Hacia un teatro pobre


Jerzy Grotowski
(1933-1999)

Cuando se me pregunta ¿cuál es su concepto de teatro experimental?, me pongo un poco impaciente; tal parece que la expresión teatro “experimental” implicase un trabajo tributario y lleno de subterfugios (una especie de juego con nuevas técnicas cada vez que se monta una obra). Se supone que en cada ocasión se obtiene como resultado una contribución a la escena moderna: escenografía que utilice ideas electrónicas o escultóricas a la moda, música contemporánea, actores que proyectan independientemente los estereotipos de circo o de cabaret. Conozco ese teatro, formé parte de él. Las producciones de nuestro Laboratorio Teatral van en otra dirección. En primer lugar tratamos de evitar todo eclecticismo, intentamos rechazar la concepción de que el teatro es un complejo de disciplinas. Tratamos de definir qué es el teatro en sí mismo, lo que lo separa de otras categorías de representación o de espectáculo. En segundo lugar, nuestras producciones son investigaciones minuciosas de la relación que se establece entre el actor y el público. En suma, consideramos que el aspecto medular del arte teatral es la técnica escénica y personal del actor. Es difícil localizar las fuentes exactas de este enfoque pero puedo hablar acerca de su tradición.

Fui entrenado en los métodos de Stanislavski; su estudio persistente, su renovación sistemática de los métodos de observación y su relación dialéctica con sus primeros trabajos, lo convirtieron en mi ideal personal. Stanislavski planteó las preguntas metodológicas clave. Nuestras soluciones sin embargo difieren profundamente de las suyas; a veces llegamos a conclusiones contrarias.

He estudiado todos los métodos teatrales importantes: de Europa y de otras partes del mundo. Los más importantes para mi propósito son los ejercicios rítmicos de Dulün, las investigaciones de Delsarte sobre las reacciones de extraversión e introversión, el trabajo de Stanislavski sobre las “acciones físicas”, el entrenamiento biomecánico de Meyerhold, la síntesis de Vajtangov. También me fueron particularmente estimulantes las técnicas de entrenamiento del teatro oriental, específicamente la Ópera de Pekín, el Kathakali hindú, el Teatro Noh de Japón. Podría citar otros sistemas teatrales, pero el método que estamos desarrollando no es una combinación de técnicas obtenidas de distintas fuentes (aunque en ocasiones adaptemos algunos elementos para nuestros usos).

No queremos enseñarle al actor un conjunto preestablecido de técnicas o proporcionarle fórmulas para que salga de apuros. El nuestro no intenta ser un método deductivo de técnicas coleccionadas: todo se concentra en un esfuerzo por lograr la “madurez” del actor que se expresa a través de una tensión elevada al extremo, de una desnudez total, de una exposición absoluta de su propia intimidad: y todo esto sin que se manifieste el menor asomo de egotismo o autorregodeo. El actor se entrega totalmente; es una técnica del “trance” y de la integración de todas las potencias psíquicas y corporales del actor, que emergen de las capas más íntimas de su ser y de su instinto, y que surgen en una especie de: “transiluminación”.

Educar a un actor en nuestro teatro no significa enseñarle algo; tratamos de eliminar la resistencia que su organismo opone a los procesos psíquicos. El resultado es una liberación que se produce en el paso del impulso interior a la reacción externa, de tal modo que el impulso se convierte en reacción externa. El impulso y la acción son concurrentes: el cuerpo se desvanece, se quema, y el espectador sólo contempla una serie de impulsos visibles. La nuestra es una vía negativa, no una colección de técnicas, sino la destrucción de obstáculos. Años de trabajo y de ejercicios especialmente elaborados para ello (mediante un entrenamiento vocal, plástico y físico, se guía al actor para que logre el punto exacto de concentración) permiten a veces que se descubra el inicio del camino. Entonces es posible cultivar cuidadosamente lo que se ha iniciado.

