Hacia un teatro pobre


Jerzy Grotowski
(1933-1999)

Cuando se me pregunta ¿cuál es su concepto de teatro experimental?, me pongo un poco impaciente; tal parece que la expresión teatro “experimental” implicase un trabajo tributario y lleno de subterfugios (una especie de juego con nuevas técnicas cada vez que se monta una obra). Se supone que en cada ocasión se obtiene como resultado una contribución a la escena moderna: escenografía que utilice ideas electrónicas o escultóricas a la moda, música contemporánea, actores que proyectan independientemente los estereotipos de circo o de cabaret. Conozco ese teatro, formé parte de él. Las producciones de nuestro Laboratorio Teatral van en otra dirección. En primer lugar tratamos de evitar todo eclecticismo, intentamos rechazar la concepción de que el teatro es un complejo de disciplinas. Tratamos de definir qué es el teatro en sí mismo, lo que lo separa de otras categorías de representación o de espectáculo. En segundo lugar, nuestras producciones son investigaciones minuciosas de la relación que se establece entre el actor y el público. En suma, consideramos que el aspecto medular del arte teatral es la técnica escénica y personal del actor. Es difícil localizar las fuentes exactas de este enfoque pero puedo hablar acerca de su tradición.

Fui entrenado en los métodos de Stanislavski; su estudio persistente, su renovación sistemática de los métodos de observación y su relación dialéctica con sus primeros trabajos, lo convirtieron en mi ideal personal. Stanislavski planteó las preguntas metodológicas clave. Nuestras soluciones sin embargo difieren profundamente de las suyas; a veces llegamos a conclusiones contrarias.

He estudiado todos los métodos teatrales importantes: de Europa y de otras partes del mundo. Los más importantes para mi propósito son los ejercicios rítmicos de Dulün, las investigaciones de Delsarte sobre las reacciones de extraversión e introversión, el trabajo de Stanislavski sobre las “acciones físicas”, el entrenamiento biomecánico de Meyerhold, la síntesis de Vajtangov. También me fueron particularmente estimulantes las técnicas de entrenamiento del teatro oriental, específicamente la Ópera de Pekín, el Kathakali hindú, el Teatro Noh de Japón. Podría citar otros sistemas teatrales, pero el método que estamos desarrollando no es una combinación de técnicas obtenidas de distintas fuentes (aunque en ocasiones adaptemos algunos elementos para nuestros usos).

No queremos enseñarle al actor un conjunto preestablecido de técnicas o proporcionarle fórmulas para que salga de apuros. El nuestro no intenta ser un método deductivo de técnicas coleccionadas: todo se concentra en un esfuerzo por lograr la “madurez” del actor que se expresa a través de una tensión elevada al extremo, de una desnudez total, de una exposición absoluta de su propia intimidad: y todo esto sin que se manifieste el menor asomo de egotismo o autorregodeo. El actor se entrega totalmente; es una técnica del “trance” y de la integración de todas las potencias psíquicas y corporales del actor, que emergen de las capas más íntimas de su ser y de su instinto, y que surgen en una especie de: “transiluminación”.

Educar a un actor en nuestro teatro no significa enseñarle algo; tratamos de eliminar la resistencia que su organismo opone a los procesos psíquicos. El resultado es una liberación que se produce en el paso del impulso interior a la reacción externa, de tal modo que el impulso se convierte en reacción externa. El impulso y la acción son concurrentes: el cuerpo se desvanece, se quema, y el espectador sólo contempla una serie de impulsos visibles. La nuestra es una vía negativa, no una colección de técnicas, sino la destrucción de obstáculos. Años de trabajo y de ejercicios especialmente elaborados para ello (mediante un entrenamiento vocal, plástico y físico, se guía al actor para que logre el punto exacto de concentración) permiten a veces que se descubra el inicio del camino. Entonces es posible cultivar cuidadosamente lo que se ha iniciado.

El proceso mismo, aunque depende en parte de la concentración, de la confianza, de la actitud extrema y casi hasta de la desaparición del actor en su profesión, no es voluntario. El estado mental necesario es una disposición pasiva para realizar un papel activo, estado en el que no “se quiere hacer algo”, sino más bien en el que “uno se resigna a no hacerlo”. La mayoría de los actores del Laboratorio Teatral empiezan a trabajar para lograr hacer visible ese proceso. En su trabajo diario no se concentran en la técnica espiritual sino en la composición de su papel, en la construcción de la forma, en la expresión de los signos, es decir, en el artificio. No hay contradicción entre la técnica interior y el artificio (articulación de un papel mediante signos). Creemos que un proceso personal que no se apoya ni se expresa en una articulación formal y una estructura disciplinada del papel no constituye una liberación y puede caer en lo amorfo.

Hemos encontrado que la composición artificial no sólo no limita lo espiritual sino que conduce a ello (la tensión tropística entre el proceso interno y la forma los refuerza a ambos. La forma actúa como un anzuelo, el proceso espiritual se produce espontáneamente ante y contra él). Las formas de la simple conducta “natural” oscurecen la verdad; componemos un papel como un sistema de signos que demuestran lo que enmascara la visión común: la dialéctica de la conducta humana. En un momento de choque psíquico, de terror, de peligro mortal o de gozo enorme, un hombre no se comporta “naturalmente”. Un hombre que se encuentra en un estado elevado de espíritu utiliza signos rítmicamente articulados, empieza a bailar, a cantar.

Un signo, no un gesto común, es el elemento esencial de expresión para nosotros.

En términos de técnica formal, no trabajamos con una proliferación de signos, o por acumulación (como en los ensayos formales del teatro oriental). Más bien sustraemos, tratando de destilar los signos, eliminando de ellos los elementos de conducta “natural” que oscurecen el impulso puro.

Otra técnica que ilumina la estructura escondida de los signos es la contradicción (entre el gesto y la voz, la voz y la palabra, la palabra y el pensamiento, la voluntad y la acción, etc.); aquí también seguimos la vía negativa.

Es difícil precisar cuáles son los elementos de nuestra producción que resultan de un programa conscientemente formulado y los que se derivan de la estructura de nuestra imaginación. A menudo se me pregunta si ciertos “efectos medievales” indican un regreso intencional a “raíces rituales”. No es posible contestar con una sola respuesta. En el momento actual de nuestra intención artística, el problema de las “raíces” míticas de la situación humana elemental tiene un significado definitivo. Con todo, no se trata del producto de una “filosofía del arte”, sino del descubrimiento práctico y del uso de las reglas teatrales. Es decir, las producciones no surgen de postulados estéticos a priori; más bien, como dice Sartre, ”toda técnica conduce a una metafísica”.

Durante varios años vacilé entre los impulsos nacidos de la práctica y la aplicación de principios a priori, sin advertir la contradicción. Mi amigo y colega Ludwik Flaszen fue el primero en señalar esta confusión dentro de mi obra: el material y las técnicas que surgen espontáneamente de la naturaleza misma de la obra cuando se prepara la producción eran reveladores y prometían mucho, pero lo que yo consideraba la aplicación de suposiciones técnicas era más la revelación de simples funciones de mí personalidad que de mi intelecto. Desde 1960 me ha preocupado la metodología. A través de la experiencia práctica he tratado de contestar las preguntas que me he planteado. ¿Qué es el teatro? ¿Por qué es único? ¿Qué puede hacer que la televisión y e! cine no pueden? Dos concepciones concretas se cristalizaron: el teatro pobre y la representación como un acto de transgresión.

