De mí mismo como otro


Luis de Tavira
(1948)

Quiero iniciar evocando unas bellas palabras de Peter Sloterdijk, porque en su aliento puedo hallar el tono adecuado de la escena:
El que no es prisionero de su autodefinición ni prisionero de su autonegación es libre. El que conoce la libertad nace a sí mismo como un niño nace al mundo... Hace de su vida una expedición a las regiones inexploradas del Ser que se encuentran entre la sinceridad y el don de la inventiva...
La convocatoria que nos reúne alude al combate de un posible desdoblamiento Yo contra mí, que al parecer presupone muchas cosas, inusitadas unas, convencionales otras, unas herméticas, abiertas otras. Es una metáfora pero es también una estructura, invita al transcurrir libérrimo y oculta sus trampas sin advertencia. Presupone por ejemplo la existencia de la autocrítica, cuya posibilidad necesariamente presupone a su vez la posibilidad de la crítica, cuya razón de ser presupone la existencia autónoma de la obra de arte, que a su vez presupone genealógicamente la existencia del artista, que es aquella condición que la persona alcanza por virtud precisamente de la existencia de la obra, y presupone que ésta es susceptible de ser reconocida como tal más allá de la persona del artista, distinto él mismo de la obra y distinta a su vez su condición de persona de su atribución artística.

Un laberinto, en efecto. Y los laberintos son metáforas, pero son también estructuras arquitectónicas inventadas para jugar al extravío o para asegurar en lo oculto los secretos. Prisión y trampa, juego en el que se sucumbe del extravío al placer.

El mito nos cuenta que el enigma fue vencido por las alas postizas de Ícaro y el hilo que fue desnudando a Ariadna. En ambos casos, salir del laberinto resultó una trampa peor: para Ícaro fue el vacío, para Ariadna fue Naxos, la isla obsesiva del pensamiento circular.

Así que habrá que ser cautelosos y resistir a fuerza de realismo la atracción a esa puerta semiabierta que nos tienta. Es decir, detenernos un paso antes de entrar a escena para reconocer con plena conciencia el momento del tránsito con que se accede a la ficción, porque el desconocimiento de las fronteras entre las dimensiones ha provocado la escandalosa confusión epistemológica de esta era sonámbula. En efecto: si todo es teatro, nada es teatro.

Tal vez sea esta consideración la vía más lógica de acceso frente al equívoco de la convocatoria que aspira a formar esta reunión que habrá de sostenernos mientras dure. Esto es, la de una comparecencia que se anuncia como el show del combate de un supuesto autor consigo mismo. Qué combate, de qué categoría, entre cuáles máscaras, pero sobre todo, dónde, parecen responderse con la invitación a crear un dispositivo, nos dice la convocatoria. Y qué otra cosa más precisa puede referir la palabra dispositivo sino el artificio, esa ingeniosa combinación de cosas que preside la invención del artefacto del que depende el bien hacer de algo; por ejemplo, el dispositivo para que al pulsar un botón se abra una puerta, o las alas postizas que Dédalo inventó para que Ícaro pudiera salir del laberinto y se salvara, a condición de no volar tan alto que el sol derritiera sus alas y se precipitara al vacío.

En esta ocasión se trata de un dispositivo para crear la escena y convertir el espacio en un agón, sitio del combate ficticio en el que aquella realidad que se ha ausentado de la crítica, se re-presente como autocrítica, verosímil, es decir, símil, artilugio, capaz de contener la verdad de su referente, que ese referente no puede contener, por la sencilla razón que alguna vez Kant señaló con contundencia: las cosas son o no son, ni falsas, ni verdaderas, resultan insignificantes. En semejante argumentación, disposición de premisas, reside la más poderosa justificación poética del teatro como mimesis: representación de la realidad por virtud de la ficción. Y su dispositivo tiene un nombre preciso: el escenario.

Y lo que hay que disponer ahí ha sido la consistencia específica del profesional del montaje escénico, el director de escena que en este caso concreto parece convocar a una tautología imposible, a menos que el director de escena confrontado en el dispositivo renuncie al montaje y defraude a la convención, o se transfigure en personaje y se precipite como Ícaro al vacío, como un vestuario inhabitado que ha perdido la condición del artilugio y se abandona en el rincón de las cosas olvidables.

