podemos, por consiguiente, disponer de ellos en el teatro, como en otro lado, de una manera que sea artística. Hasta ahora se ha creído que la puesta en escena debía alcanzar el mayor grado de ilusión, pero es ese principio (antiestético si lo hay) el que nos ha condenado a la inmovilidad. Me he esforzado por demostrar en estas páginas que el arte escénico debe estar fundado en la única realidad digna del teatro: el cuerpo humano. Hemos visto las consecuencias primeras y elementales de esa reforma.

El tema es difícil y complejo, sobre todo a causa de los malentendidos que lo rodean y de la forma en que nos hemos habituado a los espectáculos modernos. Convendría, para asentar la convicción, ir mucho más lejos en el desarrollo de la idea: habría que hablar de la nueva tarea que corresponde al actor, de la influencia que ejercerá en el autor dramático un material escénico ágil y artístico, del poder estilizador que tiene en el espectáculo, de las modificaciones que habría que introducir en la construcción de la escena y de la sala, etc. Me es imposible hacerlo aquí, pero quizá el lector haya encontrado en mi deseo estético algo que ya intuía, en cuyo caso le será fácil continuar este trabajo por sus propios medios.


Appia, Adolph. Fragmento de “Hacia una nueva puesta en escena”, La obra de arte viviente, 1921, colección de ensayos y artículos publicado en alemán. Reproducido en: Antei, Giorgio, editor, Las rutas del teatro, Centro Editorial Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 1989.

De mí mismo como otro


Luis de Tavira
(1948)

Quiero iniciar evocando unas bellas palabras de Peter Sloterdijk, porque en su aliento puedo hallar el tono adecuado de la escena:
El que no es prisionero de su autodefinición ni prisionero de su autonegación es libre. El que conoce la libertad nace a sí mismo como un niño nace al mundo... Hace de su vida una expedición a las regiones inexploradas del Ser que se encuentran entre la sinceridad y el don de la inventiva...
La convocatoria que nos reúne alude al combate de un posible desdoblamiento Yo contra mí, que al parecer presupone muchas cosas, inusitadas unas, convencionales otras, unas herméticas, abiertas otras. Es una metáfora pero es también una estructura, invita al transcurrir libérrimo y oculta sus trampas sin advertencia. Presupone por ejemplo la existencia de la autocrítica, cuya posibilidad necesariamente presupone a su vez la posibilidad de la crítica, cuya razón de ser presupone la existencia autónoma de la obra de arte, que a su vez presupone genealógicamente la existencia del artista, que es aquella condición que la persona alcanza por virtud precisamente de la existencia de la obra, y presupone que ésta es susceptible de ser reconocida como tal más allá de la persona del artista, distinto él mismo de la obra y distinta a su vez su condición de persona de su atribución artística.

Un laberinto, en efecto. Y los laberintos son metáforas, pero son también estructuras arquitectónicas inventadas para jugar al extravío o para asegurar en lo oculto los secretos. Prisión y trampa, juego en el que se sucumbe del extravío al placer.

El mito nos cuenta que el enigma fue vencido por las alas postizas de Ícaro y el hilo que fue desnudando a Ariadna. En ambos casos, salir del laberinto resultó una trampa peor: para Ícaro fue el vacío, para Ariadna fue Naxos, la isla obsesiva del pensamiento circular.

Así que habrá que ser cautelosos y resistir a fuerza de realismo la atracción a esa puerta semiabierta que nos tienta. Es decir, detenernos un paso antes de entrar a escena para reconocer con plena conciencia el momento del tránsito con que se accede a la ficción, porque el desconocimiento de las fronteras entre las dimensiones ha provocado la escandalosa confusión epistemológica de esta era sonámbula. En efecto: si todo es teatro, nada es teatro.

Tal vez sea esta consideración la vía más lógica de acceso frente al equívoco de la convocatoria que aspira a formar esta reunión que habrá de sostenernos mientras dure. Esto es, la de una comparecencia que se anuncia como el show del combate de un supuesto autor consigo mismo. Qué combate, de qué categoría, entre cuáles máscaras, pero sobre todo, dónde, parecen responderse con la invitación a crear un dispositivo, nos dice la convocatoria. Y qué otra cosa más precisa puede referir la palabra dispositivo sino el artificio, esa ingeniosa combinación de cosas que preside la invención del artefacto del que depende el bien hacer de algo; por ejemplo, el dispositivo para que al pulsar un botón se abra una puerta, o las alas postizas que Dédalo inventó para que Ícaro pudiera salir del laberinto y se salvara, a condición de no volar tan alto que el sol derritiera sus alas y se precipitara al vacío.

En esta ocasión se trata de un dispositivo para crear la escena y convertir el espacio en un agón, sitio del combate ficticio en el que aquella realidad que se ha ausentado de la crítica, se re-presente como autocrítica, verosímil, es decir, símil, artilugio, capaz de contener la verdad de su referente, que ese referente no puede contener, por la sencilla razón que alguna vez Kant señaló con contundencia: las cosas son o no son, ni falsas, ni verdaderas, resultan insignificantes. En semejante argumentación, disposición de premisas, reside la más poderosa justificación poética del teatro como mimesis: representación de la realidad por virtud de la ficción. Y su dispositivo tiene un nombre preciso: el escenario.

Y lo que hay que disponer ahí ha sido la consistencia específica del profesional del montaje escénico, el director de escena que en este caso concreto parece convocar a una tautología imposible, a menos que el director de escena confrontado en el dispositivo renuncie al montaje y defraude a la convención, o se transfigure en personaje y se precipite como Ícaro al vacío, como un vestuario inhabitado que ha perdido la condición del artilugio y se abandona en el rincón de las cosas olvidables.

Por el contrario, y me dispongo para el primer asalto si esta es una provocación teatral, la ocasión tendría que subrayar el reconocimiento que secularmente la teoría en general y la filología en particular, han escamoteado al arte que en el origen les dio lugar a ser y a adquirir un sentido perdurable. Porque teatro y teoría son palabras genealógicamente inseparables, tanto que si atendemos a su condición de dispositivos, resultan incomprensibles la una sin la otra.

Ambas palabras se derivan de la misma acción. El verbo griego theáomai quiere decir: contemplar. Teatro quiere decir mirador; teoría quiere decir contemplación. Así por virtud de la divina invención del teatro ha sido posible la invención del mundo como representación, no ya de la voluntad sino de la teoría, que en rigor no es otra cosa que aquella acción teatral que nos ha convertido en espectadores de nosotros mismos, no según el engaño de Narciso, sino por virtud de aquel prodigio epistemológico de una anagnórisis en la que nos reconocemos como otros, sujetos del acontecimiento, como poética de la existencia, medida del cosmos y escala de lo sobrehumano. Una necesidad del teatro tal que no parecen compartir los hombres de hoy y que sin embargo motivaba el optimismo teórico de Nietzsche para evocar los tiempos de aquellas miradas, desde aquel mirador capaz de proporcionarnos el consuelo intramundano de una era en la que la teoría era un asunto espléndido, porque a la luz de semejante mirador, todas las cosas eran bellas. Desde ahí la teoría llamó cosmos al mundo: adorno, morada donde habita el espíritu como impulso jovial que es capaz de otear con una mirada todo lo que hay en derredor. La gran panorámica, el vuelo libre de las almas, el mundo como una señal, como un saludo desde el todo; acudir al mirador era acudir a la contemplación de vastas perspectivas, descubrir un archipiélago de cosas que se distinguen en medio de un horizonte resplandeciente, ahí el pensamiento sucumbe al asombro de su propia escala sobrehumana. En semejante sobresalto, Fausto exclamaba: “¡Instante eres tan bello, detente!”

Al perder el significado del valor del teatro, no sólo se ha envilecido la escena, también la teoría ha perdido su jovialidad y su esperanza. Se ha convertido en un sórdido ejercicio nigromante. Por eso, desde el primer paso hacia el dispositivo se ha suscitado el primer asalto no de un combate de alguien contra nadie, sino de los presupuestos que podrían sostenerlo, porque ¿desde qué presupuestos críticos se puede acceder a la autocrítica, cuando la reflexión desenmascara la impostura de los participantes, susceptibles de elegir algún bando en el combate?

Desde que acudí por primera vez al mirador, hace ya muchos años y varias generaciones, según las unidades de medida del pensamiento contemporáneas, no encontré muchos interlocutores realmente interesados en preguntarse por el sentido o sin sentido del teatro en nuestros días. Y si atiendo a nuestro medio intelectual, sólo encontré un desprecio tal al teatro que sólo delataba su ignorancia. De ahí su intolerancia, porque la ignorancia ignorada, a más de estupidez, engendra intolerancia. Por ello, no suele practicar la autocrítica quien no cuenta con la indispensable interlocución de la crítica, y a cambio enfrenta al ridículo ejercicio de la calificación y la descalificación precisamente acríticas. Un juego vil de fobias y de filias indigno de la experimentación apasionada del que depende la tenaz iniciativa del teatro en estos tiempos difíciles.