Eliminando gradualmente lo que se demostraba como superfluo, encontramos que el teatro puede existir sin maquillaje, sin vestuarios especiales, sin escenografía, sin un espacio separado para la representación (escenario), sin iluminación, sin efectos de sonido, etc. No puede existir sin la relación actor-espectador, en la que se establece la comunión perceptual, directa y “viva”. Ésta es una antigua verdad teórica, por supuesto, pero cuando se prueba rigurosamente en la práctica, corroe la mayor parte de nuestras ideas habituales sobre el teatro. Desafía la noción de teatro como una síntesis de disciplinas creativas diversas; literatura, escultura, pintura, arquitectura, iluminación, actuación (bajo la dirección de un metteur en scene). Este “teatro sintético” es el teatro contemporáneo que de inmediato intitulamos el “teatro rico”: rico en defectos. El teatro rico depende de la cleptomanía artística; se obtiene de otras disciplinas, se logra construyendo espectáculos híbridos, conglomerados sin médula o integridad, y presentados como obras artísticas orgánicas. Al multiplicar elementos asimilados, el teatro rico trata de romper el círculo vicioso que le crean el cine y la televisión. Puesto que el cine y la televisión descuellan en el área de los funcionamientos mecánicos (montaje, cambios instantáneos de localización, etc.), el teatro rico apelaba vocingleramente a los recursos compensatorios para lograr un “teatro total”. La integración de mecanismos prestados (pantallas de cine en el escenario, por ejemplo) plantea una técnica sofisticada que permite gran movilidad y dinamismo. Y si el escenario y el auditorio son móviles, se logran cambios de perspectiva constantes. Todo esto es absurdo. No importa cuánto desarrolle y explote el teatro sus posibilidades mecánicas, siempre será técnicamente inferior al cine y a la televisión. Consecuentemente elegí la pobreza en el teatro.

Hemos prescindido de la planta tradicional escenario-público; para cada producción hemos creado un nuevo espacio para actores y espectadores. Así se logra una variedad infinita de relaciones entre el público y lo representado; los actores pueden actuar entre los espectadores, poniéndose en contacto directo con el público y dándole un papel pasivo en el drama (como ejemplo tendríamos mis producciones del Caín de Byron y el Sakuntaía de Kalidasa); o los actores pueden construir estructuras entre los espectadores e incluirlos de esta forma en la arquitectura de la acción, sujetándolos a un sentimiento de presión, congestión y limitación de espacio (como en la Akropolis de Wyspianski); o los actores pueden actuar entre los espectadores e ignorarlos, mirando a través de ellos. Los espectadores pueden estar separados de los actores, por ejemplo mediante un alto corral del que sólo sobresalgan sus cabezas (El príncipe constante de Calderón). Desde esta perspectiva inclinada miran a los actores como si estuvieran mirando a unos animales desde el ring, o como estudiantes de medicina contemplando una operación (además, esta perspectiva distanciada y hacia abajo ofrece a la acción un sentido de transgresión moral); o el salón entero es utilizado como un lugar concreto: la “última cena” de Fausto, en un refectorio de un monasterio, donde Fausto agasaja a los espectadores, los huéspedes de una fiesta barroca servida en enormes mesas, al tiempo que les ofrece episodios de su vida.

La eliminación de la dicotomía escenario/auditorio no es lo más importante; solamente crea una situación desnuda de laboratorio, un área apropiada para la investigación. El interés fundamental es encontrar la relación apropiada entre el actor y el espectador en cada tipo de representación y cumplir la decisión mediante arreglos concretos. Abandonamos los efectos de luces y esto nos reveló una gran escala de posibilidades para que el actor usase recursos luminosos estacionarios trabajando deliberadamente con sombras, lugares brillantes, etc. Es particularmente significativo comprobar que una vez que el espectador se ha colocado en una zona iluminada, o en otras palabras, una vez que se ha hecho visible, también empieza a tener un papel en la representación. Además se descubrió otro hecho: los actores, como figuras de pinturas de El Greco, pueden “iluminar” mediante técnicas personales y convertirse en una fuente de “iluminación artificial”. Abandonamos el maquillaje, las narices postizas, los estómagos abultados falsamente, todo aquello que el actor utiliza en su camerino antes de salir al campo visible para el espectador. Advertimos que era un acto de maestría para el actor cambiar de tipo, de carácter, de silueta (mientras el público contempla) de una manera pobre, usando sólo su cuerpo y su oficio. La composición de expresión facial fija, utilizando los músculos: del actor y sus propios impulsos, logra el efecto de una transubstanciación terriblemente teatral, mientras que el maquillaje del artista es sólo un artificio, una especie de truco. De la misma manera, un traje sin valor autónomo, que existe sólo en conexión con un carácter particular y sus actividades, puede transformarse ante la concurrencia, contrastándolo con las funciones del actor. La eliminación de los elementos plásticos que tienen vida por sí mismos (representan algo independiente de las actividades del actor) conducían a la creación por el actor de los más obvios y elementales objetos. El actor transforma, mediante el uso controlado de sus gestos, el piso en mar, una mesa en un confesionario, un objeto de hierro en un compañero animado, etc. La eliminación de la música (viva o grabada) que no haya sido producida por los mismos actores permite a la representación misma convertirse en música mediante la orquestación de las voces y el golpeteo de los objetos.

Sabemos que el texto per se no es teatro, que se vuelve teatro por la utilización que de él hacen los actores, es decir, gracias a las entonaciones, a las asociaciones de sonidos, a la musicalidad del lenguaje.

La aceptación de la pobreza en el teatro, despojado de todo aquello que no le es esencial, nos reveló no sólo el meollo de ese arte sino la riqueza escondida en la naturaleza misma de la forma artística.

Y ahora sobre el espectáculo como un acto de transgresión. ¿Por qué nos interesa el arte? Para cruzar nuestras fronteras, sobrepasar nuestras limitaciones, colmar nuestro vacío, colmarnos a nosotros mismos. No es una condición, es un proceso en el que lo oscuro dentro de nosotros se vuelve de pronto transparente. En esta lucha con la verdad íntima de cada uno, en este esfuerzo por desenmascarar el disfraz vital, el teatro, con su perceptividad carnal, siempre me ha parecido un lugar de provocación. Es capaz de desafiarse a sí mismo y a su público, violando estereotipos de visión, juicio y sentimiento; sacando más porque es el reflejo del hálito, cuerpo e impulsos internos del organismo humano. Este desafío al tabú, esta transgresión, proporciona el choque que arranca la máscara y que nos permite ofrecernos desnudos a algo imposible de definir pero que contiene a la vez a Eros y a Carites.

Como director, me he visto tentado a utilizar situaciones arcaicas que la tradición santifica, situaciones (dentro de los reinos de la tradición y religión) que son tabú. He sentido la necesidad de enfrentarme a esos valores. Me fascinaban y me llenaban de una sensación de desasosiego interior, al tiempo que obedecía a un llamado de blasfemia. Quería atacarlos, trascenderlos o confrontarlos con mi propia experiencia, que a la vez está determinada por la experiencia colectiva de nuestro tiempo. Este elemento de nuestras producciones ha sido intitulado de muy diversas formas; “encuentro con las raíces”, “la dialéctica de la burla y la apoteosis” o hasta “religión expresada a través de la blasfemia; el amor que se manifiesta a través del odio”. Tan pronto como mí percepción práctica se convirtió en percepción consciente y cuando el experimento nos condujo al método, me vi obligado a echar un vistazo nuevo a la historia del teatro, en relación con otras ramas del saber, especialmente la psicología y la antropología cultural. Tuve que revisar racionalmente el problema del mito. Entonces advertí con claridad que el mito era a la vez una situación prístina y un modelo complejo con existencia independiente en la psicología de los grupos sociales, y que inspira tendencias y conductas de grupo.

Cuando todavía formaba parte de la religión, el teatro era ya teatro: liberaba la energía espiritual de la congregación o de la tribu, incorporando el mito y profanándolo, o más bien trascendiéndolo. El espectador recogía una nueva percepción de su verdad personal en la verdad del mito y mediante el terror y el sentimiento de lo sagrado llegaba a la catarsis. No es una casualidad que la Edad Media haya producido la idea de “parodia sagrada”.

La situación actual es muy diferente, sin embargo. En la medida en que los grupos sociales se definen cada vez menos por la religión, las formas tradicionales del mito cambian, están desapareciendo y reencarnándose. Los espectadores están cada vez más individualizados en su relación con el mito, como verdad de la corporación o modelo de grupo, y creer es a menudo un problema de convicción intelectual. Esto quiere decir que es más difícil decidir cuál es el tipo de choque que se necesita para llegar a las profundidades psíquicas que ocultan la máscara vital.

