Hacia una nueva puesta en escena




Adolph Appia
(1862-1928)

“¿Cómo reformar nuestra puesta en escena?”

Desde hace varios años el arte dramático está en evolución. El naturalismo de un lado, el wagnerismo, de otro, desplazaron violentamente los antiguos límites. Algunas cosas que hace veinte años no eran “teatro” (según la expresión ridículamente consagrada), casi han pasado a ser lugares comunes. De ello resulta cierta confusión; ya no sabemos a qué género convenido pertenece tal o cual obra y la predilección que manifestamos por las producciones extranjeras no puede servirnos de guía.

Esto no presentaría inconvenientes graves si el material de nuestros escenarios se adaptara a toda nueva tentativa. Desafortunadamente, no es así. Con su manuscrito o su partitura, el autor y los actores pueden estar de acuerdo, pero al contacto con las tablas, bajo las candilejas, la nueva idea debe irrumpir en el antiguo marco, y nuestros directores eliminan despiadadamente lo que va más allá.

Son varios quienes aseguran que no puede obrarse de otro modo, que la convención escénica es rígida, etc., etc… Yo, afirmo lo contrario; en las páginas siguientes he intentado establecer los primeros elementos de una puesta en escena que en lugar de paralizar e inmovilizar el arte dramático no sólo siga dócilmente, sino que sea incluso para el autor y sus intérpretes una fuente inagotable de sugestión. Quizá quiera el lector brindarme su atención en este difícil resumen.

Nuestra moderna puesta en escena es completamente esclava de la pintura —pintura de los decorados— que tiene la pretensión de proporcionarnos la ilusión de la realidad. Ahora bien, esta ilusión es en sí misma una ilusión pues la presencia del actor la desmiente. En efecto, el principio de la ilusión producida por la pintura en las telas verticales, y el de la ilusión provocada por el cuerpo plástico y viviente del actor están en contradicción. Por tanto no será desarrollado separadamente juego de estas dos especies d de ilusiones —como se lo hace en todos nuestros escenarios— que podremos lograr un espectáculo homogéneo y artístico.

Examinemos la puesta en escena moderna situándonos sucesivamente en esos dos puntos de vista.

Es imposible transportar a nuestros escenarios árboles verdaderos, verdaderas casas, etc.; esto sería, por lo demás, poco deseable. Por lo tanto nos vemos obligados a imitar la realidad de la manera más fiel posible. Pero la ejecución plástica de las cosas es difícil, a menudo imposible y, en todo caso, muy costosa. Aparentemente esto nos obligaría a disminuir la cantidad de cosas representables; sin embargo, nuestros directores opinan lo contrario: consideran que la puesta en escena debe representar todo lo que les parece y que, por consiguiente aquello que no puede ser ejecutado plásticamente debe ser pintado. Es indudable que la pintura permite mostrar al espectador un número incalculable de cosas. De este modo da aparentemente a la puesta en escena la libertad deseada, y nuestros directores llevan hasta ahí su razonamiento. Pero el principio esencial de la pintura es reducirlo todo a una superficie plana.

¿Cómo podría entonces la pintura llenar un espacio —la escena— en sus tres dimensiones? Sin querer resolver el problema, se decidió recortar la pintura y levantar esos recortes en el piso del escenario. De esa manera el cuadro escénico renuncia a ser pintado en la parte inferior: si es un paisaje, por ejemplo, la parte superior será una bóveda verde; a la derecha y a la izquierda habrá árboles, en el fondo un horizonte y cielo. Abajo, el piso.

Esa pintura que debía representarlo todo se ve obligada, desde el principio, a renunciar a la representación del piso, pues las formas artificiales que representa deben sernos presentadas verticalmente, y entre las telas verticales del decorado y el piso (o la tela más o menos horizontal que lo recubre) no hay relación posible alguna. Es por ello que nuestros decoradores colocan cojines al pie de los decorados.

Así pues, el piso escapa a la pintura. Ahora bien, es justamente allí donde evoluciona el actor. Nuestros directores han olvidado al actor. ¡Como siempre, Hamlet sin Hamlet! ¿Se sacrificará un poco la pintura muerta en beneficio del cuerpo viviente y móvil? ¡Jamás! ¡Mejor sería renunciar al teatro! Sin embargo, como hay que tener en cuenta a este cuerpo demasiado viviente, la pintura acepta ponerse, aquí o allá, a disposición del actor. Existen casos en que se muestra incluso generosa, lo que le da, por otra parte, un aspecto singular. Por el contrario, en otros casos en que decididamente no ha querido ceder nada, es el actor quien se vuelve ridículo. El antagonismo es completo.

Hemos comenzado por la pintura; veamos ahora qué dirección tomaría el problema si comenzáramos por el actor, por el cuerpo humano plástico y móvil, enfocado desde el único punto de vista de su efecto en la escena tal como lo hemos hecho con el decorado.

