De persona a persona



Tennessee Williams
(1911-1983)

Sin duda es una pena que una proporción tan grande del trabajo creativo esté estrechamente relacionado con la personalidad de quien lo hace.

Es triste, vergonzoso y poco atractivo que las emociones que conmueven al creador con la suficiente profundidad como para exigir su expresión y cargada de cierto nivel de luz y de poder, estén casi todas arraigadas, por transformadas que se muestren en su superficie, en las preocupaciones particulares y a veces peculiares del propio artista, en ese mundo especial, en las pasiones e imágenes propias de aquél que cada uno de nosotros teje sobre sí mismo desde el nacimiento hasta la muerte, una red de monstruosa complejidad, desplegada a una velocidad incalculable y de una longitud que supera toda medida, desde la boca de la araña hasta sus propias percepciones singulares.

Es una idea solitaria, una condición solitaria, sobre la cual resulta tan aterrador pensar que por lo general no lo hacemos. Y por eso hablamos entre nosotros, nos escribimos y nos mandamos telegramas, nos llamamos desde corta y larga distancia a través de la tierra y el mar, nos estrechamos las manos al reunirnos y al separamos, nos peleamos e incluso nos destruimos entre nosotros a raíz de este esfuerzo, siempre en cierta forma coartado, de romper los muros que nos separan. Como dijo una vez un personaje de una pieza: «Todos estamos sentenciados a un confinamiento solitario dentro de nuestra propia piel».

El lirismo personal es el grito que un prisionero lanza a otro desde la celda solitaria donde cada uno está confinado durante toda su vida.

Una vez vi a un grupo de niñitas en una vereda de Mississippi, disfrazadas como muñecas con las galas descartadas de sus madres y hermanas, todas cubiertas de vestidos de baile harapientos y sombreros de plumas y chinelas de tacón alto, que jugaban a representar una reunión de damas en un salón, imitando a la perfección las educadas efusiones y las tontas sonrisas sureñas. Pero una niña no estaba satisfecha con la atención que las otras prestaban a su arrebatada representación, se encontraban demasiado enfrascadas en sus propias representaciones para conformada, así que extendió sus bracitos flacos, echó hacia atrás su cuello flaquito y gritó dirigiéndose al cielo sordo y él sus compañeras de juego igualmente desentendidas: «¡Mírenme, mírenme, mírenme!».

En ese momento, las chinelas de tacón alto de su madre hicieron que perdiera el equilibrio y cayó en la vereda en un aullante enredo de satén blanco manchado y tul rosa desgarrado, pero igual nadie la miró.

Me pregunto si ahora no es una escritora del sur. Por cierto, no son sólo los escritores sureños con inclinaciones líricas quienes se comprometen en semejante histrionismo y gritan: «¡Mírenme!». Tal vez es una parábola de todos los artistas. Y no siempre nos tropezamos y aterrizamos en un enredo de adornos que nos sientan mal. Sin embargo, es bueno ser consciente de ese peligro y no contentarse con un pedido de atención, saber que a partir del lirismo personal, del histrionismo callejero, debe crearse algo que no sólo atraerá a los observadores sino a los participantes en la representación.

Por mi parte, trato empeñosamente de hacerla.

El hecho de que quiero que observen lo que hago para darles un posible placer y para hacerles conocer cosas que creo conocer mejor que ustedes —porque mi mundo es diferente del de ustedes, tan diferente como el mundo de cada hombre lo es del de los demás—, no es suficiente excusa para un lirismo personal que todavía no domina el truco necesario de elevarse por encima de lo singular hacia la preocupación plural, de lo personal a lo que tiene importancia general. Pero durante años y años, que pueden haber pasado como un sueño debido a esta obsesión, he tratado de aprender cómo hacer ese truco y realizarlo, y a veces siento que puedo lograrlo.

Por momentos, cuando el arrebatado actor callejero que hay en mí grita: «¡Mírenme!», siento que mi azaroso calzado y mis fantásticas galas tal vez no me hagan perder el equilibrio. Entonces, súbitamente, ustedes, compañeros actores del espectáculo callejero, me conceden su atención y me permiten mantenerla, al menos durante el intervalo que va de las 20:40 a las 23 y unos minutos.