Por el contrario, y me dispongo para el primer asalto si esta es una provocación teatral, la ocasión tendría que subrayar el reconocimiento que secularmente la teoría en general y la filología en particular, han escamoteado al arte que en el origen les dio lugar a ser y a adquirir un sentido perdurable. Porque teatro y teoría son palabras genealógicamente inseparables, tanto que si atendemos a su condición de dispositivos, resultan incomprensibles la una sin la otra.

Ambas palabras se derivan de la misma acción. El verbo griego theáomai quiere decir: contemplar. Teatro quiere decir mirador; teoría quiere decir contemplación. Así por virtud de la divina invención del teatro ha sido posible la invención del mundo como representación, no ya de la voluntad sino de la teoría, que en rigor no es otra cosa que aquella acción teatral que nos ha convertido en espectadores de nosotros mismos, no según el engaño de Narciso, sino por virtud de aquel prodigio epistemológico de una anagnórisis en la que nos reconocemos como otros, sujetos del acontecimiento, como poética de la existencia, medida del cosmos y escala de lo sobrehumano. Una necesidad del teatro tal que no parecen compartir los hombres de hoy y que sin embargo motivaba el optimismo teórico de Nietzsche para evocar los tiempos de aquellas miradas, desde aquel mirador capaz de proporcionarnos el consuelo intramundano de una era en la que la teoría era un asunto espléndido, porque a la luz de semejante mirador, todas las cosas eran bellas. Desde ahí la teoría llamó cosmos al mundo: adorno, morada donde habita el espíritu como impulso jovial que es capaz de otear con una mirada todo lo que hay en derredor. La gran panorámica, el vuelo libre de las almas, el mundo como una señal, como un saludo desde el todo; acudir al mirador era acudir a la contemplación de vastas perspectivas, descubrir un archipiélago de cosas que se distinguen en medio de un horizonte resplandeciente, ahí el pensamiento sucumbe al asombro de su propia escala sobrehumana. En semejante sobresalto, Fausto exclamaba: “¡Instante eres tan bello, detente!”

Al perder el significado del valor del teatro, no sólo se ha envilecido la escena, también la teoría ha perdido su jovialidad y su esperanza. Se ha convertido en un sórdido ejercicio nigromante. Por eso, desde el primer paso hacia el dispositivo se ha suscitado el primer asalto no de un combate de alguien contra nadie, sino de los presupuestos que podrían sostenerlo, porque ¿desde qué presupuestos críticos se puede acceder a la autocrítica, cuando la reflexión desenmascara la impostura de los participantes, susceptibles de elegir algún bando en el combate?

Desde que acudí por primera vez al mirador, hace ya muchos años y varias generaciones, según las unidades de medida del pensamiento contemporáneas, no encontré muchos interlocutores realmente interesados en preguntarse por el sentido o sin sentido del teatro en nuestros días. Y si atiendo a nuestro medio intelectual, sólo encontré un desprecio tal al teatro que sólo delataba su ignorancia. De ahí su intolerancia, porque la ignorancia ignorada, a más de estupidez, engendra intolerancia. Por ello, no suele practicar la autocrítica quien no cuenta con la indispensable interlocución de la crítica, y a cambio enfrenta al ridículo ejercicio de la calificación y la descalificación precisamente acríticas. Un juego vil de fobias y de filias indigno de la experimentación apasionada del que depende la tenaz iniciativa del teatro en estos tiempos difíciles.

En efecto, no tiene sentido el soliloquio autocrítico fuera del diálogo crítico.

No hay guerra civil al interior de una ciudad sitiada. Porque esa es la condición actual del teatro: ser una acción de resistencia.

No habrá de extrañar entonces que en semejante combate sólo quepa la agresión ritual, no de uno mismo, sino del deseo que lo funda, como autodefensa habitual frente al hostigamiento permanente en que ha de sobrevivir apenas proscrito el teatro entre nosotros.

Despejemos otro equívoco. Aquí el combate está emplazado en un agón escénico: el lugar de lo decible, el discernimiento de la imagen, que es siempre lo que dicen los otros, porque las palabras son siempre las palabras de los otros. En el caso de este dispositivo supuestamente autocrítico, sería lo que los otros dicen de mí, lo que los otros ven de mí que yo no puedo ver, aquel autoconocimiento paradójico que descubrimos en la mirada enigmática del otro, aquella revelación en la que nos conocemos a nosotros mismos sólo de oídas.