Un objeto sólo es plástico a nuestra vista por la luz que lo baña y, evidentemente, su plasticidad puede ser realzada artísticamente sólo mediante un empleo artístico de la luz. Eso en cuanto a la forma. El movimiento del cuerpo humano requiere obstáculos para expresarse. Todos los artistas saben que la belleza de los movimientos del cuerpo depende de la variedad de puntos de apoyo que le ofrecen el piso y los objetos. Por tanto, la movilidad del actor no puede ser valorizada sino mediante una adecuada forma de los objetos y del piso.

Las dos condiciones primordiales de una presencia artística del cuerpo humano sobre la escena serían, por tanto, una luz que realce su plasticidad y una forma plástica del decorado que dé valor a sus actitudes y a sus movimientos. ¡Estamos muy lejos de la pintura!

Dominada por la pintura, la puesta en escena sacrifica al actor y, además —como lo hemos visto— a una gran parte de su efecto pictórico puesto que debe recortar la pintura, lo que es contrario al principio esencial de este arte, y porque el piso no puede participar en la ilusión que dan las telas. ¡Qué acontecería si la subordináramos al actor!

¡En primer lugar podríamos devolver a la luz su libertad! En efecto, bajo el dominio de la pintura la iluminación es absorbida completamente por el decorado: las cosas representadas en telas verticales tienen que ser vistas; se iluminan luces y sombras pintadas… y, desafortunadamente, de esta iluminación el actor toma luego lo que puede. En tales condiciones, no puede haber ni luz verdadera ni, por consiguiente, ningún efecto plástico. La iluminación es en sí un elemento cuyos efectos son limitados. En libertad, pasa a ser para nosotros lo que la paleta es para el pintor; todas las combinaciones de colores le son posibles. Por proyecciones simples o combinadas, fijas o móviles, por obstrucción parcial, por diferentes grados de transparencia, etc., etc., podemos obtener modulaciones infinitas. La iluminación nos da así el medio para exteriorizar en cierta forma una gran parte de los colores y de las formas de la pintura inmovilizada en sus telas, y para extenderlos, vivientes, en el espacio: el actor ya no se pasea frente a sombras y luces pintadas, sino que está sumergido en una atmósfera que le está destinada. Los artistas comprenderán fácilmente el alcance de tal reforma.

Surge ahora el punto sensible de la plasticidad del decorado necesaria a la belleza de las actitudes y de los movimientos del actor. La pintura ha pasado a dominar en nuestros escenarios para reemplazar a todo lo que no podía ser realizado plásticamente y esto con la única finalidad de crear la ilusión de la realidad.

¿Son indispensables las imágenes que acumulan así sobre telas verticales? De ninguna manera; ninguna obra requiere ni la centésima parte, pues, obsérvese bien, estas imágenes no son vivientes, están indicadas en las telas como una especie de lenguaje jeroglífico; significan únicamente las cosas que quieren representar, y esto tanto más cuanto que no pueden entrar en contacto real, orgánico, con el actor. La plasticidad exigida por el actor busca un efecto muy diferente, pues el cuerpo humano no pretende producir la ilusión de realidad ya que él mismo es realidad. Lo que pide al decorado es simplemente realzar esa realidad, desplazando de esa manera la finalidad del decorado: en uno de los casos lo que se quiere obtener es la apariencia real de los objetos, en el otro es el mayor grado posible de realidad del cuerpo humano.

Puesto que hay un antagonismo técnico entre estos dos principios, se trata de elegir uno u otro. ¿Será la acumulación de imágenes muertas y la riqueza decorativa sobre telas verticales o será el espectáculo del ser humano en sus manifestaciones plásticas y móviles?

Si vacilamos, lo que apenas es posible, preguntémonos qué buscamos en el teatro; la hermosa pintura la encontramos en otros lugares, y felizmente, sin recortar. La fotografía nos permite recorrer el mundo desde nuestra silla; la literatura nos sugiere los cuadros más seductores, y muy poca gente es tan pobre como para no poder contemplar de vez en cuando un hermoso espectáculo de naturaleza. No, asistimos al teatro para presenciar una acción dramática. Es la presencia de los personajes en la escena la que motiva esta acción; sin los personajes no hay acción. El actor es pues el factor esencia de la puesta en escena. Es a él a quien vamos a ver, es de él de quien esperamos la emoción, y es esta emoción la que hemos venido a buscar. Entonces se trata de basar a toda costa la puesta en escena en la presencia del actor y, para ello, de despojarla de todo lo que está en contradicción con esta presencia.

Queda así claramente planteado el problema técnico.