La identificación del grupo con el mito -la ecuación de la verdad individual personal con la verdad universal- es virtualmente imposible hoy en día, ¿Qué puede hacerse? Primero, la confrontación con el mito más que la identificación con él. En otras palabras, a la vez que se retiene nuestra experiencia privada, podemos tratar de encarnar el mito, asumiendo su piel que ya no nos contiene para percibir la relatividad de nuestros problemas, su conexión con las “raíces” y la relatividad de las “raíces” a la luz de la experiencia actual. Si la situación es brutal, si nos despojamos y tocamos las capas más extraordinariamente íntimas, exponiéndolas, la máscara vital se quiebra y desaparece. Segundo, aunque se haya perdido “un cielo común” de creencias y hayan desaparecido los límites inexpugnables, la percepción del organismo humano permanece. Sólo el mito -encarnado en el hecho de la existencia del actor, de su organismo vivo- puede funcionar como un tabú. La violación del organismo vivo, la exposición llevada a sus excesos más descarnados, nos devuelve a una situación mítica concreta, una experiencia de la verdad humana común.

No es posible citar de nuevo con precisión las fuentes racionales de nuestra terminología. A menudo se me habla de Artaud cuando menciono la “crueldad”, aunque sus teorías estaban formuladas sobre premisas diferentes e iban en otra dirección. Artaud fue un visionario extraordinario, pero sus escritos tienen poca significación metodológica porque no son producto de investigaciones practicadas a largo término. Son una profecía impresionante, no un programa. Cuando hablo de “raíces” o de “alma mítica” se me pregunta sobre Nietzsche; si me refiero a la “imaginación de grupo”, aparece Durkheim; si hablo de “arquetipos”, le toca el turno a Jung; pero mis formulaciones no se derivan de las disciplinas humanísticas aunque pueda utilizarlas para un análisis. Cuando hablo de la expresión de signos de un actor, se me pregunta acerca del teatro oriental, particularmente del teatro chino clásico, y en especial cuando se sabe que estudié allí; pero los signos jeroglíficos del teatro oriental son inflexibles, como un alfabeto, mientras que los signos que nosotros usamos son las formas medulares de la acción humana, la cristalización de un papel, la articulación de la fisiología y la psicología particular del actor.

No pretendo que todo lo que hacemos sea completamente nuevo, estamos destinados consciente o inconscientemente a tener una influencia de las tradiciones, de la ciencia y el arte, aun de las supersticiones y presentimientos peculiares a la civilización que nos ha moldeado, tal como respiramos el aire del continente particular que nos ha dado vida. Todo esto influye en nuestra tarea, aunque a veces podamos negarlo. Hasta cuando llegamos a ciertas fórmulas teóricas y comparamos nuestras ideas con las de algunos predecesores que ya mencioné, nos vemos obligados a realizar ciertas correcciones retrospectivas que en sí mismas permiten ver más claramente las posibilidades que se abren ante nosotros.

Cuando enfrentamos la tradición general de la Gran Reforma que en el teatro han realizado Stanislavski y Dullin hasta Meyerhold y Artaud, nos damos cuenta de que no hemos empezado de la nada sino que estamos operando en una atmósfera especial y definida; cuando nuestra investigación revela y confirma algunas de las intuiciones rápidas que tenemos, nos llenamos de humildad, nos damos cuenta de que el teatro tiene ciertas leyes objetivas y que la realización es posible sólo dentro de ellas, o como lo expresó Thomas Mann: “dentro de cierto tipo de alta obediencia”, a la que debemos otorgar nuestra “atención dignificada”. Mantengo una posición peculiar de liderato en el Teatro Laboratorio. No soy simplemente el director, el productor o el “instructor espiritual”. En primer tugar mi relación con la obra no es ni unilateral ni didáctica. Si mis sugerencias se reflejan en las composiciones espaciales de nuestro arquitecto Gurawski, debe entenderse que mi visión se ha formado durante años de colaboración con él.

Hay algo incomparablemente íntimo y productivo en el trabajo que realizo con el actor que se me ha confiado. Debe ser cuidadoso, confiado y libre, porque nuestra labor significa explorar sus posibilidades hasta el máximo; su crecimiento se logra por observación, sorpresa y deseo de ayudar; el conocimiento se proyecta hacia él, o más bien, se encuentra en él y nuestro crecimiento común se vuelve revelación. Ésta no es la instrucción que se le ofrece a un alumno, sino una apertura total hacia otra persona en la que el fenómeno de “nacimiento doble o compartido” se vuelve posible. El actor vuelve a nacer, no sólo como actor sino como hombre y con él yo vuelvo a nacer. Es una manera muy torpe de expresarlo pero lo que se logra es la total aceptación de un ser humano por otro.

Grotowski, Jerzi. “Hacia un teatro pobre”. Artículo publicado originalmente en Odra nº 9, Wroclaw, Polonia, 1965. [La imagen es del montaje original de la obra Akropolis.]

Los materiales de la actuación



Eugenio Barba
(1936)

La actuación trabaja y se constituye sobre tres tipos de relaciones: 

1. Entre lo visible y lo invisible.

Entre el diseño exterior y lo mental, incluyendo en este último concepto las imágenes personales del actor y las motivaciones utilizadas para ejecutar la acción. Es un trabajo del actor sobre sí mismo, desentendido de la relación con los otros compañeros y el público. En este nivel el actor opera sobre su propia energía realizando las partituras de movimientos entre dos polos: forma vs precisión.

2. Entre el actor y el espacio, el tiempo, los objetos, la música, el texto (en tanto que sonoridad a trabajar con la voz), los silencios, las luces, el vestuario y los compañeros de escena.

El actor trabaja su relación con lo otro que está en escena. Este plano de relaciones abarca la objetividad escénica y la textualidad (texto, hechos particulares de los personajes, historia en su totalidad) Es la relación que el actor entabla con otras realidades (objetos y sujetos) exteriores a su organismo psicofísico. El actor deberá realizar operaciones de transformación sobre estos objetos y sujetos, los que a su vez crearán tensiones y transformaciones en el propio actor.

La introducción de un accesorio en el espectáculo significa la presencia activa de un compañero (alguien/algo) que nos ayuda a reaccionar. Tengo que descubrir las vidas del objeto, sus múltiples utilizaciones, no sólo funcionales sobre la base del objeto mismo, sino sugestiones, invenciones, encarnaciones sorprendentes. ¿Cuál es su columna vertebral? ¿Cómo trabaja? ¿Puede marchar, bailar, volar, deslizarse? ¿Y su dinamismo? ¿Es veloz? ¿Puede hacerse lento? ¿Es pesado? ¿Puede volverse ligero? ¿Qué asociaciones nuevas puede despertar? ¿Cómo lo puedo manipular siguiendo la lógica de esas asociaciones? El objeto tiene voz. ¿Cómo hacer surgir sus potencialidades sonoras, cómo estructurarlas en melodías, en acentos que subrayen las acciones? (1)

Si le permitimos al objeto descubrir su libertad, su emancipación frente a nuestro control, obligamos a nuestro cuerpo/mente a estar totalmente presente, listo para reaccionar frente a las tareas más sencillas. No intentamos expresar algo. Intentamos sólo ejecutar, estar en la acción con toda nuestra presencia (2).

El actor deberá entonces enmarcar la objetividad (lo otro que está en escena) en esquemas ficcionales, en contextos narrativos o descriptivos, en los cuales actuará transformando esa objetividad y transformándose. La tarea del actor en este segundo nivel de relaciones no es sólo energética, sino esencialmente lingüística. Si el primer nivel es el dominio del cuerpo, este segundo nivel es el dominio del lenguaje.

Cuerpo y lenguaje son las dos riberas firmes que encauzan el fluir cálido y evasivo de la sangre de la actuación escénica (3).