Este mes de marzo harán once años del momento en que estaba a sólo nueve meses —mucho más cerca de lo que suponía— de ese acontecimiento largamente demorado pero siempre esperado para el cual vivía: el momento en que por primera vez captaría y retendría la atención del público. En esa ocasión escribí mi primer prefacio a una pieza larga. El último párrafo decía así:
Hay demasiado que decir y no suficiente tiempo para decirlo. Tampoco hay suficiente poder. No soy un buen escritor. A veces, por cierto, soy muy mal escritor. Difícilmente haya un escritor exitoso en mi ámbito que no pueda trazar círculos alrededor de mis manuscritos, pero creo que escribir es algo más orgánico que las palabras, algo más cercano al ser y la acción. Quiero trabajar con un teatro más plástico que aquel con el cual (he trabajado) antes. Nunca, ni por un momento, he dudado de que hay personas —¡millones!— a quienes decirles cosas. Nos acercamos unos a otros gradualmente pero con amor. Es el corto alcance de mis brazos lo que se interpone, no la longitud y multiplicidad de los suyos. Con amor y con honestidad el abrazo es inevitable.
Esta afirmación típicamente emotiva, si no retórica, parece sugerir que, en ese momento, creía tener una relación sumamente personal, incluso íntima, con los espectadores de teatro. Lo creía y lo sigo creyendo. En una época, mi timidez morbosa me impidió tener una comunicación demasiado directa con la gente y posiblemente por eso empecé a escribir piezas y cuentos. Pero incluso ahora, cuando esa timidez que me traba la lengua, me hace sonrojar, me mantiene silencioso y replegado, ha desaparecido con el paso de la problemática juventud de la cual surgía, sigo encontrando más fácil «acercarme» a multitudes de extraños en la silenciosa oscuridad de la platea y los palcos de teatro, que a individuos ubicados del otro lado de la mesa. El que sean extraños en cierta forma los vuelve más familiares y me resulta más fácil acercarme a ellos, más fácil hablarles. Por supuesto, sé que a veces doy demasiado por descontados simpatías e intereses correlativos en aquellos a quienes les hablo abiertamente, y esto ha llevado a rechazos lo suficientemente dolorosos y costosos como para inspirarme más prudencia. Pero cuando sopeso una cosa en relación con la otra, una fácil coincidencia con un duro respeto, el equilibrio siempre se inclina hacia el mismo lado y, sea cual fuere el riesgo de que me den vuelta la espalda, no quiero hablar con la gente exclusivamente sobre los aspectos superficiales de su vida, el tipo de cosas de las cuales los conocidos se ríen y sobre las que charlan en las situaciones sociales comunes.

Siento que la gente está harta de eso y el cielo sabe que yo también, antes y después del pequeño intervalo de tiempo en el cual capto su atención y digo lo que tengo que decide. La discreción de la conversación social, incluso entre amigos, sólo es superada por la discreción de «los seis pies profundos», esa tumba donde absolutamente nada se dice. Emily Dickinson, esa solterona lírica de Amherst, Massachussets, que tenía un corazón estricto y salvaje bajo su blusa de tafetán, comentó irónicamente ese tipo de discurso póstumo entre amigos en estas líneas:
Morí por la belleza, pero apenas me había
acomodado en la tumba,
cuando uno que murió por la verdad fue depositado
en un cuarto adyacente.

Me preguntó suavemente por qué desfallecí.
“Por la belleza”, repliqué.
“Y yo por la verdad; las dos son una,
hermanos somos”, dijo él.

Y así, como los parientes se encuentran por la noche,
hablamos de un cuarto al otro,
hasta que el musgo alcanzó nuestros labios
y cubrió nuestros nombres.
Entre tanto, quiero seguir hablando con ustedes sobre las cosas por las que vivimos y morimos, con tanta libertad e intimidad como si los conociera mejor que cualquier otra persona.


Tennessee Williams. Introducción a La gata sobre el tejado de Zinc caliente, Losada, Buenos Aires, 2003. Traducción de Cristina Piña.

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