En efecto, no tiene sentido el soliloquio autocrítico fuera del diálogo crítico.

No hay guerra civil al interior de una ciudad sitiada. Porque esa es la condición actual del teatro: ser una acción de resistencia.

No habrá de extrañar entonces que en semejante combate sólo quepa la agresión ritual, no de uno mismo, sino del deseo que lo funda, como autodefensa habitual frente al hostigamiento permanente en que ha de sobrevivir apenas proscrito el teatro entre nosotros.

Despejemos otro equívoco. Aquí el combate está emplazado en un agón escénico: el lugar de lo decible, el discernimiento de la imagen, que es siempre lo que dicen los otros, porque las palabras son siempre las palabras de los otros. En el caso de este dispositivo supuestamente autocrítico, sería lo que los otros dicen de mí, lo que los otros ven de mí que yo no puedo ver, aquel autoconocimiento paradójico que descubrimos en la mirada enigmática del otro, aquella revelación en la que nos conocemos a nosotros mismos sólo de oídas.

Nada resulta más teatral. Porque no es aquí el ámbito de aquellas opacidades espesas de la indecible intimidad en la que se entabla el combate con la propia sombra. Y no será aquí porque el impúdico intento quedaría en engaño, ya que su estricta imposibilidad es lógica. Lo indecible es mejor callarlo, nos advierte Wittgenstein. Quien mejor comprendió la condición de semejante comparecencia, tal vez haya sido Anselmo de Canterbury al expresarlo así:
Heme aquí, ante ti, desconocido, vengo ciego, tal como tú me ves, yo, que no te veo a ti; cuanto languidece en mí y desfallece ante tu encuentro, en el silencio de mi deseo, es cuanto puedo ofrecerte.
¿Qué otro yo parlanchín podría ser el antagonista de esa escena?

Si ensayara la escena del proemio famoso, yo tendría que invertir la metáfora teatral con la que el poeta confiesa su impostura para intentar el canto a la suave patria. Tendría que decir que yo, quien siempre entoné desde el foro los acordes violentos de la epopeya, no voy a venir aquí para asomar furtivo el rostro por las trampillas del foro, para ensayar los trinos del íntimo decoro.

Y si entonces, tras un cambio de escena intentáramos hallar la peripecia del combate en las irreconciliables tensiones que median las indescifrables relaciones entre el personaje ficticio en tanto obra y las circunstancias personales del autor, lo que acontece como constante es presenciar cómo enmudece la autocrítica y cuánto se desboca la crítica.

Podemos toparnos con Borges, por ejemplo, y leer aquel prodigioso relato a favor de la autonomía radical de la obra frente a la impostura de la crítica que pretende explicarla como proyección de su autor, cuando nos cuenta la fábula de Pierre Menard, autor del Quijote. Un escritor francés del siglo XIX que lograra escribir la réplica exacta del libro de Cervantes, para regocijo de una hermenéutica que ahí leyera, por virtud de la personalidad de su anacronista autor, el arribo literario de un autor a la inmortalidad. Nos cuenta Borges que Menard se imaginaba que:
Ser en el siglo veinte un novelista popular del siglo diecisiete le pareció una disminución. Ser, de alguna manera, Cervantes y llegar al Quijote le pareció menos arduo ­—por consiguiente, menos interesante— que seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote, a través de las experiencias de Pierre Menard. (Esa convicción, dicho sea de paso, le hizo excluir el prólogo autobiográfico de la segunda parte del Don Quijote. Incluir ese prólogo hubiera sido crear otro personaje —Cervantes— pero también hubiera significado presentar el Quijote en función de ese personaje y no de Menard. Éste, naturalmente, se negó a esa facilidad.) Porque finalmente estaba convencido de que todo hombre debe ser capaz de todas las ideas y así, sin saberlo, el mismo Borges encuentra la clave que podría descifrar el arte mayor de la actuación: la de aquella superior condición del artista capaz de ser y no ser el personaje que ya se asoma en el combate de realidades que quería contarnos el frustrado comediógrafo que desfallecía en Cervantes.
Si es verdad que aquel de quien hablamos nos habla, ¿de quién hablaremos?, ¿de Cervantes, de Cide Hamete Benengeli, de Alonso Quijano o de Don Quijote? Podríamos referirnos a todos ellos sólo cuando hablemos de la prodigiosa transfiguración de Quijano en Don Quijote. Es ahí donde sólo el teatro puede iluminar un sentido no hallado aún por la secular literatura y filología que tal milagro poético ha suscitado. Me refiero al cifrado homenaje a la condición metafísica del actor con que Cervantes parece consolarse de la opresión que le impuso el surgimiento de aquella tiranía cómica del fénix de los ingenios, monstruo de natura que desterró de las tablas sus dramas y confió su ilusión cómica al desván de los libros, donde aún yacen, como los justos en el seno de Abraham, esperando la hora de su irrenunciable adviento escénico.

Para vivir la ficción, Alonso Quijano cerró los libros y se hizo actor. No sólo necesitó inventar al personaje de Don Quijote, sino que tuvo que encarnarlo. Así consiguió transfigurar la realidad en el espectáculo de sus utopías.

Si Don Quijote se rinde fascinado a la ficción, no por eso se contenta con contemplarla como el espectador. Como el actor, se afecta personalmente de ella y sin reparar en los riesgos que impone a su mente, se introduce en la ficción misma, llevado por una pasión dramatúrgica: pretende transformarla. Así se topa con la realidad y la hace evidente a los espectadores de su locura, quienes ya nunca podrán verla como antes de su encantamiento. De la misma manera, el teatro puede ser esa ficción en cuya extraña lógica se descubre una realidad que clama por su transformación.

Las operaciones mentales del actor se asemejan más a los delirios de Don Quijote de lo que puede considerarse a primera vista; mucho más que sólo en aquel poder que le permitía al triste caballero ver en una venta paupérrima el castillo heroico de sus ficciones, el actor se le iguala en la extraña lógica de las acciones con que Don Quijote llevaba a las últimas consecuencias la realización de la ficción.

Como Don Quijote, el actor puede conseguir la transfiguración de la realidad por obra del encantamiento que entraña todo deseo, pero no alcanzará a entrar en la dimensión mágica de la escena si no descubre la enigmática causalidad que la produce y si al ponerse en ella no se rinde agradecido a la acción que aquella lógica exige como necesidad, porque sin gratitud muere el deseo, tanto como la fe sin obras.

Así como en realidad somos pensados por aquello que pensamos, cuanto he conseguido aprender del teatro me ha sido enseñado por los actores que dirijo.

Cuando el actor se pregunta si el personaje es realista o idealista, marxista o freudiano, nacionalista o universal, cristiano o budista, stanislavskiano o brechtiano, creyente o ateo, expresionista o impresionista, vivencial o formal, sanguíneo o melancólico, al ver pasar todos esos dilemas analíticos, debería contestarse apenas en un balbuceo, que no lo sabe. Aunque debería quedarse pensando que el personaje será un poco de todo eso, pero que sin duda es algo más que sólo eso; porque sobre todo, es también todo lo que no es eso.

Frente a semejante prodigio, de mí sólo podría afirmar a cabalidad que si algo he conseguido llegar a ser yo mismo, es ser testigo del asombro del que sucumbe a la condición de espectador de aquel espectáculo invisible que sucede en la mente del autor.

Quien reflexiona sobre la condición del actor, en realidad reflexiona sobre la condición humana en un sentido radical: el del ser humano en tanto persona. Lo que ya es un decir peligroso en estos tiempos difíciles para la subjetividad. Pensar en el actor es, de algún modo, pensar en aquel que habla el personaje, aquel que al hablar nos habla de nosotros mismos en tanto personas. Aquel de quien hablamos nos habla. Pensar en él es ya pensar en nosotros mismos en tanto lenguaje. Hablar de la actuación puede ser entonces pensar en la consistencia lingüística de lo que somos, tanto como en la consistencia indecible y subjetiva de lo que es el lenguaje. La tarea del actor habita entre las fronteras del texto y su misterioso poder flota en la evidencia de los signos. El llamado actor vivencial demuestra aquella afirmación de Lacan según la cual el inconsciente es la condición de la lingüística, tanto como el lenguaje es la condición del inconsciente. ¿De quién?, ¿del actor o del personaje?

De otro, del único cuerpo vivo sobre el escenario, el cuerpo simbólico donde lo real se diferencia de la realidad; ¿de un cadáver que habita la palabra viva?, ¿o de un cuerpo viviente que enuncia un lenguaje cadaverizado? De otro; no todo es carne, no todo es lenguaje.

El misterio del personaje reside en su inconsistencia real, en su ser ficticio, en esa irrealidad que exige ser representada por la realidad del actor, que a su vez sólo se realiza como actor gracias al personaje. Pero en realidad, ¿qué representa el personaje? A la persona, esa otra que subyace entre el actor y el personaje, esa única e irrepetible personalidad que sólo alcanza a ser la que es, cuando accede a la condición del actor y que consiste en ser y no ser el personaje. Por eso, el misterio del personaje es el de la persona capaz de mostrar a los demás cómo es realidad que cada ser humano es un misterio único, porque en tanto persona, cada uno es siempre nuevo, increíble, irrepetible en el mundo y por eso mismo es digno de ser contemplado. 