Coincidimos con José Luis Valenzuela en que esa palabra, ese lenguaje es siempre del otro entendido como ese sistema de convenciones significantes que se nos impone y que regula la construcción de nuestro decir inteligible (4).

3. Entre el actor y su público.

El tercer nivel es el de la totalidad, es el tejido que revela patrones, matices, colores, dibujos; es la mina de la cual cada espectador va a extraer los significados. Es el nivel en el cual hay una elaboración precisa por parte del bailarín/actor para crear imágenes, asociaciones en el espectador, para dirigir su (a)tens(c)ión hacia perspectivas inusuales o inesperadas (5).

Es en este nivel donde aparece la significación y donde el actor seduce al espectador, lo hace reaccionar, lo induce a pensar, se transforma en la causa de su deseo.


Cenestesia (del griego koiné, común y áisthesis, sensación), etimológicamente significa sensación o percepción del movimiento. Son las sensaciones que se trasmiten continuamente desde todos los puntos del cuerpo al centro nervioso de las aferencias sensorias. Abarca dos tipos de sensibilidad: la sensibilidad propiamente visceral (interoceptiva) y la sensibilidad propioceptiva o postural, cuyo asiento periférico está situado en las articulaciones y los músculos (fuentes de sensaciones kinestésicas) y cuya función consiste en regular el equilibrio y las sinergias (las acciones voluntarias coordinadas) necesarias para llevar a cabo cualquier desplazamiento del cuerpo.

Notas

(1) Barba, Eugenio. Caballo de plata, Edición especial de Revista Escénica, México, UNAM,1986, p. 20.
(2) Valenzuela, José Luis. Antropología teatral y Acciones Físicas. Notas para un entrenamiento del actor. Bs As, Instituto Nacional del Teatro, 2000, p. 122.
(3) Valenzuela, José Luis. Antropología Teatral y Acciones Físicas. Notas para un entrenamiento del actor. Bs As, Instituto Nacional del Teatro, 2000, p. 122.
(4) Barba, Eugenio. Caballo de plata, Edición especial de Revista Escénica, Méxixo, UNAM, 1986, p. 120.
(5) Barba, Eugenio. Caballo de plata, Edición especial de Revista Escénica, México, UNAM, 1986, p. 13.
(6) Bernard, Michel. El cuerpo, Ediciónes Paidós.

Ornato del personaje


Constantin Stanislavski
(1863-1938)

1. Maquillaje

Una caraterística del maquillaje le dio una expresión viva y cómica a mi cara y algo se transformó repentinamente en mí. Todo lo que había sido opaco se volvió claro, todo lo que era infundado halló de pronto suelo bajo sus pies, todo en lo que no creía encontró de improviso mi confianza... Algo maduró en mi interior, llenándose poco a poco de vida que estaba en capullo. Y ahora, al fin, floreció... Un toque accidental del pincel del maquillaje en mi cara sirvió para abrir la flor del papel...

Todo actor debe tener una actitud de gran respeto, afecto y atención hacia su maquillaje. Éste no debe ser aplicado en forma mecánica, sino, por decirlo así, con sicología, mientras uno medita en el alma y la vida de su papel. Entonces, la arruga más leve adquirirá su base interna, de algo de la vida que lo produjo.

Mi vida en el arte, 1924.

2. Vestuario y accesorios

Cuando usted ha creado aunque sea un papel, sabe cuán necesarios son para un actor la peluca, la barba, el traje y los accesorios, para la creación de una imagen... Únicamente el que ha viajado por el difícil sendero de lograr una forma física para el personaje que va a interpretar... puede comprender el significado de cada detalle... de maquillaque y accesorios... Un traje o un objeto apropiado a una figura escénica, cesa de ser una simple cosa material, adquiere una especie de santidad para un actor.

Un actor famoso... decía que cuando tenía que actuar con uno de sus trajes ordinarios, se lo quitaba al llegar al teatro y lo colgaba... Cuando tenía aplicado el maquillaje y era el momento de su entrada, volvía a ponérselo... Pero ya no era un traje común, se encontraba convertido en el manto externo del personaje que estaba interpretando... Éste es un importante momento sicológico... y usted puede distinguir a un artista verdadero por sus actitudes hacia su vestuario y accesorios.

Un actor debe saber cómo ponerse y portar un traje... [debe conocer] las costumbres y modales de las épocas, las formas de saludar a la gente, el uso de un abanico, de una espada, bastón, sombrero, de un pañuelo... Sólo puede hacer todo esto cuando se siente en su papel y siente a su papel en sí mismo.

Recopilación de Artículos, Discursos, Conversaciones, Cartas, 1956.


[Fotografía: Constantin Stanislavski en la obra Mirandolina (La Locandiera) de Carlo Goldoni en 1898.]

Apuntes sobre la dramaturgia


Eugenio Barba
(1936)

Llamamos dramaturgia a una sucesión de acontecimientos basados en una técnica que apunta a proporcionar a cada acción una peripecia, un cambio de dirección y tensión.

La dramaturgia no está ligada únicamente a la literatura dramática, ni se refiere sólo a las palabras o a la trama narrativa. Existe también una dramaturgia orgánica o dinámica, que orquesta los ritmos y dinamismos que afectan al espectador a nivel nervioso, sensorial y sensual. De este modo se puede hablar de dramaturgia también para aquellas formas de espectáculo (ya sean llamadas danza, mimo o teatro) que no están atadas a la representación ni a la interpretación de historias.

Existe entonces una dramaturgia narrativa que enlaza los acontecimientos y los personajes y orienta a los espectadores sobre el sentido de lo que están viendo. Esto puede también unir formas y figuras que no cuentan historias pero que van devanando variaciones de imágenes.

Y existe una dramaturgia orgánica o dinámica que apela a un nivel diferente de percepción del espectador, es decir su sentido cenestésico* y su sistema nervioso.

En realidad, cada escena, cada secuencia, cada fragmento del espectáculo posee una dramaturgia propia. La dramaturgia es una manera de pensar. Es una técnica que nos permite organizar los materiales para poder construir, develar y entrelazar relaciones. Es el proceso que nos permite transformar un conjunto de fragmentos en un único organismo en el cual los diferentes trozos no se pueden ya distinguir como objetos o individuos separados.

Podemos hablar de una dramaturgia global del espectáculo y una dramaturgia para cada actor, una dramaturgia para el director y una para el autor. Incluso podemos mencionar una dramaturgia para el espectador, que consiste en el modo en que cada espectador vincula lo que ve en el espectáculo a lo que pertenece a su propia experiencia y lo llena con sus propias reacciones emotivas e intelectuales.

La dramaturgia crea coherencia. La coherencia no significa necesariamente claridad. Es la complejidad que anima una estructura y permite al espectador llenarla con su propia imaginación e ideas.

Técnicas originales del actor


Jerzy Grotowski
(1933-1999)

Les hablaré de lo que me interesa.

Lo que me interesa es de la relación con la que me ocupo en la práctica, y de lo que me ocupo prácticamente desde hace algunos años es de un programa que se llama Teatro de los orígenes. Algunas veces les hablaré de ciertas experiencias directas con este trabajo, pero por lo general me referiré a este tema así como a una serie de analogías, para poder analizar su posibilidad práctica.

Y bien, se puede incluso decir que me referiré a las técnicas originales del teatro, las cuales mencionaré a continuación. Por una parte sí, cuando se trata sobre todo de un cierto tipo de teatro o de un cierto tipo de actor, pero muchas veces no es así, especialmente si se considera el teatro en el sentido occidental del término. Es decir, como una creación audiovisual, vista desde el exterior o fuera del actor.

Se sabe que existen muchas otras formas a menudo llamadas “teatro tradicional”, aunque bastante diferentes de la noción europea de teatro, con lo cual hay muchas confusiones.

Ante todo, el teatro europeo no es homogéneo, por ejemplo, en culturas extremadamente sofisticadas como en India, se presentan disociaciones entre el rito y el teatro, en cambio, en otras culturas como la africana o la haitiana, que de cierta forma es de origen africano, esta disociación entre el ritual y las formas teatrales es difícil de encontrar. Por ejemplo, el rito vudú es frecuentemente considerado por los europeos como teatro tradicional, en cambio, para las personas ligadas a él, se trata de un ritual –dicho de manera más delicada– a pesar de que surjan muchos elementos de teatralización.