Nada resulta más teatral. Porque no es aquí el ámbito de aquellas opacidades espesas de la indecible intimidad en la que se entabla el combate con la propia sombra. Y no será aquí porque el impúdico intento quedaría en engaño, ya que su estricta imposibilidad es lógica. Lo indecible es mejor callarlo, nos advierte Wittgenstein. Quien mejor comprendió la condición de semejante comparecencia, tal vez haya sido Anselmo de Canterbury al expresarlo así:
Heme aquí, ante ti, desconocido, vengo ciego, tal como tú me ves, yo, que no te veo a ti; cuanto languidece en mí y desfallece ante tu encuentro, en el silencio de mi deseo, es cuanto puedo ofrecerte.
¿Qué otro yo parlanchín podría ser el antagonista de esa escena?

Si ensayara la escena del proemio famoso, yo tendría que invertir la metáfora teatral con la que el poeta confiesa su impostura para intentar el canto a la suave patria. Tendría que decir que yo, quien siempre entoné desde el foro los acordes violentos de la epopeya, no voy a venir aquí para asomar furtivo el rostro por las trampillas del foro, para ensayar los trinos del íntimo decoro.

Y si entonces, tras un cambio de escena intentáramos hallar la peripecia del combate en las irreconciliables tensiones que median las indescifrables relaciones entre el personaje ficticio en tanto obra y las circunstancias personales del autor, lo que acontece como constante es presenciar cómo enmudece la autocrítica y cuánto se desboca la crítica.

Podemos toparnos con Borges, por ejemplo, y leer aquel prodigioso relato a favor de la autonomía radical de la obra frente a la impostura de la crítica que pretende explicarla como proyección de su autor, cuando nos cuenta la fábula de Pierre Menard, autor del Quijote. Un escritor francés del siglo XIX que lograra escribir la réplica exacta del libro de Cervantes, para regocijo de una hermenéutica que ahí leyera, por virtud de la personalidad de su anacronista autor, el arribo literario de un autor a la inmortalidad. Nos cuenta Borges que Menard se imaginaba que:
Ser en el siglo veinte un novelista popular del siglo diecisiete le pareció una disminución. Ser, de alguna manera, Cervantes y llegar al Quijote le pareció menos arduo ­—por consiguiente, menos interesante— que seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote, a través de las experiencias de Pierre Menard. (Esa convicción, dicho sea de paso, le hizo excluir el prólogo autobiográfico de la segunda parte del Don Quijote. Incluir ese prólogo hubiera sido crear otro personaje —Cervantes— pero también hubiera significado presentar el Quijote en función de ese personaje y no de Menard. Éste, naturalmente, se negó a esa facilidad.) Porque finalmente estaba convencido de que todo hombre debe ser capaz de todas las ideas y así, sin saberlo, el mismo Borges encuentra la clave que podría descifrar el arte mayor de la actuación: la de aquella superior condición del artista capaz de ser y no ser el personaje que ya se asoma en el combate de realidades que quería contarnos el frustrado comediógrafo que desfallecía en Cervantes.
Si es verdad que aquel de quien hablamos nos habla, ¿de quién hablaremos?, ¿de Cervantes, de Cide Hamete Benengeli, de Alonso Quijano o de Don Quijote? Podríamos referirnos a todos ellos sólo cuando hablemos de la prodigiosa transfiguración de Quijano en Don Quijote. Es ahí donde sólo el teatro puede iluminar un sentido no hallado aún por la secular literatura y filología que tal milagro poético ha suscitado. Me refiero al cifrado homenaje a la condición metafísica del actor con que Cervantes parece consolarse de la opresión que le impuso el surgimiento de aquella tiranía cómica del fénix de los ingenios, monstruo de natura que desterró de las tablas sus dramas y confió su ilusión cómica al desván de los libros, donde aún yacen, como los justos en el seno de Abraham, esperando la hora de su irrenunciable adviento escénico.

Para vivir la ficción, Alonso Quijano cerró los libros y se hizo actor. No sólo necesitó inventar al personaje de Don Quijote, sino que tuvo que encarnarlo. Así consiguió transfigurar la realidad en el espectáculo de sus utopías.

Si Don Quijote se rinde fascinado a la ficción, no por eso se contenta con contemplarla como el espectador. Como el actor, se afecta personalmente de ella y sin reparar en los riesgos que impone a su mente, se introduce en la ficción misma, llevado por una pasión dramatúrgica: pretende transformarla. Así se topa con la realidad y la hace evidente a los espectadores de su locura, quienes ya nunca podrán verla como antes de su encantamiento. De la misma manera, el teatro puede ser esa ficción en cuya extraña lógica se descubre una realidad que clama por su transformación.