El proceso mismo, aunque depende en parte de la concentración, de la confianza, de la actitud extrema y casi hasta de la desaparición del actor en su profesión, no es voluntario. El estado mental necesario es una disposición pasiva para realizar un papel activo, estado en el que no “se quiere hacer algo”, sino más bien en el que “uno se resigna a no hacerlo”. La mayoría de los actores del Laboratorio Teatral empiezan a trabajar para lograr hacer visible ese proceso. En su trabajo diario no se concentran en la técnica espiritual sino en la composición de su papel, en la construcción de la forma, en la expresión de los signos, es decir, en el artificio. No hay contradicción entre la técnica interior y el artificio (articulación de un papel mediante signos). Creemos que un proceso personal que no se apoya ni se expresa en una articulación formal y una estructura disciplinada del papel no constituye una liberación y puede caer en lo amorfo.

Hemos encontrado que la composición artificial no sólo no limita lo espiritual sino que conduce a ello (la tensión tropística entre el proceso interno y la forma los refuerza a ambos. La forma actúa como un anzuelo, el proceso espiritual se produce espontáneamente ante y contra él). Las formas de la simple conducta “natural” oscurecen la verdad; componemos un papel como un sistema de signos que demuestran lo que enmascara la visión común: la dialéctica de la conducta humana. En un momento de choque psíquico, de terror, de peligro mortal o de gozo enorme, un hombre no se comporta “naturalmente”. Un hombre que se encuentra en un estado elevado de espíritu utiliza signos rítmicamente articulados, empieza a bailar, a cantar.

Un signo, no un gesto común, es el elemento esencial de expresión para nosotros.

En términos de técnica formal, no trabajamos con una proliferación de signos, o por acumulación (como en los ensayos formales del teatro oriental). Más bien sustraemos, tratando de destilar los signos, eliminando de ellos los elementos de conducta “natural” que oscurecen el impulso puro.

Otra técnica que ilumina la estructura escondida de los signos es la contradicción (entre el gesto y la voz, la voz y la palabra, la palabra y el pensamiento, la voluntad y la acción, etc.); aquí también seguimos la vía negativa.

Es difícil precisar cuáles son los elementos de nuestra producción que resultan de un programa conscientemente formulado y los que se derivan de la estructura de nuestra imaginación. A menudo se me pregunta si ciertos “efectos medievales” indican un regreso intencional a “raíces rituales”. No es posible contestar con una sola respuesta. En el momento actual de nuestra intención artística, el problema de las “raíces” míticas de la situación humana elemental tiene un significado definitivo. Con todo, no se trata del producto de una “filosofía del arte”, sino del descubrimiento práctico y del uso de las reglas teatrales. Es decir, las producciones no surgen de postulados estéticos a priori; más bien, como dice Sartre, ”toda técnica conduce a una metafísica”.

Durante varios años vacilé entre los impulsos nacidos de la práctica y la aplicación de principios a priori, sin advertir la contradicción. Mi amigo y colega Ludwik Flaszen fue el primero en señalar esta confusión dentro de mi obra: el material y las técnicas que surgen espontáneamente de la naturaleza misma de la obra cuando se prepara la producción eran reveladores y prometían mucho, pero lo que yo consideraba la aplicación de suposiciones técnicas era más la revelación de simples funciones de mí personalidad que de mi intelecto. Desde 1960 me ha preocupado la metodología. A través de la experiencia práctica he tratado de contestar las preguntas que me he planteado. ¿Qué es el teatro? ¿Por qué es único? ¿Qué puede hacer que la televisión y e! cine no pueden? Dos concepciones concretas se cristalizaron: el teatro pobre y la representación como un acto de transgresión.

Eliminando gradualmente lo que se demostraba como superfluo, encontramos que el teatro puede existir sin maquillaje, sin vestuarios especiales, sin escenografía, sin un espacio separado para la representación (escenario), sin iluminación, sin efectos de sonido, etc. No puede existir sin la relación actor-espectador, en la que se establece la comunión perceptual, directa y “viva”. Ésta es una antigua verdad teórica, por supuesto, pero cuando se prueba rigurosamente en la práctica, corroe la mayor parte de nuestras ideas habituales sobre el teatro. Desafía la noción de teatro como una síntesis de disciplinas creativas diversas; literatura, escultura, pintura, arquitectura, iluminación, actuación (bajo la dirección de un metteur en scene). Este “teatro sintético” es el teatro contemporáneo que de inmediato intitulamos el “teatro rico”: rico en defectos. El teatro rico depende de la cleptomanía artística; se obtiene de otras disciplinas, se logra construyendo espectáculos híbridos, conglomerados sin médula o integridad, y presentados como obras artísticas orgánicas. Al multiplicar elementos asimilados, el teatro rico trata de romper el círculo vicioso que le crean el cine y la televisión. Puesto que el cine y la televisión descuellan en el área de los funcionamientos mecánicos (montaje, cambios instantáneos de localización, etc.), el teatro rico apelaba vocingleramente a los recursos compensatorios para lograr un “teatro total”. La integración de mecanismos prestados (pantallas de cine en el escenario, por ejemplo) plantea una técnica sofisticada que permite gran movilidad y dinamismo. Y si el escenario y el auditorio son móviles, se logran cambios de perspectiva constantes. Todo esto es absurdo. No importa cuánto desarrolle y explote el teatro sus posibilidades mecánicas, siempre será técnicamente inferior al cine y a la televisión. Consecuentemente elegí la pobreza en el teatro.