Por lo tanto, en realidad hablaré de lo que yo llamo “las técnicas de los orígenes”, es decir, aquellas que aplica el hombre a sí mismo, y es ahí donde surge el problema, por ejemplo, entre lo que es un proceso orgánico y un proceso artificial.

En el proceso artificial puede incluso existir una cierta organicidad. En el teatro Kathakali de India tenemos una técnica artificial basada en un sistema muy preciso de señales o signos. En Europa la analogía sería la pantomima altamente evolucionada, como en las acciones del “bip” o el personaje de Marcel Marceau, donde existe todo un alfabeto de signos aplicados en diversos órdenes según las distintas representaciones: digamos que los signos o formas de caminar subiendo las escaleras son típicos de la técnica artificial –sin ninguna connotación negativa del término. Valdría la pena recordar que la palabra “arte” también está ligada etimológicamente con la palabra “artificial”. Las técnicas artificiales son aquellas basadas en los sistemas de señales o signos que se repiten, sólo que en orden diverso. También el proceso orgánico está presente en los grandes maestros de la técnica artificial. Es como si fuera un cierto estado de concentración o, mejor dicho, como un proceso de concentración, una especie de salto que transporta al hombre, un fenómeno energético así como una especie de improvisación interna escondida, basada en el principio de la decisión.

Incluso se podría decir que en lugar de un pequeño signo cualquiera, se hace otro pequeño signo que perecería ser una cosa mínima pero que es fundamental.

En las técnicas orgánicas que vemos como un proceso de la vida del hombre, también existe un aspecto artificial que consiste en las articulaciones; tomemos el caso de un actor realista que trabaja según la técnica de Stanislavski: todo lo que hace son acciones según la prescripción de dicho método. Lo que debo crear es la línea de la vida, es decir, lo que Stanislavski ha llamado “el proceso orgánico”, en el cual debe de existir un orden de articulaciones para cada acción física (para Stanislavski cada acción era al mismo tiempo una acción física), pero también existe la escenografía en la que todo aquello que no parece ser realmente necesario viene eliminado, y las secuencias de la caracterización –ya orgánica de por sí– se organizan en consecuencia. Es como si se hiciera una escenografía en el cine, sólo que no se trata de una película en este caso, sino de un proceso orgánico del hombre, el cual resulta ser muy difícil: en parte porque durante el período de pruebas en que se hace la escenografía fácilmente podría eliminarse dicho proceso orgánico.

Sólo quiero subrayar que en el proceso orgánico existen aspectos del signo tanto en la articulación como en la escenografía, y que en las técnicas artificiales y las técnicas de signos también existe el aspecto de la organicidad en forma de salto, concentración de la energía y decisión.

Por lo tanto, utilizar esta distinción es algo relativo: más aún si tomamos el rito como el vudú. El rito del vudú es extremadamente orgánico y más cuando se lleva a cabo realmente. Todo lo que ve un europeo en Haití no es el verdadero vudú, digamos que es una imitación puesta en escena para el extranjero, el turista. En el verdadero rito vudú existe dicho aspecto orgánico de forma extremadamente potente, pero también existe el aspecto de la artificialidad y el de los signos. Esto es muy distinto del teatro europeo. La artificialidad existe incluso desde el inicio del vudú, es decir, antes del principio de la sesión, con todas las reglas del juego bien conocidas por toda la comunidad, así como lo es también de antemano la organización de los acontecimientos. Esto hace que exista todo un sistema minuciosamente preciso y consciente de signos de parte de todos los participantes.

Es bastante divertido ver cómo los occidentales no lo entienden así. Si acaso son testigos de una sesión de vudú, muchos de los elementos artificiales que son codificados los consideran como procesos espontáneos, siendo éste el error principal de los europeos en cualquier lugar. Para los europeos, los ritos primordiales son simplemente un desencadenamiento, y los quieren imitar improvisando, lanzando sencillamente una serie de gritos horripilantes, se tiran al suelo, brincan y “muestran” estar poseídos.

La diferencia es que, en los ritos primordiales, todo esto se encuentra perfectamente bien codificado y conocido por todos los participantes antes de dar principio. De hecho, empiezan a conocerlo desde pequeños; se dice que los que hacen vudú golpean los tambores de una forma extremadamente libre, pero lo cierto es que existe una serie de sistemas de distintas escuelas para tocar el tambor, se aplican diferentes ritmos o modos diversos de tocarlo según los distintos ritos, dominando así de manera bien precisa el toque de dicho instrumento. Esto se hace más evidente cuando se observa a niños de cuatro o cinco años de edad que comienzan a tocar el tambor, tan bien entrenados que al mismo tiempo dan la impresión de ser libres y espontáneos, pero disciplinados. Ya que no existen escuelas de vudú en sentido universitario, o como escuelas de arte, etcétera, entonces se dice que son niños dotados, o que son distintos de nosotros, cuando lo que en realidad sucede es que se ejercitan por diez para lograrlo.

Por otra parte, también existen en el ritual los aspectos de los signos y la artificialidad a pesar de todo lo que para los europeos significa el trance, ya que hay una articulación admitida tradicionalmente. Digamos que hay personas que caen en un estado de posesión, poseídas por un dios, por un “misterio preciso”, sólo que son poseídas según ciertas reglas y un cierto misterio que hace siempre las cosas bien precisas. Un cierto misterio fuma un cigarro de cierta manera, tiene las piernas puestas de manera perfectamente definida. En realidad, en cada detalle el tipo de movimiento es estrictamente preciso, por lo tanto existe una articulación clarísima.

¿Las personas aplican conscientemente estas articulaciones? Depende. Antes que nada, digamos que existen diversos niveles de la llamada posesión. Muchas veces hay algo justo entre los límites de la demostración y el proceso, la llamada posesión en un sentido mucho más profundo. Lo que sí está fuera de duda es que quien es poseído conoce las formas primarias del misterio, no conscientemente pero las conoce. Me han relatado que hay otras cosas pero yo no las he visto. Por ejemplo, el caso de alguien poseído por un misterio nunca antes visto ni oído. Incluso el caso de un europeo que llegó por primera vez, sin haber estudiado, y fue poseído según la forma articulada tradicional. Si es cierto o es mentira no lo sé, de cualquier modo, así fuera verdad, él no lo supo aunque lo haya articulado. En tal caso podemos decir que fue articulado por el misterio y no por él mismo. Como quiera que haya sido, fue articulado, y en este nivel existe de hecho una articulación.

Por otra parte, existen las posesiones realizadas por los grandes maestros, los grandes sacerdotes del vudú.

En gran parte, el sacerdote no es poseído sino que al mismo tiempo vigila lo que sucede y es él mismo quien invita al misterio según un cierto orden definido. Por ejemplo, el misterio llamado “Legba” siempre debe ser invitado para abrir la puerta a otros misterios cantando así: “para Legba abre la puerta”. En todo esto hay un cierto orden y el sacerdote controla el trance de los poseídos, pero al mismo tiempo controla todas las condiciones necesarias que lo rindan posible. Hay sacerdotes considerados extremadamente poderosos que en un cierto momento, incluso fuera del ritual, son poseídos, presa del misterio. Yo conozco a un viejo así, que juega con un doble sentido, como bajo un equívoco: por un lado hace aparecer la sugestión de no estar consciente de lo que sucede, pero por el otro está perfectamente consciente de ello, y cuando se habla con él lo confirma hasta un cierto punto. Confirma que está consciente, como si fuera una visita, que “eso” llega muchas veces sin ser invitado, pero he notado que siempre sucede en un momento que le es útil, y después “eso” pasa, o él lo resiste o bien termina y da principio otro misterio dando señales del pasaje de un misterio a otro.