Las operaciones mentales del actor se asemejan más a los delirios de Don Quijote de lo que puede considerarse a primera vista; mucho más que sólo en aquel poder que le permitía al triste caballero ver en una venta paupérrima el castillo heroico de sus ficciones, el actor se le iguala en la extraña lógica de las acciones con que Don Quijote llevaba a las últimas consecuencias la realización de la ficción.

Como Don Quijote, el actor puede conseguir la transfiguración de la realidad por obra del encantamiento que entraña todo deseo, pero no alcanzará a entrar en la dimensión mágica de la escena si no descubre la enigmática causalidad que la produce y si al ponerse en ella no se rinde agradecido a la acción que aquella lógica exige como necesidad, porque sin gratitud muere el deseo, tanto como la fe sin obras.

Así como en realidad somos pensados por aquello que pensamos, cuanto he conseguido aprender del teatro me ha sido enseñado por los actores que dirijo.

Cuando el actor se pregunta si el personaje es realista o idealista, marxista o freudiano, nacionalista o universal, cristiano o budista, stanislavskiano o brechtiano, creyente o ateo, expresionista o impresionista, vivencial o formal, sanguíneo o melancólico, al ver pasar todos esos dilemas analíticos, debería contestarse apenas en un balbuceo, que no lo sabe. Aunque debería quedarse pensando que el personaje será un poco de todo eso, pero que sin duda es algo más que sólo eso; porque sobre todo, es también todo lo que no es eso.

Frente a semejante prodigio, de mí sólo podría afirmar a cabalidad que si algo he conseguido llegar a ser yo mismo, es ser testigo del asombro del que sucumbe a la condición de espectador de aquel espectáculo invisible que sucede en la mente del autor.

Quien reflexiona sobre la condición del actor, en realidad reflexiona sobre la condición humana en un sentido radical: el del ser humano en tanto persona. Lo que ya es un decir peligroso en estos tiempos difíciles para la subjetividad. Pensar en el actor es, de algún modo, pensar en aquel que habla el personaje, aquel que al hablar nos habla de nosotros mismos en tanto personas. Aquel de quien hablamos nos habla. Pensar en él es ya pensar en nosotros mismos en tanto lenguaje. Hablar de la actuación puede ser entonces pensar en la consistencia lingüística de lo que somos, tanto como en la consistencia indecible y subjetiva de lo que es el lenguaje. La tarea del actor habita entre las fronteras del texto y su misterioso poder flota en la evidencia de los signos. El llamado actor vivencial demuestra aquella afirmación de Lacan según la cual el inconsciente es la condición de la lingüística, tanto como el lenguaje es la condición del inconsciente. ¿De quién?, ¿del actor o del personaje?

De otro, del único cuerpo vivo sobre el escenario, el cuerpo simbólico donde lo real se diferencia de la realidad; ¿de un cadáver que habita la palabra viva?, ¿o de un cuerpo viviente que enuncia un lenguaje cadaverizado? De otro; no todo es carne, no todo es lenguaje.

El misterio del personaje reside en su inconsistencia real, en su ser ficticio, en esa irrealidad que exige ser representada por la realidad del actor, que a su vez sólo se realiza como actor gracias al personaje. Pero en realidad, ¿qué representa el personaje? A la persona, esa otra que subyace entre el actor y el personaje, esa única e irrepetible personalidad que sólo alcanza a ser la que es, cuando accede a la condición del actor y que consiste en ser y no ser el personaje. Por eso, el misterio del personaje es el de la persona capaz de mostrar a los demás cómo es realidad que cada ser humano es un misterio único, porque en tanto persona, cada uno es siempre nuevo, increíble, irrepetible en el mundo y por eso mismo es digno de ser contemplado. 

Lo escrito nos sobrevive, por eso escribe verdaderamente para el teatro aquel que descubre el peligro de la palabra que ha sido escrita para ser dicha y oída en el instante vivo del escenario. El texto dramático se vuelve rehén del tiempo: son otros los dueños de su secreto. Todo texto dramático es enigma, sale de su autor pero se queda: contiene palabras que nunca podrán ser retiradas, palabras que son sentencias perdurables sobre el destino pendiente del personaje, palabras que habrán de producir en el espectador insospechadas consecuencias. Por eso, escribir teatro ya es comprometerse.

María Bonilla propone sobre mi persona el dilema provocador de un combate mitológico: ¿ángel o demonio?