Lo escrito nos sobrevive, por eso escribe verdaderamente para el teatro aquel que descubre el peligro de la palabra que ha sido escrita para ser dicha y oída en el instante vivo del escenario. El texto dramático se vuelve rehén del tiempo: son otros los dueños de su secreto. Todo texto dramático es enigma, sale de su autor pero se queda: contiene palabras que nunca podrán ser retiradas, palabras que son sentencias perdurables sobre el destino pendiente del personaje, palabras que habrán de producir en el espectador insospechadas consecuencias. Por eso, escribir teatro ya es comprometerse.

María Bonilla propone sobre mi persona el dilema provocador de un combate mitológico: ¿ángel o demonio?

De tal proposición me interesan los rasgos estéticos que entraña y sus posibles consecuencias éticas. De ninguna manera me engancho en la estéril contraposición melodramática que también connota. Vivimos tal renovación del maniqueísmo que el discurso de la moral se ha salido del contexto ético.

Ángeles, de alguna manera, somos todos y con los ángeles tenemos que ver todos. La palabra griega angeloi quiere decir mensajero. Y todos los hombres somos siempre mensajeros, esto es, hombres entre hombres, intermediarios. Todos transmiten a los demás algo de lo que a su vez han sido informados. En estas transmisiones se cifra todo el proceso de humanización. La cultura, nos dice Gadamer, es esa conversación que nos sostiene. Por mucho que el actual predominio de los medios que ensalzan las imágenes y los aparatos esté consiguiendo la robotización de las relaciones, que paulatinamente se van reduciendo a relaciones de intercambio, la comunicación humana habrá de sobrevivir sólo donde sea capaz de recuperar la angélica necesidad de la relaciones personales.

En la era atroz en la que el medio se ha convertido en el mensaje se cumple la terrible premonición de aquella fábula de Kafka:
Se les ofreció la alternativa de escoger entre ser reyes o mensajeros de los dioses. Como niños, todos ellos quisieron ser mensajeros. Esta es la razón de que no haya más que meros mensajeros. Y así corren por el mundo; y dado que no hay rey alguno, se gritan los unos a los otros sus mensajes, que entre tanto, se han vuelto absurdos...
Tal es la absurda situación en la que los medios se han quedado sin remedio, produciendo la más monstruosa incomunicación imaginable. Millones de transmisores que no paran de dar ruidosamente vueltas al vacío, sin poseer ningún mensaje, de parte de nadie hacia nadie. Entre tal vociferación y verborrea, ¿quién habla realmente?

Y si así hemos llegado al peligro de perder la palabra, recuperemos entonces el silencio y en él, tal vez, volvamos a ser capaces de reencontrar al teatro, ese fulgor que precede a la palabra.

Porque esa es también la crisis actual del teatro al que siguiendo este orden de cosas, yo llamaría, según la metáfora de Massimo Cacciari, el ángel necesario: aquel mensajero que porta el mensaje indispensable para cada persona pero que no puede realizar su entrega porque está conminado a cumplir su misión en la inminencia del instante presente de la comparecencia física, pero sus destinatarios se han ausentado del presente, aquí y ahora de la escena, obsesionados por la telecomunicación donde han confundido los signos con las cosas, en una sonámbula virtualidad, fuera de la realidad.

El teatro entraña una promesa de plenitud distinta para cada uno. Aquello que anuncia depende de la consistencia de lo que se ha experimentado como ausencia o carencia. Los hartos no buscan. Sólo accede a la presencia quien presiente la ausencia. El teatro es representación y sólo clama por ser representado aquello que se ha ausentado de este presente descorazonado. Por eso, frente al mismo escenario cada quien presencia un espectáculo distinto. Nadie contempla el mismo paisaje desde el mismo mirador.

Si seguimos el sentido de este sendero, sorprenderá cómo la condición de demonio, el arcaico daimon , no sería una oposición al ángel, sino su más urgente superación, porque en él podríamos reconocer la procedencia del mensaje más allá del sujeto; el espíritu que inspira, posee y expresa a través de alguien, un contenido que no le pertenece y que ni siquiera le es dado comprender. Para Esquilo era el alma colectiva; para Sófocles, la pluralidad que cohabita en una persona; para Eurípides, aquel aliento que hace ser a uno él mismo en la respectividad de todos. Ninguna de estas acepciones resulta ajena para todo aquel que abraza la vida del teatro y consigue reconocer, como puedo testimoniarlo yo mismo, que nadie elige el teatro, sino que somos elegidos por el teatro. Artaud dice contaminados incurablemente por la peste.

Sólo puedo decir de mí que nunca pretendí ser una persona de teatro. Puedo hablar solamente entre penumbras del obediente seguimiento a las señales de una entrañable amistad que comenzó con una pregunta: ¿dónde moras? Después, lo más cercano a lo que sucedió, tal vez se pudiera contar con las señales del mito sobre la involuntaria misión de Jonás y las necedades de su rebeldía, hasta arribar al inefable momento en que fue escupido en la bahía de Nínive para sucumbir a la docilidad de aquel instante en que sin saber cómo, puesto de pie en medio de la asamblea, comenzaron a brotar de su boca palabras que no eran suyas, al ritmo de una elocuencia que jamás fue suya.

Pero aún hay otra posible implicación en la metáfora que ha servido de modo perverso para fundamentar el escándalo burgués contra las pequeñas comunidades que parecen amenazar la coexistencia anodina de su individualismo mercenario. En el Evangelio de Lucas se cuenta la liberación del endemoniado de Gerasa, un pobre hombre al que los demonios que poseía su interior lo arrastraban al desierto, lejos de la comunidad humana; tras el exorcismo Jesús le preguntó al demonio: ¿Cuál es tu nombre? Él contestó: Legión, porque habían entrado en él muchos demonios... A continuación nos dice Lucas que al volver la gente del pueblo que había ido a asomarse por donde se precipitaron los demonios, vio que el hombre ya curado yacía sentado, vestido y en su sano juicio, a los pies de Jesús y conversaban. Entonces toda la gente del país de los gerasenos les rogaron a los dos que se alejaran de ellos porque estaban poseídos de gran temor.

Difícilmente podríamos hallar mejor exposición de la paradoja que entraña la satanización de las relaciones intersubjetivas de toda pequeña comunidad. La posesión de la angustia misantrópica es siempre una legión que desborda al desierto del aislamiento individualista. Sin embargo, el efecto filantrópico de la liberación que religa a los liberados en la complicidad de una posible conversación entre personas, infunde más miedo que los demonios misantrópicos y ese miedo al poder de la liberación produce un óstrakon más alarmante aún. 

Tal ha sido el miedo que siempre ha infundido la cofradía de los cómicos en las sociedades del burgo.

El sujeto de la creación teatral es la comunidad de sus hacedores. Empero, el languidecimiento de su presencia en la sociedad contemporánea ha comenzado por la disolución de su condición colectiva y su consecuente mutación en el insolidario gremio de mercenarios que es hoy. Desde ahí se proscribe todo intento de formación comunitaria del sujeto del teatro como sujeto de una intersubjetividad re-ligante con el mismo procedimiento paradójico del episodio de Gerasa. Poseídos de temor, se habla de sectas sospechosas.

Como ha señalado recientemente Sloterdijk en tal actitud a lo que la gente llama sectas se trasluce el latente totalitarismo que subyace en la actual sociedad de mercado y sus intelectuales, toda vez que el mercado sólo tolera un modelo social relajado y refrigerado de sociedad como una asociación libre de clientes. Esto es lo que precisamente una comunidad artística que no produce mercancías no puede ser, a priori. Una agrupación artística de artistas de su propia personalidad es una comuna cálida, incubadora, reactor psíquico y suele estar mucho mejor organizada que esas masas frías atomizadas de los nómadas consumistas. La sociedad burguesa no puede tolerar cerca de ella una sociedad que esté mejor organizada y por eso declara la guerra a las comunas cálidas.

Es cierto que el Estado moderno, la forma política del mercado totalitario, garantiza la libertad de agrupación, pero sólo cuando estas llamadas agrupaciones sean instituciones, es decir, cuando son a su vez sociedades burguesas frías. Hoy las instituciones y las iglesias sirven como comunidades distendidas de consumidores. No se tolera fácilmente la libertad entusiasta para formar comunas, donde tal vez resida el detonante psicodinámico capaz de liberar a los últimos hombres de la implacable masificación del mercado.

Ésta fue, entre otras, una función primigenia de la comunidad teatral. No, el origen del teatro no fue religioso; el teatro inventó la religión.

El arte colectivo es también el emblema de la primera comunidad y fue en ella donde brotó por primera vez el sueño democrático.

Para concluir sin agresión ritual pero también sin apología, diré que he podido vivir el privilegio de lo que el teatro ha hecho de mí.