Hemos prescindido de la planta tradicional escenario-público; para cada producción hemos creado un nuevo espacio para actores y espectadores. Así se logra una variedad infinita de relaciones entre el público y lo representado; los actores pueden actuar entre los espectadores, poniéndose en contacto directo con el público y dándole un papel pasivo en el drama (como ejemplo tendríamos mis producciones del Caín de Byron y el Sakuntaía de Kalidasa); o los actores pueden construir estructuras entre los espectadores e incluirlos de esta forma en la arquitectura de la acción, sujetándolos a un sentimiento de presión, congestión y limitación de espacio (como en la Akropolis de Wyspianski); o los actores pueden actuar entre los espectadores e ignorarlos, mirando a través de ellos. Los espectadores pueden estar separados de los actores, por ejemplo mediante un alto corral del que sólo sobresalgan sus cabezas (El príncipe constante de Calderón). Desde esta perspectiva inclinada miran a los actores como si estuvieran mirando a unos animales desde el ring, o como estudiantes de medicina contemplando una operación (además, esta perspectiva distanciada y hacia abajo ofrece a la acción un sentido de transgresión moral); o el salón entero es utilizado como un lugar concreto: la “última cena” de Fausto, en un refectorio de un monasterio, donde Fausto agasaja a los espectadores, los huéspedes de una fiesta barroca servida en enormes mesas, al tiempo que les ofrece episodios de su vida.

La eliminación de la dicotomía escenario/auditorio no es lo más importante; solamente crea una situación desnuda de laboratorio, un área apropiada para la investigación. El interés fundamental es encontrar la relación apropiada entre el actor y el espectador en cada tipo de representación y cumplir la decisión mediante arreglos concretos. Abandonamos los efectos de luces y esto nos reveló una gran escala de posibilidades para que el actor usase recursos luminosos estacionarios trabajando deliberadamente con sombras, lugares brillantes, etc. Es particularmente significativo comprobar que una vez que el espectador se ha colocado en una zona iluminada, o en otras palabras, una vez que se ha hecho visible, también empieza a tener un papel en la representación. Además se descubrió otro hecho: los actores, como figuras de pinturas de El Greco, pueden “iluminar” mediante técnicas personales y convertirse en una fuente de “iluminación artificial”. Abandonamos el maquillaje, las narices postizas, los estómagos abultados falsamente, todo aquello que el actor utiliza en su camerino antes de salir al campo visible para el espectador. Advertimos que era un acto de maestría para el actor cambiar de tipo, de carácter, de silueta (mientras el público contempla) de una manera pobre, usando sólo su cuerpo y su oficio. La composición de expresión facial fija, utilizando los músculos: del actor y sus propios impulsos, logra el efecto de una transubstanciación terriblemente teatral, mientras que el maquillaje del artista es sólo un artificio, una especie de truco. De la misma manera, un traje sin valor autónomo, que existe sólo en conexión con un carácter particular y sus actividades, puede transformarse ante la concurrencia, contrastándolo con las funciones del actor. La eliminación de los elementos plásticos que tienen vida por sí mismos (representan algo independiente de las actividades del actor) conducían a la creación por el actor de los más obvios y elementales objetos. El actor transforma, mediante el uso controlado de sus gestos, el piso en mar, una mesa en un confesionario, un objeto de hierro en un compañero animado, etc. La eliminación de la música (viva o grabada) que no haya sido producida por los mismos actores permite a la representación misma convertirse en música mediante la orquestación de las voces y el golpeteo de los objetos.

