De los objetos y otras manipulaciones titiriteras



Rafael Curci
(1963)

Esforzándose para alcanzar la libertad artística para
su deseo creativo, el hombre inventó el teatro de títeres.
A través de su descubrimiento se libera de la amenaza del destino,
creando para sí un mundo a su medida, y a través
de sus personajes fortalece su deseo, su lógica y su estética.
En resumen, llega a ser un pequeño dios en su propio mundo.
Vladimir Sokolov

Pareciera que los objetos muestran más mediante lo que encubren que a través de lo que representan.

En el teatro de títeres contemporáneo existe una variante muy aplicada en la actualidad y que tiene como denominador común a los objetos en sus formas y procedencias más variadas.

Estos objetos puestos en escena tienen como objetivo trascender siempre desde su artificialidad, desde su estructura intrínseca, representando muchas veces de manera simbólica distintos aspectos del hombre, ideas abstractas, estados oníricos, ficticios, etc.

El manipulador juega un rol fundamental en relación con estos objetos, ya que es él el encargado de trasmitirle una cuantiosa cuota de energía con el propósito de trasformarlos, alterarlos, resignificarlos.

Al igual que el teatro de títeres, el teatro de objetos no es ni busca el realismo; la ilusión de realidad que en él se percibe está más vinculada a los mecanismos de manipulación y a la yuxtaposición del objeto en un contexto que no es el habitual.

En la etapa de construcción de ese vínculo, el manipulador busca un punto de equilibrio, un eje físico donde proyectar las posibles acciones que le sugiere la figura. Establece un contacto con el objeto a través de lo físico y lo sensorial; vale decir, lo percibe tal cual es, para imprimirle movimientos aleatorios, mecánicos o deliberados, buscando en esencia una nueva instancia, una resignificación.

El manipulador explora la figura y, al mismo tiempo, va elaborando un espacio en el terreno de la ficción donde ese objeto pueda ser insertado.

El teatro de objetos es, entre otras cosas, movimiento, imagen, forma, y desde esa perspectiva se sitúa en el mundo de los signos y los símbolos. Los símbolos se manifiestan principalmente en formas abstractas, y éstas pueden ser encontradas en una nutrida variedad de objetos (fabricados o no por el hombre).

Una tetera, una cajita de música o una máquina de coser son objetos elaborados con un fin en sí mismos, para cubrir determinadas necesidades del hombre. Pero puestos en escena, sus funciones originales son transformadas por el manipulador, donde los objetos adquieren un poder sígnico ilimitado.

La interacción entre los objetos mutados, genera una dramaturgia más concentrada en despertar emociones disímiles, que en narrar una historia de manera lineal, racional.

Por esa razón, cuando el público asiste a una representación de teatro de objetos se ve en la necesidad de elaborar su propia historia para concebir la obra. Una misma escena puede ser interpretada de manera distinta por cada espectador, en virtud de que los objetos trasformados se constituyen en signos con propiedades ambiguas o polivalentes que, en algunos casos, se establecen también como símbolos.

Según Carl G. Jung, los símbolos son manifestaciones de los arquetipos. Jung concibe a los arquetipos como núcleos energéticos condensados y captados durante millones de años en el inconsciente colectivo o individual de los hombres. La conciencia humana tiene una carga energética, y cuando esa carga toca un arquetipo, esa fuerza es inmediatamente transferida hacia alguna región psíquica del hombre donde el arquetipo es reconocido. Y cuando un arquetipo es tocado por la conciencia se manifiesta recibiendo una forma.

En sí, el arquetipo es imperceptible, inobservable; él sólo se torna perceptible y notorio a través de los símbolos, en la medida que recibe una forma concreta. Y cuando esa forma se dispara desde un objeto transformado y potenciado en el marco de la representación, su poder sígnico se torna simbólico, generando un lenguaje con múltiples connotaciones alegóricas.