Fuera de sí, buscándose en los otros, vivo sin vivir en sí; el hombre de teatro aumenta el mundo con las personalidades ficticias que crea, las que lo van haciendo ser el que es, hasta que ese ser múltiple, instantáneo y diverso se convierte en la forma natural de su espíritu. Así será mejor aquel artista teatral que pierde la propia personalidad para llegar a ser únicamente el punto de reunión de una pequeña humanidad solo suya y de la que los demás, secretamente, quisiéramos llegar a formar parte.


Tavira, Luis. “De mí mismo como otro”, Fractal, n° 32, p. 45, 2004.

El oficio del coreógrafo


Maurice Béjart
(1927-2007)


1

En el fondo, ¿cuál es mi oficio?

En un libro, escribí al comienzo del primer capítulo: “soy coreógrafo porque no sé hacer otra cosa”. Y bien, no estoy tan seguro de ser coreógrafo... ni siquiera estoy seguro de lo contrario... Antes que nada, la coreografía en sí misma no me interesa (en el mismo libro escribí: “en un ballet, lo más importante no es la coreografía sino el bailarín”).

Lo maravilloso es descubrir un intérprete, luego parir ese ser de uno mismo, de lo que se es profundamente, sin saberlo, de lo que la danza revela acerca de su verdadera personalidad... Al lado de esto, hacer pasos, bellos o nuevos... ¡tonterías!

Luego del bailarín (escribí también “la coreografía se hace de a dos, como el amor”, pero molesto con esta pedantería que me hace citarme sin parar)... Stop... Sí, luego del bailarín, el público... ¡ah! ¡Te divierte, es una orgía, la coreografía se hace a tres! No, yo me voy. Te quedas tú solo con tu público. Por supuesto, yo también te quiero creándote, construyéndote, pero ahora te toca a tí.


2

Y ahora debo confesarte que no estoy seguro de ser coreógrafo... ni siquiera estoy seguro de no serlo, ya que me resulta imposible imaginar el menor movimiento de danza sin saber quién va a ejecutarlo. Es el intérprete quien, con su cuerpo, su psicología, su potencia emotiva, viene a suscitar, excitar mi imaginación y a arrojarme en ese movimiento que, contrariando las apariencias, procede de su genio y no de mi creatividad.

No sé qué es un “arabesco”. Nunca vi uno, pero vi a la Señora X y al Señor Y ejecutar esa forma que los bailarines llaman “arabesco”.

Me gustan los intérpretes con locura y, cuando más profundo es este amor, mejores chances tiene el resultado de ser un éxito. Fracasé en varios ballets, pero ¡no creo haber fracasado con una bailarina o un bailarín!

Tú... sé el “artesano furioso” que canta René Char.

¡Lucha, trabaja, y toma vuelo!

¡Salve!

Aquel que enseñe a volar a los hombres del porvenir habrá superado todos los límites; para él, los límites mismos tomarán vuelo en el aire, bautizará nuevamente a la Tierra, la llamará “la ligera”.
Nietzsche


Béjart, Maurice. Fragmentos de la “Carta 1” y la “Carta 7”, Cartas a un joven bailarín, pp. 12-13., Libros del Zorzal, Buenos Aires, 2005, traducción de Antoine Colonna.

Consideraciones sobre lo cursi


Hernando Téllez
(1908-1966)


Gustos literarios

La dama, muy enojada, pero muy bella a pesar del enojo, declaró su indignación cuando alguien dijo en la tertulia donde se hallaba, que la novela de Félix B. Caignet, El derecho de nacer, era, ciertamente, un monumento de cursilería.

—¿De manera —dijo con los labios temblorosos— que todos los que oímos embelesados la radiodifusión de esa novela, somos cursis?

Se produjo un silencio muy difícil. Una respuesta afirmativa resultaba poco galante. Y, bien observada la dama, además de su victoriosa belleza, no tenía sobre sí nada que delatara sus íntimas y secretas conexiones con la cursilería. El traje era sobrio y elegante y los ademanes sencillos y desenvueltos. Una ligera exageración en el trazo oblicuo de las cejas, buscaba darle al rostro una reminiscencia mongólica levemente inquietante, y por ahí, como perdido en el oleaje del pecho, zozobraba un prendedor que no era una joya sino una imitación de joya, demasiado esplendorosa para ser verdadera. Salvo esa forzosa concesión económica a la producción en serie, una línea general de elegancia y de buen tono rodeaba a la dama. Además, su conversación no era completamente descabellada. Decía, claro está, una inacabable serie de futilidades, pero las decía con tanta convicción, con tanto desgaste de energía vital, que tomaban súbitamente una coloración artificial pero encantadora de verdades. Algo, tal vez mucho, de la gracia animal, por completo biológica, de su calidad de hembra bella, trascendía a sus palabras. Si no se hubiera suscitado un tema de conversación tan peligroso como el de la novela de Caignet, probablemente esta mujer colombiana no habría sido contradicha en sus opiniones. Era un gusto verla y oírla decir deliciosas tonterías. Pero su apasionado fervor sentimental e intelectual por Caignet sobrepasaba la medida de sus seducciones. Y podía tomarse en realidad como un abuso de poder.

Sobreponiéndose a esa natural coacción del sex-appeal sobre las facultades críticas, un escritor que se encontraba en la reunión tomó sobre sí la temeraria empresa de hacer para la dama una especie de sermón sobre lo cursi.

El éxito de Caignet en Colombia, dijo, se explica precisamente porque el gusto literario promedial del país se encuentra exactamente en el nivel de la cursilería. Esto no es una ofensa ni para el país ni para Caignet. Los hechos no son ofensivos. La cursilería literaria no es una arbitrariedad sino una consecuencia lógica del medio social que la ha hecho posible. Culpar a una sociedad porque en un gran número de sus manifestaciones sea cursi, es tan absurdo como inculparla porque en el desarrollo de su producción conserve ciertas formas feudales a tiempo que otras sociedades han superado ya satisfactoriamente esa etapa histórica. La cursilería es un signo social, no un capricho de las gentes. En ciertos países europeos, Francia, por ejemplo, es difícil no digo ser literariamente cursi, sino serlo con éxito. Puede haber muchos o pocos escritores cursis, como los de la “Novela Rosa”, pero perecen en medio del desprecio colectivo porque el nivel cultural de la sociedad ha sobrepasado ya el grado histórico de la cursilería. Las aguas de la cultura media superan esa marca. En Colombia, no todavía. El caso de Caignet que es un caso de perfecta sincronización entre la cursilería literaria y la cursilería social, exaspera terriblemente a ciertas selectas inteligencias. Eduardo Caballero Calderón, verbigracia, estuvo a punto de realizar una nueva cruzada para rescatar el Sagrado Cuerpo del Arte, profanado, según él, por el escritor cubano. En su apostólico empeño, fue ignominiosa, pero merecidamente batido. Olvidó algo muy importante: que la sucesión de las etapas culturales es lenta y parsimoniosa y que si había algo socialmente explicable y normal era el éxito de la novela de Caignet, precisamente porque representaba algo así como la sublimación literaria de una sentimentalidad y de un gusto intelectual promedios, irresistiblemente cursi. En otras palabras: Caballero olvidaba el medio, la atmósfera social en la cual caía, como maná, el mensaje de Caignet. Desde su personal punto de vista, Caballero tenía razón. Era el punto de vista de un miembro de las élites que partía del engañoso supuesto de que toda la sociedad se parecía a él mismo o de que, cuando menos, no se parecía demasiado al señor Caignet. Los resultados de su frustrada campaña tal vez lo hayan desengañado, ahora sí, respecto de las valoraciones del gusto medio, tomadas idealmente por lo alto.

Resulta, pues, que lo cursi tiene su natural imperio cuando una burguesía en ascenso económico no ha conseguido crearse todavía o no dispone, por herencia histórica, de una auténtica y sólida tradición cultural. Es la cursilería del nuevo rico que anhela demostrar su nueva condición por medio de un refinamiento postizo y es también la del pobre que anhela disimular su verdadera condición por medio de expedientes en que lo trágico y lo cómico se entremezclan denunciadoramente. Es la dignidad teatral de un vendedor que lleva, sin embargo, los zapatos rotos. Y el desafiante exhibicionismo del nuevo rentista que se llena de automóviles de último modelo. Y la coquetería de una niña que presume de mujer. Y la de una mujer que presume de niña. La cursilería puede estar implícita en el traje, en los ademanes, en la conversación, en el concepto de la vida, en la idea de lo que uno es y no es. Hay cursilería en el amor, en la amistad, en la política. Se puede ser cursi por solemnidad o actuando conforme a la creencia de que el amaneramiento es el colmo de la estilización. Una mujer liviana cae en la cursilería cuando representa el papel de la honesta agresiva, de la esposa sin tacha o de la matrona irreductible. Una colegiala puede convertir su candor en pura cursilería, si lo extrema, o su impudor si lo disfraza de candidez. Es por ello por lo que la cursilería puede expresarse de la misma manera en el éxito de Caignet y en la tendencia irrefrenable de la alta o pequeña burguesía para no dejar en discreta penumbra ningún acto privado que pueda denunciar, ante el público, la solidez económica de su situación o lo que esa misma burguesía reputa como signo de aristocracia, de supuesto refinamiento y de máxima distinción. Por eso las páginas de vida social de los diarios colombianos son prodigiosamente cursis, no porque así lo deseen sus redactores, sino porque el ambiente social así lo exige. Hay un esnobismo de la cursilería, como hay un esnobismo del buen gusto. Colombia se halla en la primera etapa. Y de esta suerte, la literatura de un escritor como Caignet encuentra eco popular muy extenso.