Se me dirá que este problema es a veces bastante bien resuelto en algunos de nuestros escenarios parisinos, en el Teatro Antoine, por ejemplo, o en otros lugares. Sin duda, pero, ¿por qué siempre en el caso de un mismo género de obras y decorados? ¿Cómo harían esos directores para montar Troilus o La tempestad, El anillo de los Nibelungos o Parsifal? (En el Gran Guignol saben mostrarnos perfectamente una portería pero, ¿qué pasaría si se tratara, por ejemplo, de un jardín?).

Nuestra puesta en escena tiene dos fuentes distintas: la ópera y la pieza hablada. Hasta el momento, salvo pocas excepciones, los cantantes de ópera han sido considerados como elegantes máquinas de cantar y el decorado pintado constituía lo más claro del espectáculo; de allí su prodigioso desarrollo. Con la pieza hablada ocurre otra cosa: el actor ocupa necesariamente el primer lugar pues sin él no habría obra; y si el director se siente obligado, ocasionalmente, a utilizar el lujo de la ópera, lo hace con discreción y sin perder de vista al actor. (El lector puede comparar en su memoria el efecto decorativo de piezas-espectáculo como Theodora, etc., con el de cualquier ópera.) El principio de ilusión escénica sigue siendo, sin embargo, el mismo para la pieza hablada y para la ópera, y es esta última, naturalmente, la que resulta más gravemente afectada. También los autores dramáticos conocen bien las dos o tres combinaciones en que la puesta en escena moderna puede procurar un poco de ilusión a pesar de la presencia del actor e intentan no salirse nunca de ellas.

A pesar de todo, desde hace algunos años las cosas han cambiado. Con los dramas de Wagner, la ópera se ha acercado a la pieza hablada, y ésta busca (aparte del naturalismo) sobrepasar los límites de antaño, aproximándose a su vez al drama musical. Entonces, cosa extraña, sucede que nuestra puesta en escena ya no responde a las necesidades ni de la una ni de la otra. La ostentación ridícula que hace la ópera de su pintura ya nada tiene que ver con la partitura de Wagner (los directores wagnerianos, en Bayreuth y en otros lugares parecen todavía no haberse percatado), y la monotonía de los decorados del drama hablado ya no bastan a la imaginación refinada de los autores dramáticos. Todos sienten la necesidad de una reforma, pero la fuerza de la inercia nos sigue arrastrando por el mismo camino trillado. En tal caso las teorías son útiles, pero no llegan lejos; es necesario ocuparse directamente de la práctica escénica y transformarla poco a poco.

Quizá el método más sencillo sería tomar una de nuestras piezas de teatro, tal cual, ya totalmente montada, y ver qué uso podría hacerse de su puesta en escena si se la somete al principio enunciado anteriormente. Naturalmente habría que hacerlo con cuidado. Una pieza escrita especialmente para la puesta en escena moderan o una ópera que se acomode perfectamente a los decorados de nuestra Academia de Música no podría servirnos. Por el contrario, habría que tomar una obra dramática cuyas exigencias están manifiestamente en desacuerdo con nuestros medios actuales: un drama de Maeterlinck, u otro del mismo género, o bien un drama de Wagner. Sería preferible este último porque la música, al determinar definitivamente la duración-tiempo y la intensidad de la expresión, es una guía valiosa. Además, el sacrificio de la ilusión, sería menos chocante que en el drama hablado. Verificaríamos entonces todo aquello que en la puesta en escena ya fijada se opone a nuestros esfuerzos; estaríamos obligados a hacer concesiones que serían instructivas. En primer lugar nos ocuparía la cuestión de la luz; haríamos en ese terreno la experiencia de la tiranía de la pintura sobre las telas verticales, y comprenderíamos —no ya teóricamente sino de manera absolutamente tangible— el enorme daño que todavía se hace al actor y, a través de él, al dramaturgo.

Sin duda sería sólo una experiencia modesta; pero es muy difícil realizar de un solo golpe tal reforma, pues se trata a la vez de cambiar el gusto del público y de transformar nuestra puesta en escena. Por lo demás, el resultado de un trabajo material, técnico, sobre un terreno ya dado, es quizá más seguro que de una tentativa radical.