Por ejemplo, en una acción que llama “el paso maiético” (que significa magnético), en el momento en que el misterio termina su acción, muchas veces toca a otra persona, que a la llegada del mismo es rechazada; es muy natural, da la impresión de una cosa verdaderamente natural aunque sea sorprendente: en realidad lo que sucede es que el segundo misterio aún no ha sido presentado a la otra persona.

Normalmente, en Haití las personas que dicen estar poseídas, si la posesión es profunda, no guardan memoria del hecho, es decir, dicen que no lo recuerdan. Y ¿cómo puedo saber que no lo recuerdan? Realizando varias pruebas con ellas para descubrirlo, pero no caen en el juego, como si de verdad no lo recordaran.

Por propio convencimiento he llegado a la conclusión de que no lo recuerdan, sin querer decir con esto que quede completamente cancelado de la memoria: es casi como si estuvieran completamente borrachos y continuaran funcionando, haciendo discursos, escándalo, haciendo acciones muchas veces bastante precisas, sólo que después no recuerdan, o recuerdan algo fluctuante. Pero también existe el fenómeno de la amnesia, que es muy similar, sin querer decir con esto que el mecanismo sea el mismo, es decir, que el problema de la memoria es parecido, y supongo que existe otra similitud de orden psicológico posiblemente ligado con la tristeza.

Es muy característico que ciertas personas caigan, por así decirlo, en una posesión alcohólica y luego presenten un fenómeno de amnesia cuando están profundamente tristes, como si fuera un estado de extravío o de desesperación. En el momento de este viaje sucede a menudo precisamente lo contrario, mucha alegría; sin embargo, existe este otro aspecto de algo que debiera olvidarse. Esto me parece ser análogo sólo que a nivel colectivo, no individual.

¿Por qué sucede en las formas de vudú más arcaicas y no en Haití, como por ejemplo en Ife, en Nigeria, donde el que cae en posesión recuerda todo? Para los haitianos Ife es como la Meca para los islámicos; la noción del vudú en Ife es muy fuerte de principio, como para los cristianos es la Jerusalén celeste; y aún así existe esta diferencia.

No hay que olvidarse de que el vudú haitiano fue creado a través de los esclavos que fueron llevados de diversas partes de África, no sólo de los alrededores de Ife, y que han conservado en cierta medida su identidad a través de las sesiones de vudú. Evidentemente, se ha obtenido una síntesis de este ritual de diversos ritos africanos, incluso han penetrado elementos del cristianismo, aunque menos de lo que se piensa; aún así existen relaciones entre ellos.

Las sesiones de vudú para la gente que las ha practicado durante dos siglos, fueron la respuesta a una desgracia. Incluso hoy en Haití la vida no es fácil ni dulce para quienes consideran el mundo como una cruel realidad, como un campo de batalla de fuerzas que no siempre han sido de justicia. Muchas de las personas que se involucran profundamente en el vudú son personas que se sienten profundamente amenazadas y que de cierta forma buscan salvar al vudú. Otras se involucran justamente porque es una realidad de la vida, aunque ésta sea severa y difícil. Creo que existe una cierta relación entre esta severidad de la experiencia de vida de una comunidad y la amnesia.

No es una conexión fácil el hecho de olvidarse simplemente de la vida, sólo que hay otra conexión comparable únicamente con la de los europeos, cuando en una situación existencial muy triste llegan al fondo gracias al alcohol u otros medios.

Es muy característico, dentro de un contexto existencial verdaderamente difícil, o en un período de vida particularmente duro, que se vean más amnesias o vacíos de memoria. Naturalmente, no se puede analizar esto a nivel científico bajo ningún aspecto, pero supongo que la realidad de la vida comunitaria, o que el vudú se haya formado en Haití durante un período desafortunado, tiene algo que ver con el hecho de no recordar el estado de posesión profunda.

También se puede decir que en el caso del vudú de Ife, el clima psicológico es muy diverso: es como si estuviera inmerso en el sol, en la luz de un manantial, como si fuera algo luminoso y muy tolerable. Ife es uno de los lugares raros del mundo donde existe una absoluta tolerancia religiosa, por ejemplo entre los vuduistas y los islámicos.

Quisiera decir algo referente al trance y la posesión. Si estamos ligados a esta terminología, entonces estos dos fenómenos pueden existir en forma sana y malsana.

Sobre todo del trance se puede decir que es tal en relación con diversas cosas. Por ejemplo, en Europa a menudo se dice que el actor llevado por una fuerte emoción reacciona debido a un estado de trance. En el teatro moderno experimental, si el actor hace cosas muy violentas, como si estuviera ausente de espíritu, quiere decir que está en estado de trance.

Comencemos por el actor de teatro europeo: no sé qué es el trance, conozco varias teorías, unas completamente distintas de otras.

Una de las definiciones es que el trance es un estado de desconcentración psicológica, es decir, que el punto vigilante de la conciencia habitual abdica dejando que surjan los demás contenidos, por lo tanto, en este tipo de teoría el punto clave está en el hecho de la desconcentración total.


* Fragmento de la primera de tres partes compuestas en su totalidad por casi trescientas páginas. Este texto es la distribución del curso llevado a cabo en el Instituto de Teatro y del Espectáculo, Universidad de Roma, marzo-abril, 1981-1982.

[Traducción de Lily Portnoy Lan y Julio Gómez Hernández. Ilustración de Jerzy Grotowsky por Giorgio Baroni.]

La casa de Molière



Mario Vargas Llosa
(1936)

A fines de los años cincuenta, cuando vine a vivir a París, aunque uno fuera paupérrimo podía darse el lujo supremo de un buen teatro, por lo menos una vez por semana. La Comédie Française tenía las matinés escolares, no recuerdo si los martes o los jueves, y esas tardes representaba las obras clásicas de su repertorio. Las funciones se llenaban de chiquillos con sus profesores, y las entradas sobrantes se vendían al público muy baratas, al extremo que las del gallinero —desde donde se veía sólo las cabezas de los actores— costaban apenas 100 francos (pocos centavos de un euro de hoy). Las puestas en escena solían ser tradicionales y convencionales, pero era un gran placer escuchar el cadencioso francés de Corneille, Racine y Molière (sobre todo el de este último), y, también, muy divertido, en los entreactos, escuchar los comentarios y discusiones de los estudiantes sobre las obras que estaban viendo.

Desde entonces me acostumbré a venir regularmente a la Comédie Française y lo he seguido haciendo a lo largo de más de medio siglo, en todos mis viajes a París: Francia ha cambiado mucho en todo este tiempo, pero no en la perfecta dicción y entonación de estos comediantes que convierten en conciertos las representaciones de sus clásicos.

Vine también ahora y me encontré que la Gran Sala Richelieu estaba cerrada por trabajos en la cúpula que tomarán todavía más de un año. Para reemplazarla se ha construido en el patio del Palais Royal un auditorio provisional muy apropiadamente llamado el Théâtre Éphémère. El local es precario, el frío siberiano de estos días parisinos se cuela por los techos y rendijas y los acomodadores (nunca había visto algo semejante) nos reparten a los ateridos y heroicos espectadores unas gruesas mantas para protegernos del resfrío y la pulmonía. Pero todos esos inconvenientes se esfuman cuando se corre el telón, comienza el espectáculo y el genio y la lengua de Molière se adueñan de la noche.

Se representa Le Malade imaginaire, la última obra que escribió Jean-Baptiste Poquelin, que haría famoso el nombre de pluma de Molière, y en la que estaba actuando él mismo la infausta tarde del 17 de febrero de 1673, en el papel de Argan, el enfermo imaginario, víctima de lo que los fisiólogos de la época llamaban deliciosamente “la melancolía hipocondríaca”. Era la cuarta función y el teatro llamado entonces del Palais Royal estaba repleto de nobles y burgueses. A media representación el autoritario y delirante Argan tuvo un acceso de tos interminable que, sin duda, los presentes creyeron parte de la ficción teatral. Pero no, era una tos real, cruda, dura e inesperada. La función debió suspenderse y el actor, llevado de urgencia a su casa vecina con una vena reventada por la violencia del acceso, fallecería unas cuatro horas después. Había cumplido 51 y, como no tuvo tiempo de confesarse, los comediantes de la compañía formada y dirigida por él, junto con su viuda, debieron pedir una dispensa especial al arzobispo de París para que recibiera una sepultura cristiana.