Pero usted querrá saber en qué consiste la cursilería literaria, y por extensión toda la cursilería. Es un problema de calidad en las formas, en el estilo. No la ausencia de estilo. La ausencia de estilo es —¿Cómo le diría a usted?— la barbarie no exenta de cierta fuerza y de cierta áspera seducción. Hay ciertos lenguajes literarios enteramente bárbaros, llenos de poderoso atractivo. Y ciertas formas de vida, primigenias, no exentas de seducción. El estilo es un principio de adecuación, de convenio, un compromiso respecto de las normas. Lo cursi en el estilo literario aparece cuando el escritor resulta incapaz de hacer una aleación honorable de los materiales con que trabaja. Cuando hace el oficio de joyero falso y a su producto quiere dar sin embargo la apariencia de lo verdadero y de lo fino. Esta distinción entre el cobre de lo cursi y el oro de lo verdadero, requiere, socialmente hablando, la experiencia cultural y civilizada de que se habló antes. Los países jóvenes están, en lo general, justificados históricamente para caer en el truco del falso joyero. Para tomar el cobre por el oro y pagarlo, muchas veces, a precio de oro. Sobre todo en el dominio de las formas artísticas: poesía, teatro, novela, música, escultura, pintura, cine, etc.

Ahora bien: lo cursi, como tal, es un rico filón y un tema de primer orden para la creación estética. Para la sátira humorística es impagable. Usted habrá leído las preciosas imitaciones que del estilo de Caignet ha hecho en su columna de El Tiempo el humorista Klim. Le ha bastado con ubicar en otro plano intelectual el estilo del escritor cubano. Esa simple transposición ha sido suficiente para desajustar todo el proceso y dejar en ruinas el edificio de Caignet. O dicho de otra manera: el ácido del humor de Klim actúa como agente catálico: el cobre de la cursilería literaria queda esplendorosamente aislado y al descubierto. Klim no podría hacer lo mismo con el estilo de Flaubert. Podría, si quisiera imitarlo. Como se puede imitar a Cervantes. Pero en ninguno de estos dos casos el resultado sería el de dejar en cueros a la cursilería porque ella es inexistente en esos dos estilos ejemplares. La cursilería requiere, pues, como condición previa, que haya básicamente una falsificación de los valores estéticos, es decir, una falsa apariencia de calidad para ellos mismos. Y que, por consiguiente, una inspección crítica más o menos diestra deje en evidencia la superchería. Klim la ha descubierto por el lado del humor que es el lado más agudo y más apto a la demostración de toda falsa moneda literaria. Nada más serio, más sentimental, más patético, más solemne que la novela de Caignet, dice usted y dicen muchas gentes. Pero haga la prueba de leer esa novela en la versión de Klim que no difiere estilísticamente del original sino por la maliciosa reiteración de los tópicos claves del escritor cubano. Entonces comprenderá usted por dónde brota el manantial de la cursilería. Caignet es un humorista que se ignora. Ha levantado un monumento literario a la cursilería, en serio, cuando hubiera podido hacerlo en broma. Klim se ha encargado de ese estupendo trabajo revelador, para divertirse él y divertir a miles de lectores colombianos entre los cuales habrá muchos que sin ese antídoto, en lugar de reír hubieran seguido llorando con las desventuras de Albertico Limonta, no porque esa clase de desventuras no sean dignas de cristiana compasión, sino porque el compuesto literario que de ellas hizo Caignet merecía el terrible honor y la prueba cruel a que las ha sometido Klim.

La cursilería en la vida, como expresión, como actitud de ella misma, no difiere mayor cosa de la cursilería literaria. Una y otra obedecen a las mismas leyes del desarrollo social. Desde luego, la primera es anterior a la segunda. Y ésta, como ya se dijo, es una consecuencia. Caignet no tiene la culpa. Y los admiradores de Caignet tampoco la tienen. Usted queda absuelta.

En este punto del sermón del escritor, la dama parecía un poco perpleja.

—Pero no me negará usted —afirmó como para no darse por vencida— que Caignet escribe muy lindo.

El autor del sermón comprendió que había perdido lamentablemente su tiempo.


Téllez, Hernando. “Consideraciones sobre lo cursi”, El Tiempo, Bogotá, 5 de agosto de 1951.

[Más sobre Hernando Téllez: Cadavid, Jorge H. Hernando Téllez: un consumado estratega. Boletín Cultural y Bibliográfico, Número 40, Volúmen XXXII. Editado en 1997. Biblioteca Luis Arango.]

Jacinto Benavente


Juan Ramón Jiménez
(1881-1958)

Cuando yo era colejial, admiraba un tipo de “elegante” que entonces estaba en boga y moda por el mundo: hombreras subidas, cuello de pajaritas con mucha nuez en medio, bigote para arriba, bombín. Yo dibujaba este tipo de “hombre elegante” con su tipo equivalente de mujer: mangas globos, capota, sombrilla de cabo de hierro muy fino, en los márgenes de mis libros. Bastante después, ocho o diez años, yo vi las primeras fotografías de Jacinto Benavente, y todavía Benavente era un tipo así. Y todavía yo lo admiré así. Luego fui odiando aquel “tipo de elegante” y las fotografías de Benavente y a Benavente y a la literatura de Benavente, de quien no he leído nada desde el año 13. Y entonces le dediqué, aún entre dos aguas y como homenaje imperioso a un principado que se iba, mi libro Laberinto.

Ya entonces yo gustaba, creo que para siempre, del aspecto natural del hombre (y la mujer); hombro sin hombrera, redondo, suave y holgado, cuello mate, cómodo, sin aparato, bigote en lo suyo, sin obligarle a nada. (Por cierto que anda por ahí una fotografía mía de Franzen (1901), retocada, “para elegantizarme” con los bigotes para arriba.) Y aun cuando creo haber visto luego a Benavente de otro modo, aunque siempre “a la moda”, ya nunca lo he podido separar de aquella imajen anterior y primera, ni su literatura, su teatro, de aquel aspecto “teatral” y literario que hoy significa para mí lo cursi.

Lo cursi. ¿Qué hay en Jacinto Benavente, que, a pesar de su injenio evidente, de su manera sencilla, fácil, lijera de escribir, de su superficialidad ondeada y amable, lo pone entre bastidores, siempre aparte, como si su arte fuese una figura de cartón y guardarropía con voz sólo en la garganta? ¿Qué hay en todo ello de tiesura, de engolamiento, de falsedad, de incomodidad, de… cursilería? He intentado releer o leer algún pasaje de Benavente en estos últimos años. Sí, veo su viveza, su ligereza, su injenio. Y sin embargo me aprieta el cuello y me pellizca la nuez, me pesan los hombros, se me entran los “bigotes” en la nariz y en los ojos. ¡Qué incomodidad y qué cursilería! Porque el injenio…, ¿hay nada malabaristas de los sesos huecos, que canse que rebaje que pese más que el injenio?

1929


Jiménez, Juan Ramón. “Jacinto Benavente”. Españoles de tres mundos, 1942. [Se ha respetado la ortografía del autor.] (Imagen de Jacinto Benavente por Ramón Casas, Museu Nacional d'Art de Catalunya).

La crítica

Jorge Ávalos
(1964)

Una crítica de teatro es un texto que pertenece a la esfera de acción del periodismo. Como tal, el lector debe esperar algunas de las mismas cualidades literarias y éticas que debe esperar de cualquier periodista en cualquier medio.

La diferencia fundamental entre un texto crítico y una nota periodística es que el crítico reporta y descifra el hecho estético, el producto final de una producción escénica. Y para ello debe presenciar y escribir sobre la misma obra que el público ve y bajo las mismas condiciones.

Un crítico no es un juez, es un testigo. Por esto, su conciencia ética le exige que cada juicio de valor esté sostenido por un ejemplo concreto y que cada conclusión emerja, inevitable, del discernimiento honesto de la obra en cuestión. El texto crítico es la piedra de toque de un diálogo que le permite al espectador sacar sus propias conclusiones.

No es labor del crítico contar el número de personas que asisten a una función, o si los espectadores rieron o lloraron, aplaudieron o abuchearon, porque todas estas cosas pertenecen al fenómeno social del teatro. El crítico enfoca sus sentidos en el presente: sólo está a prueba lo que ocurre en escena. La trayectoria y la formación de los artistas involucrados son siempre cosa del pasado.

