Las posibilidades de un teatro americano


Miguel Ángel Asturias
(1899-1974)


Una obra de teatro de mito maya-quiché, aventura literaria que nos proponemos a instancias de un diablo de amigo, nos ha hecho reflexionar sobre las posibilidades americanas —de la selva americana— para la escena actual. Y las siguientes notas son producto de estas reflexiones:

1) Documentos. Reflexionando sobre los elementos con que se cuenta, y volviendo los ojos a la documentación, en otras partes abundantísima, debemos decir que en América no existen más que dos obras netamente autóctonas: el Guerrero de Rabinal (maya-quiché) y la Ollantay (incaica), esta otra con influencias españolas, sin faltar quien crea que fue escrita en la época colonial, en el siglo XVIII. Muchas obras más de este género existieron, sin duda; mas fueron destruidas, si escritas, por los conquistadores, y si de tradición oral, se perdieron con la muerte de los que la sabían. En cuanto a lo que se escribió de teatro en castellano, durante la época colonial y después, no nos interesa.

2) Loas, convites religiosos, bailes de moros, etcétera. Estos elementos, desorientadores si no se les trata con precaución, tienen mucho valor en cuanto a su colorido, para nuestro propósito. El Mashimón, es la obra tipo de este género de teatro primitivo mezclado con temas religiosos españoles. El Mashimón se representa, sin ser La Pasión de Oberammargau, en los días de la Semana Santa, en Guatemala. El asunto de la obra es pobre. Posiblemente la transposición de Judas al mito indígena, pero no del Judas Iscariote del Evangelio, sino de un Judas que se parece mucho a don Pedro de Alvarado, el conquistador. Pero si el tema es pobre, la representación coreográfica alcanza gran esplendor y es una fuente virgen para los futuros “ballets” americanos. El Mashimón, por su importancia, es más que todas las otras representaciones de carácter semirreligioso que aún hacen los indígenas herederos de aquellos gloriosos mayas. El esplendor de los trajes y el arreglo de los bailables son absolutamente americanos, y vale la pena, para nuestro propósito, como uno de los puntos de mira que mejor pueden guiarnos. Los convites religiosos, los bailes de moros, etcétera, los anota la curiosidad, por conservarse en ellos la traza viva de las creencias nahualistas, tan arraigadas entre los indios del nuevo mundo. El nahualismo es la creencia en un animal protector, especia de Ángel de la Guarda, y en los bailes de moros y convites, aunque de carácter religioso-católico, cada hombre de los que figuran viste un traje de animal, un disfraz de toro, de tigre, de león, de culebra, en lo que los no avisados creen ver encarnaciones del demonio. La falta de recursos y la torpeza de los que se encargan de mantener y alquilar los vestidos y máscaras, han reducido mucho esas fiestas teatrales. De las loas y pastorelas cabe decir muy poco, carecen de significación americana hasta cierto punto porque en ellas lo autóctono se ha visto deformado, empequeñecido, reducido a las exigencias de teatrillo parroquial del año de la nanita.

3) Disquisición inoportuna. El campo inmenso del trópico fragante, la selva llena de sonidos, los mares olorosos a eternidad, las montañas “cogidas de la mano a la hora del crepúsculo”, los ríos impetuosos, los volcanes, que de jóvenes se coronan de columnas de humo y de viejos de cabellos de nieves perpetuas, todo esto y cuanto más que no se dice, espera que se le lleve al teatro, no en forma de bambalina, en forma de soplo, de símbolo, de potencia verbal que, por la fuerza de la evocación, llegue a crear con ellos un ambiente nuevo, el ambiente de la escena americana.

El exceso de elementos en este campo ha producido en los espíritus un desordenado anhelo, por lo extraño más simple, mejor dicho, más masticado: un tropical desembarazo por querer alojar en fórmulas europeas, casi todas caducas, lo que está por nacer como expresión nuestra de lo más nuestro, que es América.