Buena parte de esos 51 años de existencia se los pasó Molière viviendo no en la realidad cotidiana sino en la fantasía y haciendo viajar a sus contemporáneos —campesinos, artesanos, clérigos, burócratas, comerciantes, nobles— al sueño y la ilusión. Las milimétricas investigaciones sobre su vida de ejércitos de filólogos y biógrafos a lo largo de cuatro siglos arrojan casi exclusivamente las idas y venidas del actor J.B. Poquelin a lo largo de los años por todas las provincias de Francia, actuando en plazas públicas, patios, atrios, palacios, ferias, jardines, carpas, y, luego de su instalación en París, escribiendo, dirigiendo y encarnando a los personajes de obras suyas y ajenas de manera incesante. Y, cuando no lo hacía, contrayendo o pagando deudas de los teatros que alquilaba, compraba o vendía, de tal modo que, se puede decir, la vida de Molière consistió casi exclusivamente —además de casarse con una hija de su amante y producir de paso unos vástagos que solían morirse a poco de nacer— en vivir y difundir unas ficciones que eran unos espejos risueños y deformantes, y, a veces, luciferinamente críticos de la sociedad y las creencias y costumbres de su tiempo.

Llegó a ser muy famoso y considerado por unos y otros el más grande comediante de la época, insuperable en el dominio de la farsa y el humor, pero, detrás de la risa, la gracia y el ingenio que a todos seducían, sus obras provocaron a veces violentas reacciones de las autoridades civiles y eclesiásticas —el Tartufo fue prohibido por ambas en varias ocasiones— y el propio Luis XIV, que lo admiraba e invitó a su compañía a actuar en Versalles y en los palacios de París y alrededores ante la corte, y fue a menudo a aplaudirlo al teatro del Palais Royal, se vio obligado también en dos ocasiones a censurar las mismas obras que en privado había celebrado.

El enfermo imaginario no tiene la complejidad sociológica y moral del Tartufo, ni la chispeante sutileza de El Avaro, ni la fuerza dramática de Don Juan, pero entre el melodrama rocambolesco y la leve intriga amorosa hay una astuta meditación sobre la enfermedad y la muerte y la manera como ambas socavan la vida de las gentes.

Cuando escribió la obra, estaba de moda —él había contribuido a fomentarla— incorporar a las comedias números musicales y de danza —el propio Rey y los príncipes acostumbraban a acompañar a los bailarines en las coreografías— y la estructura original de El enfermo imaginario es la de una opereta, con coros y bailes que se entrelazan constantemente con la peripecia anecdótica. Pero en este excelente montaje del fallecido Claude Stratz, esas infiltraciones de música y ballet se han reducido, con buen criterio, a su mínima expresión.

Paso dos horas y media magníficas y, casi tanto como lo que ocurre en el escenario, me fascina el espectáculo que ofrecen los espectadores: su atención sostenida, sus carcajadas y sonrisas, el estado de trance de los niños a los que sus padres han traído consigo abrigados como osos, las ráfagas de aplausos que provocan ciertas réplicas. Una vez más compruebo, como en mis años mozos, que Molière está vivo y sus comedias tan frescas y actuales como si las acabara de escribir con su pluma de ganso en papel pergamino. El público las reconoce, se reconoce en sus situaciones, caricaturas y exageraciones, goza con sus gracias y con la vitalidad y belleza de su lengua.

Viene ocurriendo aquí hace más de cuatro siglos y ésa es una de las manifestaciones más flagrantes de lo que quiere decir la palabra civilización: un ritual compartido, en el que una pequeña colectividad, elevada espiritual, intelectual y emocionalmente por una vivencia común que anula momentáneamente todo lo que hay en ella de encono, miseria y violencia y exalta lo que alberga de generosidad, amplitud de visión y sentimiento, se trasciende a sí misma. Entre estas vivencias que hacen progresar de veras a la especie, ocupa un papel preponderante aquello a lo que Molière dedicó su vida entera: la ficción. Es decir, la creación imaginaria de mundos donde podemos refugiarnos cuando aquel en el que estamos sumidos nos resulta insoportable, mundos en los que transitoriamente somos mejores de lo que en verdad somos, mundos que son el mundo real y a la vez mundos soberanos y distintos, con sus leyes, sus ritmos, sus valores, su música, sus ideas, sostenidos por una conjunción milagrosa de la fantasía y la palabra.

Pocos creadores de su tiempo ayudaron tanto a los franceses, y luego al mundo entero, como el autor de El enfermo imaginario, a salir de los quebrantos, las infamias, la coyunda y las rutinas cotidianas y a transformar las amarguras y los rencores en alegría, esperanza, contento, a descubrir la solidaridad y la importancia de los rituales y las formas que desanimalizan al ser humano y lo vuelven menos carnicero. La historia, más que una lucha de religiones o de clases, ha opuesto siempre esos pequeños espacios de civilización a la barbarie circundante, en todas las culturas y las épocas y a todos los niveles de la escala social. Uno de esos pequeños espacios que nos defienden y nos salvan de ser arrollados del todo por la estupidez y la crueldad oceánicas que nos rodean es éste que creó Molière en el corazón de París y no hay palabras bastantes en el diccionario para agradecérselo como es debido.


Vargas Llosa, Mario. “La casa de Molière”. El País, España, 11 de febrero de 2012. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2012.

La vida como teatro


Mario Vargas Llosa
(1936)

El 21 de octubre de 1969, Willy Brandt fue elegido canciller de la República Federal de Alemania, el primer dirigente de la socialdemocracia (SPD) que llegaba al poder después de casi cuarenta años, gracias a una gran coalición de la que formaban parte, además de los socialistas, los demócrata-cristianos y el pequeño Partido Liberal. Durante cuatro años, el antiguo alcalde de Berlín, convertido en una figura mundial desde el bloqueo que la URSS impuso a la ex capital alemana, llevó a cabo una extraordinaria política de apertura a los países del Este -la Ostpolitik-, incluida la República Democrática Alemana, con la que firmó un tratado de cooperación, al igual que con la URSS.

La política de reconciliación de Brandt tuvo mucho de titánica, pues le exigió no sólo vencer las resistencias y temores de su país hacia la Unión Soviética y sus satélites, sino, al mismo tiempo, convencer a sus compatriotas de que se resignaran a la pérdida definitiva de casi la cuarta parte del territorio oriental alemán, del que habían sido expulsados unos ocho millones de alemanes. Pero el carisma, la habilidad y la inteligencia de Brandt lo consiguieron, a la vez que, en esos cuatro años, hacía verdaderos milagros para sobrevivir a las conspiraciones e intrigas de sus aliados y de sus propios compañeros de partido. Al final, la caída de Willy Brandt, en 1974, se consumó debido a un oscuro personaje, gordinflón, bromista y servicial, que acompañó al canciller como su sombra a lo largo de sus cuatro años en el poder.

Se llamaba Günter Guillaume y, en 1969, hacía ya trece años que había huido de Alemania Oriental, como muchos miles de sus conciudadanos, para refugiarse en la República Federal. Había trabajado como modesto empleado de una compañía de fotocopiados en Frankfurt y dedicado todo su tiempo libre a la socialdemocracia. Su dedicación al partido, al que profesaba una lealtad perruna, lo llevó a ofrecerse para los trabajos más monótonos e ingratos, con el entusiasmo y la paciencia de un converso. Al subir Willy Brandt al poder a alguien de su entorno se le ocurrió llamar a ese joven y laborioso militante y ponerlo en la secretaría del canciller, para que éste no perdiera contacto “con las bases del partido”.