El público como fuerza colectiva es amoral. Busca satisfacer una necesidad muy básica: quiere divertirse. Y tiene derecho a ello porque paga con su dinero para ganarse ese derecho. Quiere placer emocional o intelectual, entretenimiento, y cuando al mismo tiempo recibe iluminación racional o espiritual, la acepta como un valor agregado.

Los actores son igualmente amorales. Se montan sobre sus frágiles egos y con un narcisismo atlético dan saltos al vacío iluminado del escenario para ganar la aceptación y el aplauso de ese público amoral. Y en el camino, muchos de ellos logran algo que roza la divinidad: se convierten a sí mismos en objetos de arte, efímeros en escena, eternos en la memoria.


Ávalos, Jorge. “La crítica”, La Prensa Gráfica, San Salvador, Marzo 6, 2004.

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Autor y director colombiano (1924-2003), fundador y director del Teatro Experimental de Cali (TEC). La calidad y la extensión de su obra le otorgan un lugar destacado en la dramaturgia latinoamericana. El sitio es administrado por el Centro de Investigación Teatral Enrique Buenaventura (CITEB) y ofrece algunas muestras de sus obras, las cuales son enumeradas sólo por sus títulos, sin mayores referencias bibliográficas. Sin embargo, el CITEB organiza la publicación de las obras completas de Buenaventura y es el centro oficial de referencia sobre este importante pionero del teatro latinoamericano.

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Introducción


Este es un proyecto en permanente construcción. Ideado y creado por el dramaturgo salvadoreño Jorge Ávalos, Poética Teatral pretende ser una antología virtual de textos sobre las artes escénicas, creado por un simple proceso de acumulación gradual de textos. El proyecto incluye también la creación de un diccionario de teatro, dividido por categorías para hacerlo más útil, y una biblioteca virtual. El sitio se actualiza una vez al mes.

Por razones prácticas se ha comenzado con la publicación de textos libres de derechos de autor. El diccionario se ha comenzado a desarrollar a partir de términos inusuales sólo para distinguirlo de otros esfuerzos y para despertar una reflexión sobre el teatro que parte de la praxis escénica, más que de la lingüística o de la historia. El propósito es que esto lo haga más útil para el director, el actor, el dramaturgo y el crítico.

Los textos están clasificados en las siguientes grandes categorías:

01 Géneros (incluye formas, subgéneros, modalidades)
02 Dramaturgia
03 Circense, vodevil, vaudeville
04 Actoral (actor, personaje, proceso de creación, interpretación)
05 Texto y discurso
06 Danza
07 Puesta en escena
08 Crítica (modélica, ejemplar histórico, enfásis Iberoamericano)
09 Linguística (principios estructurales, semiótica)
10 Ciencias sociales (antropología, sociología, recepción)
11 Teatro de muñecos / Teatro de objetos
12 Teatro musical (incluyendo formas populares)

Poética y estética (etiqueta individualizada por nombre de autor)

Teatro de urgencia



Rafael Alberti
(1902-1999)

Difícil es para lo jóvenes escritores, los que pretenden ser autores de teatro y que además viven plenamente la lucha, producir obras de mayor responsabilidad, de mayor esfuerzo y trabajo. No hay tiempo. Aquel que está movilizado, o cumple obligaciones ajenas a su profesión en la retaguardia, no puede entregarse ampliamente a obras que requieren un reposo, cierta tranquilidad casi imposible de encontrar en la guerra. Una novela, un drama o comedia, en tres actos, por lo general, no se improvisa. ¿Qué hacer? Los viejos autores conocidos, los pocos que subsisten en nuestra zona y siguen disponiendo de sus veinticuatro horas para trabajar, o no saben escribir como la situación presente lo exige, o no han comprendido aún la importancia del teatro como instrumento de lucha y de cultura. Bien. Una consciencia de otro momento comprendemos que no se transforma en un día. Pero tenemos derecho a pedir de esos autores un pequeño esfuerzo, un grano siquiera de voluntad que contribuya en algo a lo que el Gobierno de la República desea hacer del teatro en estos instantes. Mientras…

Viene produciéndose por toda la España leal, desde casi el mismo día que estalló el movimiento, un tipo de literatura, que pudiéramos llamar de «urgencia», y que ya nos ha dado, no sólo en cantidad, sino hasta en calidad, muy buenas muestras. Podemos considerar literatura urgente, útil, eficaz, necesaria, los miles de romances y poemas que en hojillas, revistas y recitales recorren las trincheras, las calles, lugares de reposo y trabajo; así como también cierto tipo de crónica rápida, precisa, que recoge tal o cual suceso o hazaña, esta o aquella anécdota mínima, preciosa, de nuestro pueblo y sus soldados. Pero, ¿y el teatro? Poco, muy poco, casi nada se ha hecho en este sentido. Lo que hasta ahora ha caído en mis manos no responde a las exigencias actuales ni a los medios de que disponemos para su realización. Las piezas que se vienen representando por diversos grupos teatrales, bien de brigadas u organizaciones, además de ser, por lo general, complicadas y malas, reflejan en muy poco la lucha, la transformación, la nueva fase creadora de nuestro pueblo. Urge el «teatro de urgencia». Hacen falta estas obritas rápidas, intensas —dramáticas, satíricas, didácticas…—, que se adaptan técnicamente a la composición específica de los grupos teatrales.

Una pieza de este tipo no puede plantear dificultades de montaje ni exigir gran número de actores. Su duración no debe sobrepasar la media hora. En veinte minutos escasos, si el tema está bien planteado y resuelto, se puede producir en los espectáculos el efecto de un fulminante. Nuestro Consejo Nacional acaba de crear las «guerrillas del teatro», que en breve darán, tanto en repertorio como en interpretación, la pauta para estos grupos. Pero, a pesar de todo, insistimos, se necesitan obras. Jóvenes escritores, soldados, campesinos, obreros de los talleres y las fábricas: sin timidez, con decisión y entusiasmo, escribid y enviadnos vuestros trabajos (ya dirigidos al Consejo Nacional del Teatro, plaza de Bonanova, 4, Barcelona, o a su delegación en Madrid, Marqués del Duero, 7), en la seguridad de que siempre encontraréis una acogida digna de vuestro esfuerzo, unas palabras de orientación en vuestro camino.


Alberti, Rafael. “Teatro de urgencia”. Boletín de Orientación Teatral, Madrid, número 1, 15 de febrero, 1938.

Experiencia del teatro

Eugène Ionesco
(1909-1994)


Cuando se me hace la pregunta: “¿Por qué escribe piezas de teatro?” me siento siempre muy confuso, no sé qué responder. A veces me parece que me dediqué a escribir teatro porque lo detestaba. Leía obras literarias, ensayos, iba al cine con gusto. Escuchaba de vez en cuando música, visitaba las galerías de arte, pero casi nunca iba al teatro.

Cuando, por simple casualidad, iba al teatro, era para acompañar a alguien o porque no había podido rehusar una invitación, porque estaba obligado.

No sentía ningún placer; no participaba. El juego de los comediantes* me fastidiaba, ellos me fastidiaban. Las situaciones me parecían arbitrarias. Había algo de falso a mi parecer, en todo eso.

La representación teatral no tenía magia para mí. Todo me parecía un poco ridículo, un poco pesado. Por ejemplo, no comprendía cómo uno podía ser comediante.

Me parecía que el comediante hacía una cosa inadmisible, reprensible. Él renunciaba a sí mismo, se abandonaba, cambiaba de piel. ¿Cómo podía aceptar ser otro? ¿Representar un personaje? Para mí era una especie de trampa vulgar, visible, inconcebible.


Sin embargo el comediante no llegaba a ser otro, lo que era peor, aparentaba. Eso me parecía penoso, y, de cierta manera, deshonesto. “Cómo actúa de bien”, decían los espectadores. Para mí, actuaba mal, y estaba mal actuar. Ir al teatro era para mí ir a ver gente, aparentemente seria, darse al espectáculo.

Sin embargo no soy absolutamente realista. No soy un enemigo de lo imaginario. Al contrario siempre pensé que la verdad de la ficción era más profunda, más cargada de significación que la realidad cotidiana. El realismo, socialista o no, no alcanza a ser realidad. Al contrario, la disminuye, la atenúa, la falsea, no tiene en cuenta nuestras verdades y obsesiones fundamentales: el amor, la muerte, el asombro. Ese realismo presenta al hombre en una perspectiva reducida, alienada; nuestra verdad está en nuestros sueños, en la imaginación; todo a cada instante, confirma esta afirmación. La ficción ha precedido a la ciencia. Todo lo que soñamos, es decir todo lo que deseamos, es verdadero (el mito de Ícaro precedió la aviación, y si Ader y Blériot volaron, es porque todos los hombres habían soñado volar). No hay nada verdadero más que el mito: La historia, intentando realizarlo, lo desfigura, lo empobrece; la historia es impostura, mistificación, cuando pretende haber logrado el mito. Todo lo que soñamos es realizable. La realidad no tiene que ser realizable: no es sino lo que es. Es el soñador, el pensador, el científico, o el revolucionario, el que intenta cambiar el mundo.