La máxima dificultad del problema reside, por consiguiente, en buscar en América una fórmula teatral americana, y sólo americana, y hacia aquí deberían dirigirse los esfuerzos de todos los que en nuestro países escriben para el teatro a lo Benavente, a lo Bataille, a lo Pirandello. En París tuve la pena de asistir hace algunos años a la representación de la comedia de un sudamericano, y digo la pena porque la crítica fue unánime en el sentido de que nuestro autor había defraudado al público francés, que, ansiosos de exotismo, buscaba un espectáculo de miga americana, y se encontraba una pieza de tipo francés del más mediocre.

a) Decoración. En el teatro chino, la decoración es de palabra. El actor dice: es de noche, y ya es de noche, sin necesidad de bajar la luz, ni de obscurecer las bambalinas o presentar un cielo con estrellas y luna. En el teatro maya quiché que nos proponemos, teatro para representar al aire libre, sin escenario, a la altura del público, la decoración quedará reducida a lo más simple: a una cortinilla de color, amarilla si es por la mañana, por ejemplo, roja si es por la tarde, y negra si es por la noche. La magia del color primario como una frase permanente a los ojos del espectador, forzándole a la evocación. Pero, además, esa cortinilla tomará parte en las escenas, hablará, se animará con movimientos de viento suave o fuerte, será un elemento activo en la escena. Por otra parte, en la decoración deberá buscarse la desproporción. Árboles gigantes y animales pequeñitos, y gentes más pequeñitas aún. Y los árboles se pasearán de un lado a otro, subiendo y bajando a las montañas, discutirán con los astros, llamarán las lluvias bienhechoras… todo lo fantástico, fantástico hasta el absurdo, lo que sólo es posible en países que son “una locura del sol”. La magia del color y la desproporción constituyen las dos líneas a seguir en cuanto al decorado.

b) Declamación. Tratándose de un teatro primitivo, debe ser repetido y no recitado. El que recita, dice simplemente. No se plantea el problema de si sería mejor o no recitarlo, porque para sacarlo de las reglas retóricas queremos que sea repetido, como los niños repiten los primeros relatos fabulosos que hacen a sus amigos y parientes, como los niños repiten las frases convenidas en los juegos, con una entonación vaga, de conciencia semidormida, de alma que se despierta en una naturaleza de encantamiento, donde todo le maravilla.

Hay muchos juegos infantiles que son verdaderas manifestaciones de nuestro teatro incipiente, y en las que no se ha fijado la atención por tenerlas juzgadas con criterio retórico de profesor que sólo pone los ojos en lo que está sometido a la estéril disciplina de la hora de clase, de la pregunta y la respuesta de la lección, y de las “calistenias” importadas. Y a tal punto llega esta ceguera de los maestros en los países de América, que, con salvedad de México, en casi todas las fiestas infantiles, ningún sitio tiene lo americano y en cambio se da lugar a representaciones impropias para niños, como la del baile de los apaches.

En los juegos de nuestros niños encontramos guía y sostén para nuestra obra, que tiene que ser una diversión infantil, y nada más. América está jugando todavía, ¿por qué vamos a envejecerla con preocupaciones estéticas de naciones de más edad? Y así como entre los chicos se dice: ¡Vamos a jugar a los toros! ¡Vamos a jugar al ratón y el gato! ¡Vamos a jugar a andares!, así queremos que se diga de las piezas del teatro americano… ¡Vamos a jugar a Kukulkán!, que es como se titulan los tres telones mayas, repetidos nueve veces, que estamos componiendo.

¿Hasta dónde la renovación de la pintura mexicana ha sufrido las influencias, sin duda bienhechoras, de la obra realizada por los niños en las escuelas de pintura libre?

Este, naturalmente, es un primer paso. Luego, jugando, jugando, llegaremos en América a plantearnos los problemas sociales que agitan nuestro mundo, y que precisa que salten a las escenas, llevados por plumas de verdaderos revolucionarios, para comunicar a las multitudes el espíritu de los pensadores americanos que aspiran a la renovación completa de nuestros desacreditados sistemas democráticos.