De tal proposición me interesan los rasgos estéticos que entraña y sus posibles consecuencias éticas. De ninguna manera me engancho en la estéril contraposición melodramática que también connota. Vivimos tal renovación del maniqueísmo que el discurso de la moral se ha salido del contexto ético.

Ángeles, de alguna manera, somos todos y con los ángeles tenemos que ver todos. La palabra griega angeloi quiere decir mensajero. Y todos los hombres somos siempre mensajeros, esto es, hombres entre hombres, intermediarios. Todos transmiten a los demás algo de lo que a su vez han sido informados. En estas transmisiones se cifra todo el proceso de humanización. La cultura, nos dice Gadamer, es esa conversación que nos sostiene. Por mucho que el actual predominio de los medios que ensalzan las imágenes y los aparatos esté consiguiendo la robotización de las relaciones, que paulatinamente se van reduciendo a relaciones de intercambio, la comunicación humana habrá de sobrevivir sólo donde sea capaz de recuperar la angélica necesidad de la relaciones personales.

En la era atroz en la que el medio se ha convertido en el mensaje se cumple la terrible premonición de aquella fábula de Kafka:
Se les ofreció la alternativa de escoger entre ser reyes o mensajeros de los dioses. Como niños, todos ellos quisieron ser mensajeros. Esta es la razón de que no haya más que meros mensajeros. Y así corren por el mundo; y dado que no hay rey alguno, se gritan los unos a los otros sus mensajes, que entre tanto, se han vuelto absurdos...
Tal es la absurda situación en la que los medios se han quedado sin remedio, produciendo la más monstruosa incomunicación imaginable. Millones de transmisores que no paran de dar ruidosamente vueltas al vacío, sin poseer ningún mensaje, de parte de nadie hacia nadie. Entre tal vociferación y verborrea, ¿quién habla realmente?

Y si así hemos llegado al peligro de perder la palabra, recuperemos entonces el silencio y en él, tal vez, volvamos a ser capaces de reencontrar al teatro, ese fulgor que precede a la palabra.

Porque esa es también la crisis actual del teatro al que siguiendo este orden de cosas, yo llamaría, según la metáfora de Massimo Cacciari, el ángel necesario: aquel mensajero que porta el mensaje indispensable para cada persona pero que no puede realizar su entrega porque está conminado a cumplir su misión en la inminencia del instante presente de la comparecencia física, pero sus destinatarios se han ausentado del presente, aquí y ahora de la escena, obsesionados por la telecomunicación donde han confundido los signos con las cosas, en una sonámbula virtualidad, fuera de la realidad.

El teatro entraña una promesa de plenitud distinta para cada uno. Aquello que anuncia depende de la consistencia de lo que se ha experimentado como ausencia o carencia. Los hartos no buscan. Sólo accede a la presencia quien presiente la ausencia. El teatro es representación y sólo clama por ser representado aquello que se ha ausentado de este presente descorazonado. Por eso, frente al mismo escenario cada quien presencia un espectáculo distinto. Nadie contempla el mismo paisaje desde el mismo mirador.

Si seguimos el sentido de este sendero, sorprenderá cómo la condición de demonio, el arcaico daimon , no sería una oposición al ángel, sino su más urgente superación, porque en él podríamos reconocer la procedencia del mensaje más allá del sujeto; el espíritu que inspira, posee y expresa a través de alguien, un contenido que no le pertenece y que ni siquiera le es dado comprender. Para Esquilo era el alma colectiva; para Sófocles, la pluralidad que cohabita en una persona; para Eurípides, aquel aliento que hace ser a uno él mismo en la respectividad de todos. Ninguna de estas acepciones resulta ajena para todo aquel que abraza la vida del teatro y consigue reconocer, como puedo testimoniarlo yo mismo, que nadie elige el teatro, sino que somos elegidos por el teatro. Artaud dice contaminados incurablemente por la peste.

Sólo puedo decir de mí que nunca pretendí ser una persona de teatro. Puedo hablar solamente entre penumbras del obediente seguimiento a las señales de una entrañable amistad que comenzó con una pregunta: ¿dónde moras? Después, lo más cercano a lo que sucedió, tal vez se pudiera contar con las señales del mito sobre la involuntaria misión de Jonás y las necedades de su rebeldía, hasta arribar al inefable momento en que fue escupido en la bahía de Nínive para sucumbir a la docilidad de aquel instante en que sin saber cómo, puesto de pie en medio de la asamblea, comenzaron a brotar de su boca palabras que no eran suyas, al ritmo de una elocuencia que jamás fue suya.