La ficción no me molestaba en la novela y hasta la admitía en el cine. La ficción novelesca tanto como mis propios sueños se me imponía naturalmente como una realidad posible. El papel de los actores de cine no provocaba en mí ese malestar inefable, esa incomodidad producida por la representación en el teatro.

¿Por qué la realidad teatral no se imponía sobre mí? ¿Por qué su verdad me parecía falsa? Y lo falso, ¿por qué quería pasar por verdadero? ¿Era culpa de los comediantes? ¿del texto?, ¿mía? Creo entender ahora que lo que me molestaba en el teatro, era la presencia en la escena de unos personajes de carne y hueso. Su presencia material destruía la ficción. Allí había como dos planos de la realidad, la realidad concreta, material, empobrecida, vacía, limitada, de esos hombres vivos, cotidianos, moviéndose y hablando en escena, y la realidad de la imaginación, las dos cara a cara, no se concilian, son irreductibles la una a la otra: dos universos antagónicos que no llegan a unificarse, a confundirse.

Y era eso en efecto: cada gesto, cada actitud, cada réplica dicha en escena destruía, a mis ojos, un universo que ese gesto, esa actitud, esa réplica se proponía justamente hacerla surgir: era para mí un verdadero aborto, una especie de culpa, una especie de necedad. Si usted hace oídos sordos a la música de baile que toca la orquesta pero sigue mirando a los bailarines, puede notar cuán ridículos le parecen y cuán insensatos sus movimientos; así mismo si alguien se encuentra por primera vez en la celebración de un culto religioso, todo el ceremonial le parecerá incomprensible y absurdo.

Yo asistía al teatro con una conciencia de cierto modo desacralizada, y era eso lo que hacía que no me gustara, que no lo sintiera, que no me involucrara.

Una novela es una historia que se nos cuenta, inventada o no, eso no tiene importancia, nada nos impide creerla; una película es una historia imaginaria que se nos presenta. Es una novela en imágenes, una novela ilustrada. Una película es también una historia narrada, visualmente por supuesto, eso no cambia nada su naturaleza, se la puede creer; la música es una combinación de sonidos, una historia de sonidos, de aventuras auditivas; un cuadro es el orden o el desorden de las formas, de los colores, de los planos, no hay necesidad de creerlo, o de no creerlo, está ahí, es evidencia. Es suficiente que sus elementos correspondan a las exigencias ideales de la composición, de la expresión pictórica. Novela, música, pintura, son construcciones puras, no contienen elementos que les sean heterogéneos, es por eso que son válidas y admisibles. El mismo cine puede bastar, ya que es una secuencia de imágenes, es lo que lo hace también puro, mientras que el teatro me parecía esencialmente impuro; la ficción estaba allí mezclada de elementos extraños, era una ficción imperfecta, una materia bruta que no había sufrido una transformación indispensable, una mutación. En suma, todo me exasperaba en el teatro. Cuando veía a los comediantes identificarse totalmente con los personajes dramáticos y llorar por ejemplo en la escena, con verdaderas lágrimas, eso era insoportable, indecente.

Los mismos textos de teatro que había podido leer me disgustaban. ¡No todos! Pues no estaba sordo a Sófocles o a Esquilo, ni a Shakespeare, ni a ciertas piezas de Kleist o de Büchner. ¿Por qué? Porque la lectura de sus textos es extraordinaria por cualidades literarias que en mi opinión no son específicamente teatrales. En todo caso, después de Shakespeare y de Kleist, no creía haber disfrutado de la lectura de piezas de teatro. Strindberg me parecía insuficiente, torpe. El mismo Molière me aburría. Esas historia de avaros, de cornudos, no me interesaban. Su espíritu ametafísico me disgustaba. Shakespeare ponía en el papel la totalidad de la condición y del destino del hombre. Los problemas en Molière me parecían, en el fondo, relativamente secundarios, a veces dolorosos, aún dramáticos, nunca trágicos; pues podían ser resueltos. No se puede encontrar solución a lo insoportable, y sólo lo que es insoportable es profundamente trágico, profundamente cómico, esencialmente teatro.

¿Se debe renunciar al teatro si rehusamos asignarle un papel de padrinazgo, o de avasallar a otras formas de las manifestaciones del espíritu, a otros sistemas de expresión? ¿Puede él tener su autonomía como la pintura o la música?

El teatro es una de las artes más antiguas. Pienso que hay que tenerlo en cuenta.

Uno no puede hacer otra cosa que entregarse al deseo de hacer aparecer en una escena personajes vivos, a la vez reales e inventados. No se puede resistir a esta necesidad de hacerlos hablar, vivir delante de nosotros. Encarnar los fantasmas, dar vida, es una aventura prodigiosa, irremplazable, al punto que me ocurrió estar maravillado, mirando súbitamente moverse sobre el tablado de los Noctámbulos, en la repetición de mi primera pieza, personajes salidos de mí. Tuve horror. ¿Con qué derecho había hecho eso? ¿Estaba permitido? Y Nicolás Bataille, mi actor, ¿cómo podía llegar a ser M. Martin?... era casi diabólico. Así es que a partir de mis escritos para teatro, por completa casualidad y con la intención de tomarlos en broma, me dediqué a apreciarlo, a redescubrirlo en mí, a comprenderlo, a fascinarme con él; y comprendí lo que tenía que hacer.

He pensado que los escritores de teatro demasiado inteligentes no lo eran tanto, que los pensadores no podían, en el teatro, encontrar el lenguaje del tratado filosófico; que cuando ellos querían aportar al teatro demasiadas sutilezas y matices, eran a la vez muchos y muy pocos: que, si el teatro no era sino una amplificación deplorable de los matices que me molestaban, no era entonces más que una amplificación insuficiente. Lo demasiado aparente no lo era tanto, lo muy poco matizado lo era demasiado.

Entonces si el valor del teatro estaba en la amplificación de los efectos, había que acentuarlos aún más, subrayarlos, enfatizarlos al máximo. Llevar al teatro más allá de esta zona intermedia que no es ni teatro, ni literatura, es restituirlo a su elemento propio, a sus límites naturales. No era necesario esconder los trucos, sino hacerlos más visibles todavía, deliberadamente evidentes, ir al fondo en lo grotesco, la caricatura, más allá de la pálida ironía de las espirituales comedias de salón. Nada de comedias de salón, sino la farsa, la carga paródica extrema. Humor, sí, pero con los medios de lo burlesco. Un cómico duro, sin sutilezas, excesivo. Comedias dramáticas, tampoco. Sino regresar a lo insoportable. Llevar todo al paroxismo, ahí donde están las fuentes de lo trágico. Hacer un teatro de violencia: violentamente cómico, dramático.

Evitar la psicología o más bien darle una dimensión metafísica. El teatro está en la exageración extrema de los sentimientos, exageración que distorsiona la simple realidad cotidiana. Pero que distorsiona también el lenguaje, lo desarticula.

Si de otra parte los comediantes me fastidiaban porque me parecían muy poco naturales, era porque ellos eran o querían ser demasiado naturales: renunciando a hacerlo, llegarán a lograrlo quizá de otra manera. Ellos no deben tener miedo de no ser naturales.

Para librarse de lo cotidiano, de los hábitos, de la pereza mental que nos arrebata el asombro por el mundo, es preciso recibir como un verdadero porrazo. Sin una nueva virginidad del espíritu, sin una nueva toma de conciencia, purificada, de la realidad existencial, no hay teatro, tampoco hay arte; es necesario realizar una especie de dislocación de lo real, que debe preceder a su reintegración.

En este sentido, a veces se puede emplear un procedimiento: ir en contra del texto. En un texto insensato, absurdo, cómico, se puede incorporar una puesta en escena, una interpretación grave, solemne, ceremoniosa. Por el contrario, para evitar el ridículo de las lágrimas fáciles, de la sensiblería, se puede, en un texto dramático, incorporar una interpretación pintoresca, indicar, por medio de la farsa, el sentido trágico de una pieza. La luz deja la sombra más oscura, la sombra acentúa la luz. Por mi parte, nunca he comprendido la diferencia que se establece entre lo cómico y lo trágico. Siendo lo cómico intuición de lo absurdo, me parece más desesperante que lo trágico. Lo cómico no ofrece salida. Digo "desesperante", pero, en realidad, está debajo o más allá del desasosiego o de la esperanza.

Para algunos, lo trágico puede parecer, en un sentido, reconfortante, pues si se quiere expresar la impotencia del hombre vencido, destruido por la fatalidad por ejemplo, lo trágico reconoce, así mismo, la realidad de una fatalidad, de un destino, de las leyes que rigen el Universo, a veces incomprensibles, pero objetivas. Y esta impotencia humana, esta inutilidad de nuestros esfuerzos puede también, en cierto sentido, parecer cómica.