En realidad, Günter Guillaume era un espía de Alemania Oriental, uno de los miles de agentes de la constelación de informantes que Markus Wolf (Mischa para sus subordinados), el cerebro de los servicios de inteligencia del Este, tenía filtrados por todas las estructuras de poder en la República Federal. El regordete, incansable trabajador e inconspicuo Guillaume, resultó su obra maestra. De pinche de oficina en la secretaría de Willy Brandt fue, gracias a su diligencia, discreción y eficiencia, escalando posiciones, al extremo de convertirse, en 1972, en el principal ayudante del canciller: manejaba su correspondencia, organizaba y lo acompañaba en sus viajes, hacía de valet y confesor y hasta de alcahuete en las distracciones extramaritales del gobernante. La relación fue tan cordial que Willy Brandt y su mujer, Rut, y Guillaume y su esposa, Christel (también espía, inyectada en el Ministerio de Defensa), pasaron juntos un mes de vacaciones, en Noruega, en un periodo en que los servicios de inteligencia de la República Federal habían comenzado ya a recelar del personaje en cuestión.

Cuando Guillaume y Christel fueron arrestados, aquél confesó de inmediato: “Soy un oficial de la República Democrática Alemana”. El escándalo remeció todo el país y provocó un terremoto político. Los enemigos de Willy Brandt en la SPD vieron llegada su oportunidad y le clavaron el puntillazo, ayudados, al parecer, nada menos que por el omnisciente y omnipotente Markus Wolf, quien puso en manos de los periódicos amarillos claves las fotos y los nombres de las aventuras galantes del canciller (obtenidos a través de Guillaume). La insostenible presión precipitó su renuncia. Günther Guillaume fue juzgado y sentenciado. A los seis años de cárcel, fue canjeado por 30 detenidos en Alemania Oriental. Luego de la caída del muro de Berlín y cuando estaba ya traspasado por el cáncer que lo mataría, escribió sus memorias, en las que habla con cariño y cierta admiración de su antiguo jefe y camarada, Willy Brandt.

¿A qué viene este pequeño resumen histórico? A que el dramaturgo inglés Michael Frayn, autor, entre otras obras de éxito, de la hilarante comedia Noises Off y de la fantasía político-histórica Copenhaguen, ha llevado al teatro esta extraordinaria aventura con una riqueza de detalles y un poder dramático tan persuasivo que la obra, Democracy, tiene al espectador, durante dos horas y media, sumido en una especie de hipnosis lúcida. Aunque sólo cuenta con un elenco de diez personajes, el montaje de Michael Blakemore se las arregla para que el escenario sea, a la vez, las atareadas y glaciales oficinas del Palacio Schaumburg, residencia de la cancillería en Bonn, los cafés y restaurantes donde una vez al mes se reunían puntualmente el espía y su jefe, un tal Arno Kretschmann -cuya verdadera identidad nunca fue descubierta-, una casa de campo en Noruega, el tren en marcha en el que Willy Brandt recorría el país haciendo campaña, y la tribuna desde la cual, en el Bundestag o en las plazas públicas, la oratoria del líder socialista electrizaba a partidarios y adversarios.

A diferencia de Brecht, el teatro de Frayn, aunque político, no es ideológico, no está concebido para dar lecciones, promover cierta visión específica de la moral y de la historia, sino para extraer de la realidad política vivida por ciertos individuos o sociedades, un conocimiento más profundo de la vida y la condición humana. En Democracy transpira, desde luego, una inevitable condena moral de aquel régimen que vendía al Occidente presos políticos para poder equilibrar su presupuesto (Alemania Occidental compró la libertad de 33 mil 755 prisioneros por unos tres billones y medio de marcos), pero esto es apenas un efecto lateral de una historia cuya objetivo principal se propone reconstituir, con ayuda de la imaginación y la técnica teatral, unas conductas y relaciones excepcionales que despliegan ante nuestros ojos la infinita complejidad y los sorprendentes alcances de la aventura humana.

El personaje principal de la obra no es el magnífico Willy Brandt, pese a su cálida personalidad y a sus generosos designios de crear una dinámica de reconciliación y coexistencia que fuera limando las aristas y odios de la guerra fría y atenuando los riesgos de una confrontación apocalíptica entre el Occidente y la URSS, aunque, no hay duda, Frayn ha conseguido recrearlo con gran sutileza, sin mitificarlo, por el contrario, equilibrando su talento y sus virtudes con su ingenuidad y sus debilidades, hasta trazar de él un retrato impregnado de humanidad. Pero la gran figura de la obra, la que queda sobrenadando en la memoria con una angustiosa fijeza, es Günter Guillaume. ¿Cómo puede la fe o el fanatismo convertir a un ser humano, a lo largo de todas las horas, meses y años de su vida, en un simulador? Es imposible explicarlo, pero la obra de Michael Frayn lo muestra, día a día, viviendo en la impostura, en todo lo que dice y hace y hasta seguramente cuando sueña. Su propio hogar es también una mentira. No se casó con Christel; lo casó el Partido o su súcubo, Markus Wolf, Mischa, su remoto jefe. Y cuando él y su mujer quisieron separarse, hartos de perpetrar esa farsa de años, se lo prohibieron porque no convenía a la misión. Ellos, obedientes, acataron las órdenes y aceptaron la vida como teatro.

Lo notable es que Guillaume no era un monstruo de frialdad, un fundamentalista sin alma. Parece haberse encariñado de verdad con Willy Brandt, un hombre admirable, cuyos discursos lo emocionaban y cuya personalidad le hacía vibrar íntimas fibras. Por eso, ser su valet, su secretario, su consejero, su celestino, su sirviente, su amigo, para él fue muy fácil. Y, sin embargo, en ningún momento dudó de lo que hacía, es decir, traicionar minuto a minuto a aquel jefe cuya confianza y amistad había conquistado y al que, finalmente, terminaría hundiendo en la derrota y el descrédito. Porque él, como lo dijo al ser arrestado, “era un oficial de la República Democrática Alemana”, un agente de Mischa. Eso formaba ya parte de su naturaleza. La transubstanciación de Günther Guillaume en un bloque de arcilla que Markus Wolf modelaba según las necesidades del régimen comunista es tan misteriosa como el despegue de los místicos de su envoltura carnal al encuentro de la divinidad, ese vuelo en que sin dejar de ser lo que son, se vuelven otros, lejanos e incomprensibles para el común de los mortales.

Supongo que esos creyentes cargados de explosivos que se hacen volar en pedazos y vuelan con ellos a decenas de inocentes en nombre de su religión, son de la misma estirpe que Günther Guillaume. Inofensivos a primera vista, tranquilos, sumidos en mediocres rutinas, desdoblados de sí mismos, representando la cordialidad, la idiotez, la mediocridad, y, al mismo tiempo, sin distraerse un segundo, con todos sus sentidos alertas, preparados para enfrentar la gran prueba que les permitirá, antes de entrar en la cárcel o en la muerte, mostrar al mundo y a sí mismos, en una espantosa carnicería, esa verdadera personalidad que han ocultado a lo largo de toda su existencia, para hacer avanzar una fe, una ficción inhumana, una utopía.

No es nada fácil combatir, desde el realismo y el pragmatismo que caracterizan a la sociedad democrática, a creyentes inflexibles decididos a cualquier cosa para destruirla, tipo Günther Guillaume. Así como este olvidable empleadillo al que algunos testigos recuerdan como un objeto o una silla más de la oficina del canciller, se las arregló para destruir al poderoso Willy Brandt, una pandilla de fanáticos dispuestos a encender un infierno y perecer en él, pueden provocar inconmensurables trastornos y sufrimientos en las sociedades más avanzadas, como se vio el 11-S y el 11-M. Este contexto da retroactivamente al personaje de Democracy una siniestra actualidad. De ahí el acertado título de la obra: por más próspera y fuerte que sea una sociedad democrática, siempre será vulnerable ante la ofensiva invisible de esas gotas incansables que horadan la piedra: las ideologías y religiones capaces de fabricar actores como Günther Guillaume.


Vargas Llosa, Mario. “La vida como teatro”. El País, España, domingo 16 de mayo de 2004. © Mario Vargas Llosa, 2004. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SL, 2004.