Pero aún hay otra posible implicación en la metáfora que ha servido de modo perverso para fundamentar el escándalo burgués contra las pequeñas comunidades que parecen amenazar la coexistencia anodina de su individualismo mercenario. En el Evangelio de Lucas se cuenta la liberación del endemoniado de Gerasa, un pobre hombre al que los demonios que poseía su interior lo arrastraban al desierto, lejos de la comunidad humana; tras el exorcismo Jesús le preguntó al demonio: ¿Cuál es tu nombre? Él contestó: Legión, porque habían entrado en él muchos demonios... A continuación nos dice Lucas que al volver la gente del pueblo que había ido a asomarse por donde se precipitaron los demonios, vio que el hombre ya curado yacía sentado, vestido y en su sano juicio, a los pies de Jesús y conversaban. Entonces toda la gente del país de los gerasenos les rogaron a los dos que se alejaran de ellos porque estaban poseídos de gran temor.

Difícilmente podríamos hallar mejor exposición de la paradoja que entraña la satanización de las relaciones intersubjetivas de toda pequeña comunidad. La posesión de la angustia misantrópica es siempre una legión que desborda al desierto del aislamiento individualista. Sin embargo, el efecto filantrópico de la liberación que religa a los liberados en la complicidad de una posible conversación entre personas, infunde más miedo que los demonios misantrópicos y ese miedo al poder de la liberación produce un óstrakon más alarmante aún. 

Tal ha sido el miedo que siempre ha infundido la cofradía de los cómicos en las sociedades del burgo.

El sujeto de la creación teatral es la comunidad de sus hacedores. Empero, el languidecimiento de su presencia en la sociedad contemporánea ha comenzado por la disolución de su condición colectiva y su consecuente mutación en el insolidario gremio de mercenarios que es hoy. Desde ahí se proscribe todo intento de formación comunitaria del sujeto del teatro como sujeto de una intersubjetividad re-ligante con el mismo procedimiento paradójico del episodio de Gerasa. Poseídos de temor, se habla de sectas sospechosas.

Como ha señalado recientemente Sloterdijk en tal actitud a lo que la gente llama sectas se trasluce el latente totalitarismo que subyace en la actual sociedad de mercado y sus intelectuales, toda vez que el mercado sólo tolera un modelo social relajado y refrigerado de sociedad como una asociación libre de clientes. Esto es lo que precisamente una comunidad artística que no produce mercancías no puede ser, a priori. Una agrupación artística de artistas de su propia personalidad es una comuna cálida, incubadora, reactor psíquico y suele estar mucho mejor organizada que esas masas frías atomizadas de los nómadas consumistas. La sociedad burguesa no puede tolerar cerca de ella una sociedad que esté mejor organizada y por eso declara la guerra a las comunas cálidas.

Es cierto que el Estado moderno, la forma política del mercado totalitario, garantiza la libertad de agrupación, pero sólo cuando estas llamadas agrupaciones sean instituciones, es decir, cuando son a su vez sociedades burguesas frías. Hoy las instituciones y las iglesias sirven como comunidades distendidas de consumidores. No se tolera fácilmente la libertad entusiasta para formar comunas, donde tal vez resida el detonante psicodinámico capaz de liberar a los últimos hombres de la implacable masificación del mercado.

Ésta fue, entre otras, una función primigenia de la comunidad teatral. No, el origen del teatro no fue religioso; el teatro inventó la religión.

El arte colectivo es también el emblema de la primera comunidad y fue en ella donde brotó por primera vez el sueño democrático.

Para concluir sin agresión ritual pero también sin apología, diré que he podido vivir el privilegio de lo que el teatro ha hecho de mí.

Fuera de sí, buscándose en los otros, vivo sin vivir en sí; el hombre de teatro aumenta el mundo con las personalidades ficticias que crea, las que lo van haciendo ser el que es, hasta que ese ser múltiple, instantáneo y diverso se convierte en la forma natural de su espíritu. Así será mejor aquel artista teatral que pierde la propia personalidad para llegar a ser únicamente el punto de reunión de una pequeña humanidad solo suya y de la que los demás, secretamente, quisiéramos llegar a formar parte.


Tavira, Luis. “De mí mismo como otro”, Fractal, n° 32, p. 45, 2004.

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