Ya aquí surgiría la recitación. Este teatro social ya no sería repetido. El niño ha dejado de contar sus fábulas como loro y está en edad de interpretarse.

c) Fabulación. Como en toda fabulación auténtica, no se debe hacer caso alguno de la verdad. En el relato debe emplearse el método de yuxtaposición. No mezclar los acontecimientos, sobreponerlos simplemente. En este sentido, la palabra llegará a adquirir en su desnuda y tosca vibración un valor que le tiene robado el exceso de retórica, y, hasta cierto punto, nuevo. Y en cuanto al lenguaje, bueno es que se procure desposeerlo de cosa, y que sea alado, libre, religioso.

d) Escenas. Las escenas cortas, que probablemente hacen afluir más sangre al cerebro del espectador, pueden dar la impresión de lo americano tropical. Escenas cortas que giren como los astros en las noches despejadas, sin moverse moviéndose, para crear ese fondo de realidad y de mentira que hay en lo americano de nuestras latitudes. Escenas cinematográficas, que acaricien al espectador devoto y espinen el alma del espectador apático.

e) Máscaras. Es muy importante hacer lugar a las máscaras, que son tradicionales en nuestro teatro autóctono. Los personajes-animales, llevarán máscaras de animales, moviéndose torpemente, con paso tardo y como borrachos; los otros personajes llevarán también máscaras de animales, pero sus movimientos serán más sueltos, como los de los hombres. No faltará el personaje (hombre o animal) de máscara negra, lo que significa que es un personaje que toma parte en las escenas sin existir. En los códices y en los bajorrelieves de los templos mayas (Quiriguá, Copán, Uxmal), hay un tratado de ademanes y posturas que se debe aprovechar para los movimientos de la escena.

4) Otra disquisición. Pero el teatro tiene cabeza, tronco y extremidades, y las extremidades (perdón) las forma el público, que aplaude o patea. En cuanto al respetable, creo que al acercarse a este proyectado teatro de mito maya-quiché, debe olvidarse de que está en el teatro, pensamiento que le llevaría a la desesperación inmediata, como le sucedería al que saliendo de su casa a ver Fausto, resultara de espectador de un juego de prendas. Solicitamos un espectador que tenga un cincuenta por ciento para hablar en business, de creyente que asiste a la iglesia a oír misa; un veinticinco por ciento de visitante apasionado de museos de figuras de cera y museos en general; y un veinticinco por ciento restante de poeta y de niño. Mas como este espectador ideal ni con la diogénica lámpara lo encontraríamos, nos basta un espectador que se sienta capaz de hacer el tonto media hora. No serán muchos. El teatro es una diversión seria (¡y cara!) piensan los que han hecho de las salas de espectáculos el sitio para hacer la digestión de la cena (garbanzos, judías, puchero y dulce de leche), quiere que se le sirva en serio —y esto es lo trágico— una obra que no contradiga sus convicciones, para no interrumpirle “su” digestión, jamás se prestaría a hacer el tonto. De ahí que las obras de teatro, a fuerza de estar sometidas a este ambiente de estómagos llenos, sean en la actualidad un puchero de palabras entre bambalinas, intestinos que de puro viejos se están cayendo. El teatro de digestión o indigestión asquea, para eso mejor se queda uno viendo las estrellas en la calle.

El plan de trabajo antes expuesto, sometido a futuras correcciones, con infinitas lagunas, es un ensayo de programa para la creación de un teatro americano; y, despojado de toda pretensión (pasatiempo que sólo pueden permitirse los ociosos), como lo pensé lo escribo, sin quitar ni poner punto, en la esperanza de que pueda sugerir a espíritus más avisados que el mío, caminos claros, rumbos definidos, en busca, para el teatro, de lo más nuestro que en nosotros late: América.



Miguel Ángel Asturias. “Las posibilidades de un teatro americano”, El Imparcial, Guatemala, 18 de junio, 1932. [Originalmente escrito y publicado en francés en 1930 con el título “Réflexions sur la possibilité d’un théâtre américain d’inspiration indigène”. Este artículo fue incluido en la compilación de sus crónicas París 1924-1933: periodismo y creación literaria, edición crítica de Amos Segala, 1996, pp. 476-479].

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