Sabemos que el texto per se no es teatro, que se vuelve teatro por la utilización que de él hacen los actores, es decir, gracias a las entonaciones, a las asociaciones de sonidos, a la musicalidad del lenguaje.

La aceptación de la pobreza en el teatro, despojado de todo aquello que no le es esencial, nos reveló no sólo el meollo de ese arte sino la riqueza escondida en la naturaleza misma de la forma artística.

Y ahora sobre el espectáculo como un acto de transgresión. ¿Por qué nos interesa el arte? Para cruzar nuestras fronteras, sobrepasar nuestras limitaciones, colmar nuestro vacío, colmarnos a nosotros mismos. No es una condición, es un proceso en el que lo oscuro dentro de nosotros se vuelve de pronto transparente. En esta lucha con la verdad íntima de cada uno, en este esfuerzo por desenmascarar el disfraz vital, el teatro, con su perceptividad carnal, siempre me ha parecido un lugar de provocación. Es capaz de desafiarse a sí mismo y a su público, violando estereotipos de visión, juicio y sentimiento; sacando más porque es el reflejo del hálito, cuerpo e impulsos internos del organismo humano. Este desafío al tabú, esta transgresión, proporciona el choque que arranca la máscara y que nos permite ofrecernos desnudos a algo imposible de definir pero que contiene a la vez a Eros y a Carites.

Como director, me he visto tentado a utilizar situaciones arcaicas que la tradición santifica, situaciones (dentro de los reinos de la tradición y religión) que son tabú. He sentido la necesidad de enfrentarme a esos valores. Me fascinaban y me llenaban de una sensación de desasosiego interior, al tiempo que obedecía a un llamado de blasfemia. Quería atacarlos, trascenderlos o confrontarlos con mi propia experiencia, que a la vez está determinada por la experiencia colectiva de nuestro tiempo. Este elemento de nuestras producciones ha sido intitulado de muy diversas formas; “encuentro con las raíces”, “la dialéctica de la burla y la apoteosis” o hasta “religión expresada a través de la blasfemia; el amor que se manifiesta a través del odio”. Tan pronto como mí percepción práctica se convirtió en percepción consciente y cuando el experimento nos condujo al método, me vi obligado a echar un vistazo nuevo a la historia del teatro, en relación con otras ramas del saber, especialmente la psicología y la antropología cultural. Tuve que revisar racionalmente el problema del mito. Entonces advertí con claridad que el mito era a la vez una situación prístina y un modelo complejo con existencia independiente en la psicología de los grupos sociales, y que inspira tendencias y conductas de grupo.

Cuando todavía formaba parte de la religión, el teatro era ya teatro: liberaba la energía espiritual de la congregación o de la tribu, incorporando el mito y profanándolo, o más bien trascendiéndolo. El espectador recogía una nueva percepción de su verdad personal en la verdad del mito y mediante el terror y el sentimiento de lo sagrado llegaba a la catarsis. No es una casualidad que la Edad Media haya producido la idea de “parodia sagrada”.

La situación actual es muy diferente, sin embargo. En la medida en que los grupos sociales se definen cada vez menos por la religión, las formas tradicionales del mito cambian, están desapareciendo y reencarnándose. Los espectadores están cada vez más individualizados en su relación con el mito, como verdad de la corporación o modelo de grupo, y creer es a menudo un problema de convicción intelectual. Esto quiere decir que es más difícil decidir cuál es el tipo de choque que se necesita para llegar a las profundidades psíquicas que ocultan la máscara vital.

La identificación del grupo con el mito -la ecuación de la verdad individual personal con la verdad universal- es virtualmente imposible hoy en día, ¿Qué puede hacerse? Primero, la confrontación con el mito más que la identificación con él. En otras palabras, a la vez que se retiene nuestra experiencia privada, podemos tratar de encarnar el mito, asumiendo su piel que ya no nos contiene para percibir la relatividad de nuestros problemas, su conexión con las “raíces” y la relatividad de las “raíces” a la luz de la experiencia actual. Si la situación es brutal, si nos despojamos y tocamos las capas más extraordinariamente íntimas, exponiéndolas, la máscara vital se quiebra y desaparece. Segundo, aunque se haya perdido “un cielo común” de creencias y hayan desaparecido los límites inexpugnables, la percepción del organismo humano permanece. Sólo el mito -encarnado en el hecho de la existencia del actor, de su organismo vivo- puede funcionar como un tabú. La violación del organismo vivo, la exposición llevada a sus excesos más descarnados, nos devuelve a una situación mítica concreta, una experiencia de la verdad humana común.