Bajo la sombra del Demiurgo

Muy de vez en cuando el titiritero se asume como demiurgo. Esto pasa cuando no le basta con mover las figuras y darles un toque de vida; el muy omnipotente se hecha encima la creación de una nutrida gama de universos dramáticos donde todo los elementos pasan a ser transformados o vueltos a crear.

Este individuo, el demiurgo, parte del precepto de que todo es materia maleable para sus propósitos expresivos y su obra suele ser el resultante de la manipulación de objetos despojados de su esencia y vueltos a concebir según su óptica personal, alterando su modo utilitario y su función específica, para reubicarlo en otros contextos.

La palabra, los sonidos, las luces y las sombras, son también modificables según el carácter que vayan tomando sus criaturas, cuyo destino es el de poblar universos plagados de zonas oníricas, a veces metafísicas.

De esta manera, el manipulador se constituye como un verdadero creador.

Su tarea va más allá de la mera construcción de un personaje o la animación pautada de un objeto; será también el hacedor de universos alegóricos, todos ellos verosímiles de acuerdo a las pautas que establezca para ese fin.

Bruno Schultz nos da un perfil bastante singular del demiurgo a través de un sugestivo relato titulado “Tratado de los maniquíes o el segundo génesis”:

El demiurgo, dijo mi padre, no tuvo el monopolio de la creación; ella es privilegio de los espíritus.
La materia posee una fecundidad infinita, una fuerza vital inagotable que nos impulsa a modelarla. En las profundidades de la materia se insinúan sonrisas imprecisas, se anudan conflictos, se condensan formas apenas esbozadas. Toda ella hierve en posibilidades incumplidas que la atraviesan con vagos estremecimientos. A la espera de un soplo vivificador, oscila continuamente y nos tienta por medio de sus curvas blancas y suaves nacidas de su tenebroso delirio
Privada de iniciativa propia, maleable y lasciva, dócil a todos los impulsos, constituye un dominio sin ley, abierto a innumerables improvisaciones, a la charlatanería, a todos los abusos, a las más esquivas manipulaciones demiúrgicas. Es lo más pasivo y desalmado que hay en el universo. Cada cual puede amasarla y moldearla a su arbitrio. Todas las estructuras son frágiles e inestables y están sujetas a la regresión y la disolución

El objeto se presenta ante los ojos del público tal cual es y paulatinamente se irá transformando —según el grado de existencia que su creador destine para su figura—, exigiendo que la misma sea mucho más sofisticada o intensa debido a que la naturaleza del objeto es la que domina todo el tiempo. El objeto nunca pierde su carácter utilitario; se constituye como signo desde su artificialidad siendo tal cual es, al tiempo que va adquiriendo otras identidades, otros significados.

Otra vez Schultz:

No hay ningún mal en traducir la vida a nuevas apariencias (...) No hay materia muerta. La muerte no es más que una apariencia bajo la cual se ocultan formas de vida desconocidas. Su escala es infinita, sus matices inagotables. Por medio de múltiples y preciosos arcanos, el Demiurgo ha creado numerosas especies dotadas del poder de reproducirse. Se ignora si estos arcanos podrán ser descubiertos algún día, pero no es necesario, porque si estos procedimientos clásicos nos fueron prohibidos de una vez para siempre, no por eso no habrían de quedar muchos otros, una infinidad de procedimientos heréticos y criminales.

El universo de los objetos despierta una infinidad de apariencias en la mente del hombre.

Traducir lo artificial en algo vivo es un procedimiento que se gesta a partir de la visión personal del artista que va a ejecutar la transformación.

La naturaleza de sus criaturas, el universo y las leyes que los gobiernan, toman forma a partir de la concepción de su creador, quien aplicará su impronta estética en todos y cada uno de los objetos que decide engendrar, producir.

Y para hacerlos tangibles no dispone de métodos ni recetas, sino que se ve obligado a inventar uno para cada ocasión, partiendo de una nueva génesis por cada objeto que transforma.