He hablado sobre todo de cierta técnica, del lenguaje de teatro, el lenguaje que le es propio. La materia, o los temas sociales, pueden muy bien constituir, al interior de ese lenguaje, materia y temas del teatro. Se puede ser objetivo a fuerza de subjetividad. Lo particular alcanza la generalidad y la sociedad es evidentemente un dato objetivo: sin embargo, veo lo social, es decir, más bien, veo la expresión histórica del tiempo al cual pertenecemos, a través del lenguaje, con el lenguaje basta (y todo lenguaje es también histórico, circunscrito a su tiempo, es innegable), veo esta expresión histórica implicada naturalmente en la obra de arte, queramos o no queramos, consciente o no, pero más viva y más espontánea que deliberada o ideológica.

De otra parte lo temporal no busca lo intemporal y lo universal: más bien se somete a ellos.

Hay estados del espíritu, intuiciones, absolutamente temporales, históricas. Cuando en una mañana prometedora me despierto tanto de mi sueño nocturno como del sueño mental de la costumbre y súbitamente tomo conciencia de mi existencia, y de la presencia universal, todo me parece extraño y a la vez familiar, cuando el asombro de ser me invade, ese sentimiento, esa intuición pertenecen a cualquier hombre, a cualquier é poca. Ese estado del espíritu, se lo puede recobrar expresado casi con las mismas palabras de los poetas, de los místicos, de los filósofos, que lo sienten profundamente, como yo lo siento y como lo han sentido profundamente todos los hombres, si no están muertos espiritualmente o enceguecidos por las tareas de la política; se puede recobrar este estado del espíritu, claramente expresado, absolutamente igual, tanto en la Edad Media, como en la Antigüedad, como en cualquier siglo “histórico”. En ese instante eterno, el zapatero y el filósofo, el “esclavo” y el “maestro”, el cura y el profano, se reencuentran, se identifican.

Lo histórico y lo antihistórico se ligan, se acercan igualmente en la poesía, la pintura. La imagen de la mujer que se peina es idéntica en ciertas miniaturas persas y en algunas estelas griegas y etruscas, en algunos frescos egipcios; un Renoir, un Manet, algunos pintores del siglo XVII o del XVIII no tuvieron necesidad de conocer las pinturas de otras é pocas para recobrar y expresar la misma actitud, sentir verdaderamente la misma emoción frente a esta actitud revestida de la misma gracia sensual inalterable.

Elijamos un gran ejemplo de nuestro conocimiento: en el teatro, cuando veo a Ricardo II destronado, preso en una celda, abandonado, no es a Ricardo II a quien veo sino a todos los reyes de la tierra destronados, y no solamente a todos los reyes destronados, sino también nuestras creencias, nuestros valores, nuestras verdades desacralizadas, corruptas, usadas, las civilizaciones que se desploman, el destino. Cuando Ricardo II muere, asisto a la muerte de lo más querido e íntimo; soy yo mismo quien muere con é l. Ricardo II me hace tomar una conciencia aguda de la verdad eterna que olvidamos a través de las historias, esta verdad simple y absolutamente banal en la cual no pensamos: yo muero, tú mueres, él muere.

De este modo, no es historia en fin de cuentas, lo que hace Shakespeare, aunque se sirva de historia; no es la historia, sino que él me presenta mi historia, nuestra historia, mi verdad más allá del tiempo, a través de un tiempo más allá del tiempo, alcanzando una verdad universal, despiadada. De hecho, la obra maestra teatral tiene un carácter mucho más ejemplar: me devuelve mi imagen, es mi espejo, ha tomado conciencia, historia ­orientada más allá de la historia hacia la verdad más profunda. Podemos encontrar que las razones, dadas por tal o cual autor, de las guerras, de las luchas civiles, de las rivalidades por el poder, son justas o no, se puede estar de acuerdo o no con esas explicaciones. Pero no se puede negar que todos los reyes han caído, que murieron, y la toma de conciencia de esta realidad, de esta evidencia permanente, del carácter efímero del hombre, conjugada con su necesidad de eternidad, se hace, evidentemente, con la emoción más profunda, con la conciencia trágica más aguda, con pasión. El arte es el dominio de la pasión, no esa de la enseñanza escolar; se trata ­en esta tragedia de las tragedias­ de la revelación de la más dolorosa realidad; aprendo o vuelvo a aprender lo que ya no pensaba más, lo aprendo de la única manera poética posible, participando con una emoción no mistificada o desnaturalizada que ha roto las barreras de papel de las ideologías, del árido espíritu crítico o “científico”. No me arriesgo a ser engañado sino cuando asisto a una pieza de tesis, no de evidencia: una pieza ideológica, comprometida, pieza de impostura, y no poéticamente, profundamente verdadera, como sólo pueden serlo la poesía o la tragedia. Todos los hombres mueren en la soledad; todos los valores se degradan en el desprecio: eso es lo que me dice Shakespeare. “La celda de Ricardo es verdaderamente la de todas las soledades”. Quizá Shakespeare quiso contar la historia de Ricardo II: si no hubiese contado más que eso, esta historia de otro, no me conmovería. Pero la prisión de Ricardo II es una verdad que no se hundió con la historia: sus muros invisibles se sostienen aún, mientras que tantas filosofías y sistemas han naufragado. Y todo eso es válido porque ese lenguaje es el de la evidencia viva, no aquel del pensamiento discursivo y demostrativo; la prisión de Ricardo II está ahí, delante de mí, más allá de toda demostración; el teatro es esta presencia eterna y viva; él responde, sin ninguna duda, a las estructuras esenciales de la verdad trágica, de la realidad teatral; su evidencia no tiene que ver con las precarias verdades de las abstracciones, ni con el teatro que se dice ideológico: es cuestión de arquetipos teatrales, de la esencia del teatro, del lenguaje teatral. De un lenguaje que en nuestros días se ha perdido, donde la alegoría, la ilustración escolar parecen sustituir la imagen de la verdad viva, que es preciso recobrar. Todo lenguaje evoluciona, pero evolucionar, renovarse, no es abandonarse y llegar a ser otra cosa; es reencontrarse siempre, en cada momento histórico. Se evoluciona conforme a sí mismo. El lenguaje de teatro no puede ser sino lenguaje de teatro.

Admitiendo que lo que he sostenido no sea falso, me pueden decir que no es nuevo del todo. Si llegamos incluso a decir que son verdades esenciales sería feliz del todo, puesto que nada es más difícil que recuperar las verdades esenciales, las bases fundamentales, las certidumbres. Los mismos filósofos no buscan más que descubrir las verdades seguras. Son justamente las verdades esenciales lo que se ha perdido de vista, lo que se ha olvidado. Es por eso que llegamos a la confusión y por lo que ya no nos entendemos.

De otro lado, lo que acabo de decir no constituye una teoría preconcebida del arte dramático. Eso no ha precedido, sino más bien ha venido después de mi experiencia muy personal del teatro. Esas ideas salen de mi reflexión sobre mis propias creaciones, buenas o malas. No tengo ideas antes de escribir una pieza. Las tengo una vez he escrito la pieza, o cuando no escribo. Pienso que la creación artística es espontánea. Lo es para mí.

Para un autor denominado de “vanguardia”, arriesgo al reproche de no haber inventado nada. Pienso que se descubre al mismo tiempo que se inventa, y que la invención es descubierta o redescubierta; y si se me considera como autor de vanguardia, no es mi culpa. Es la crítica la que me considera así. Eso no tiene importancia. Esta definición vale lo que otra. No quiere decir nada. Es una etiqueta. Evidentemente, una cantidad de problemas no han sido abordados. Queda por precisar qué hace, por ejemplo, que un escritor de teatro como Feydeau, aunque tenga una técnica, una mecánica perfectas, es mucho menos grande que otros escritores de teatro que también tienen una técnica perfecta o algunas veces menos perfecta. Es que, de cierto modo, todo el mundo es filósofo: es decir, que todo el mundo descubre una parte de lo real, la que puede descubrir por sí mismo. Cuando digo filósofo, no hablo del técnico de la filosofía, que no hace más que explotar las otras visiones del mundo. En este sentido, puesto que el artista aprehende directamente lo real, es un verdadero filósofo. Y es de la amplitud, de la profundidad, de la agudeza de su visión verdaderamente filosófica, de su filosofía viva, que resulta su grandeza. La cualidad de la obra artística proviene justamente del hecho de que esta filosofía es “viva”, que es vida y no pensamiento abstracto. Una filosofía se debilita en el momento en que una filosofía nueva, un sistema nuevo la supera. Al contrario, las obras de arte que son filosofía viva, no se niegan las unas a las otras. Es por eso que pueden coexistir. Las grandes obras maestras, los grandes poetas, parecen justificarse, completarse, confirmarse los unos a los otros; Esquilo no fue negado por Calderón, ni Shakespeare por Chéjov, ni Kleist por los “No” japoneses. Una teoría científica puede anular otra teoría, pero las verdades de las obras de arte se sustentan las unas a las otras. Es el arte el que parece justificar la posibilidad de un liberalismo metafísico.



*NOTA: En francés, la palabra comediante designa al actor, independientemente del género en que trabaje.

Ionesco, Eugène. Notas y contranotas (1966). Editorial Losada, Buenos Aires, 1985.