No es posible citar de nuevo con precisión las fuentes racionales de nuestra terminología. A menudo se me habla de Artaud cuando menciono la “crueldad”, aunque sus teorías estaban formuladas sobre premisas diferentes e iban en otra dirección. Artaud fue un visionario extraordinario, pero sus escritos tienen poca significación metodológica porque no son producto de investigaciones practicadas a largo término. Son una profecía impresionante, no un programa. Cuando hablo de “raíces” o de “alma mítica” se me pregunta sobre Nietzsche; si me refiero a la “imaginación de grupo”, aparece Durkheim; si hablo de “arquetipos”, le toca el turno a Jung; pero mis formulaciones no se derivan de las disciplinas humanísticas aunque pueda utilizarlas para un análisis. Cuando hablo de la expresión de signos de un actor, se me pregunta acerca del teatro oriental, particularmente del teatro chino clásico, y en especial cuando se sabe que estudié allí; pero los signos jeroglíficos del teatro oriental son inflexibles, como un alfabeto, mientras que los signos que nosotros usamos son las formas medulares de la acción humana, la cristalización de un papel, la articulación de la fisiología y la psicología particular del actor.

No pretendo que todo lo que hacemos sea completamente nuevo, estamos destinados consciente o inconscientemente a tener una influencia de las tradiciones, de la ciencia y el arte, aun de las supersticiones y presentimientos peculiares a la civilización que nos ha moldeado, tal como respiramos el aire del continente particular que nos ha dado vida. Todo esto influye en nuestra tarea, aunque a veces podamos negarlo. Hasta cuando llegamos a ciertas fórmulas teóricas y comparamos nuestras ideas con las de algunos predecesores que ya mencioné, nos vemos obligados a realizar ciertas correcciones retrospectivas que en sí mismas permiten ver más claramente las posibilidades que se abren ante nosotros.

Cuando enfrentamos la tradición general de la Gran Reforma que en el teatro han realizado Stanislavski y Dullin hasta Meyerhold y Artaud, nos damos cuenta de que no hemos empezado de la nada sino que estamos operando en una atmósfera especial y definida; cuando nuestra investigación revela y confirma algunas de las intuiciones rápidas que tenemos, nos llenamos de humildad, nos damos cuenta de que el teatro tiene ciertas leyes objetivas y que la realización es posible sólo dentro de ellas, o como lo expresó Thomas Mann: “dentro de cierto tipo de alta obediencia”, a la que debemos otorgar nuestra “atención dignificada”. Mantengo una posición peculiar de liderato en el Teatro Laboratorio. No soy simplemente el director, el productor o el “instructor espiritual”. En primer tugar mi relación con la obra no es ni unilateral ni didáctica. Si mis sugerencias se reflejan en las composiciones espaciales de nuestro arquitecto Gurawski, debe entenderse que mi visión se ha formado durante años de colaboración con él.

Hay algo incomparablemente íntimo y productivo en el trabajo que realizo con el actor que se me ha confiado. Debe ser cuidadoso, confiado y libre, porque nuestra labor significa explorar sus posibilidades hasta el máximo; su crecimiento se logra por observación, sorpresa y deseo de ayudar; el conocimiento se proyecta hacia él, o más bien, se encuentra en él y nuestro crecimiento común se vuelve revelación. Ésta no es la instrucción que se le ofrece a un alumno, sino una apertura total hacia otra persona en la que el fenómeno de “nacimiento doble o compartido” se vuelve posible. El actor vuelve a nacer, no sólo como actor sino como hombre y con él yo vuelvo a nacer. Es una manera muy torpe de expresarlo pero lo que se logra es la total aceptación de un ser humano por otro.

Grotowski, Jerzi. “Hacia un teatro pobre”. Artículo publicado originalmente en Odra nº 9, Wroclaw, Polonia, 1965. [La imagen es del montaje original de la obra Akropolis.]

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