Tomemos, por ejemplo, el segundo acto de Sigfrido. ¿Cómo representar un bosque en la escena? En primer lugar, entendámonos sobre este punto: ¿se trata de un bosque con personajes o de personajes en un bosque? Asistimos al teatro para ver una acción dramática; entonces en este bosque ocurre algo que evidentemente no puede ser expresado por la pintura. Es este el punto de partida: tal o cual hacen o dicen esto o aquello, en un bosque. Para componer nuestro decorado no tenemos que tratar de ver un bosque, sino representarnos minuciosamente en su secuencia todos los hechos que ocurren en ese bosque. El perfecto conocimiento de la partitura es por tanto indispensable, y la visión que inspirará al director cambia así completamente de naturaleza: su mirada debe permanecer clavada en los personajes; si se piensa en el bosque, será únicamente como una atmósfera especial en torno y por encima de los actores, atmósfera que no puede captar sino en sus relaciones con los seres vivientes y móviles de los cuales no puede desviar la mirada. El cuadro ya no será, en ninguna etapa de su visión, un arreglo pictórico inanimado, sino que estará siempre animado. La puesta en escena se convierte así en la composición de un cuadro en el tiempo; en lugar de partir de una pintura encomendada por cualquiera a cualquiera para deja luego al actor las mezquinas instalaciones que se conoces, partimos del actor; es su actuación lo que queremos realzar artísticamente y estamos dispuestos a sacrificarlo todo para ello. Será Sigfrido aquí, Sigfrido allá, y nunca el árbol para Sigfrido, el camino para Sigfrido. Repito, no procuraremos más dar la ilusión de un bosque, sino la ilusión de un hombre en la atmósfera de un bosque. La realidad aquí es el hombre, frente a quien ninguna otra ilusión tiene valor. Todo lo que este hombre toca debe serle destinado, el resto debe contribuir a crear a su alrededor la atmósfera indicada. Y si desviamos la vista un momento de Sigfrido y levantamos los ojos, el cuadro escénico ya no tiene necesariamente ninguna ilusión que darnos: su disposición no tiene como objetivo sino a Sigfrido. Cuando el bosque, levemente agitado por la brisa, atraiga la mirada de Sigfrido, nosotros, espectadores, miraremos a Sigfrido bañado de luz y de sombras móviles, y no ya jirones recortados puestos en movimientos por los hilos.

La ilusión escénica es la presencia viviente del actor.

El decorado de este acto, tal como nos es presentado en cualquier escenario del mundo, difícilmente cumplirá nuestras condiciones. Tendremos que simplificarlo mucho, renunciar a iluminar las telas pintadas como lo exigirían, renovar casi completamente el arreglo del suelo, y, sobre todo, contar para la iluminación con aparatos eléctricos instalados con generosidad y graduados con gran minuciosidad. Las candilejas —ese monstruo asombroso— prácticamente no tendrán empleo. Añadamos que la mayor parte de este trabajo de recomposición se hará con los personajes y no podrá ser fijado definitivamente sin varios ensayos con la orquesta (condiciones sine qua non, que actualmente parecen exorbitantes y que sin embargo son elementales).

Una tentativa de este tipo sólo puede enseñarnos el camino a seguir para transformar nuestra puesta en escena rígida y convencional en un material artístico, vigente, ágil y capaz de realizar cualquier visión dramática. Quedaremos incluso sorprendidos por haber descuidado tanto tiempo una rama tan importante del arte y por haberla abandonado —como si fuera indigna de merecer directamente nuestra atención— a gentes que no son artistas. Nuestro sentimiento estético está todavía positivamente anestesiado en lo que tiene que ver con la puesta en escena; aquel que tolera en su casa sólo un objeta que sea del gusto más exquisito, considera natural comprar una entrada costosa a una sala ya fea y construida en contra del buen sentido, para asistir durante horas a un espectáculo comparado con el cual las cromolitografías de un mercader son obras delicadas.

Como otros procedimientos del arte, el procedimiento de la puesta en escena se basa en las formas, la luz, los colores; ahora bien, estos tres elementos están en nuestro poder y podemos, por consiguiente, disponer de ellos en el teatro, como en otro lado, de una manera que sea artística. Hasta ahora se ha creído que la puesta en escena debía alcanzar el mayor grado de ilusión, pero es ese principio (antiestético si lo hay) el que nos ha condenado a la inmovilidad. Me he esforzado por demostrar en estas páginas que el arte escénico debe estar fundado en la única realidad digna del teatro: el cuerpo humano. Hemos visto las consecuencias primeras y elementales de esa reforma.

El tema es difícil y complejo, sobre todo a causa de los malentendidos que lo rodean y de la forma en que nos hemos habituado a los espectáculos modernos. Convendría, para asentar la convicción, ir mucho más lejos en el desarrollo de la idea: habría que hablar de la nueva tarea que corresponde al actor, de la influencia que ejercerá en el autor dramático un material escénico ágil y artístico, del poder estilizador que tiene en el espectáculo, de las modificaciones que habría que introducir en la construcción de la escena y de la sala, etc. Me es imposible hacerlo aquí, pero quizá el lector haya encontrado en mi deseo estético algo que ya intuía, en cuyo caso le será fácil continuar este trabajo por sus propios medios.


Appia, Adolph. Fragmento de “Hacia una nueva puesta en escena”, La obra de arte viviente, 1921, colección de ensayos y artículos publicado en alemán. Reproducido en: Antei, Giorgio, editor, Las rutas del teatro, Centro Editorial Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 1989.

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