No aspiramos a realizar obras de largo aliento, seres hechos para durar mucho tiempo. Nuestras criaturas no serán héroes de novelas en varios volúmenes. Tendrán papeles cortos, lapidarios, caracteres sin profundidad. A menudo será sólo para que digan una palabra o hagan un único gesto que nos tomaremos el trabajo de llevarlos a la vida. Lo reconocemos francamente: no pondremos el acento sobre la durabilidad o la solidez de la ejecución.
Nuestras criaturas serán provisorias, hechas para servir una sola vez. Si se trata de seres humanos les daremos, por ejemplo, una mitad de rostro, una pierna, una mano, la que le sea necesaria para el papel que le toque representar. Sería una pura pedantería preocuparse por elementos secundarios si no estuvieran destinados a entrar en juego. Por detrás bastará simplemente con una costura, o una mano de pintura. Condensaremos nuestra ambición en esta arrogante divisa: un actor para cada gesto. Para cada palabra, para cada actitud haremos nacer un hombre especial. Así nos place a nosotros y será un mundo a nuestro capricho.

En un principio, se trata de descubrir las vidas de un objeto, sus múltiples utilizaciones, no las funcionales en base al objeto mismo, sino sugestiones, invenciones, o “encarnaciones” sorprendentes. ¿Cuál es su columna vertebral? ¿Cómo trabaja? ¿Puede marchar, bailar, deslizarse? ¿Y su dinamismo? ¿ Es veloz? ¿Puede hacerse lento? ¿Qué asociaciones nuevas puede despertar bajo una nueva luz y en otro contexto? ¿Cómo lo puedo manipular alterando o siguiendo la lógica de esas asociaciones? Si el objeto tiene “voz” ¿ cómo hacer surgir sus potenciales sonoras, como estructurarlas en melodías, en acentos que subrayen las acciones?

Estas vidas del objeto surgen cuando el manipulador proyecta sobre éste un recubrimiento ficcional pautado e intenso. Todo indica que el objeto queda inserto en inesperados contextos poéticos que dejan atrás la dimensión utilitaria o mundana de aquél.

Se diría que uno de los roles permitidos frente al objeto es el de precipitarlos en espacios ajenos, despojarlo de lo cotidiano para que sea capaz de simbolizarse en una nueva existencia con caracteres apócrifos, por que esa es su naturaleza.

Pero aún así esta ficcionalización, este como si, debe ser lo suficientemente flexible y quebradizo como para no ahogar y reprimir los “saltos” de tensión y de sentido que el objeto debe estar en condiciones de imponernos. El vínculo, el vaivén de mutuas influencias, resistencias y alteraciones entre el manipulador y el objeto es entonces, esencial.


El Objeto en escena

Es oportuno citar aquí a Josette Féral quien define de una manera bastante general la inserción de los objetos en el ámbito escénico:

Todo objeto teatral desde el momento que es llevado a escena, abandona su sistema de referencia inicial, sistema que lo integraba a una cultura dada y le atribuía una función precisa, para integrarse en un nuevo sistema, como es el de la escena, donde adquiere un nuevo sentido y una nueva función. En este sentido es posible decir que todo objeto escénico se convierte en el escenario en un objeto “construido”. Sin duda este objeto puede compartir con su referente inicial numerosas características comunes: forma, estructura e incluso función, aunque se trate de una semejanza puramente accidental. La realidad primera del objeto escénico es ante todo aquella que le da el sistema de la escena, porque sólo en ella adquiere sentido.

Cuando los objetos utilitarios son llevados a un espacio escénico asistimos a una serie de transformaciones: desde su inmutabilidad intrínseca nos sugiere variaciones en su tamaño, en la forma, el color, en la aparente solidez de su estructura.

El mismo objeto que permanecía opaco en una estantería, una biblioteca o en una alacena, parece potenciarse bajo la luz de un reflector, sugiriendo otras articulaciones, otros significados.

Pero no basta con poner un objeto en escena y echarle una luz; para que pueda trascender desde su forma interior necesite ser alterado desde afuera, por fuerzas externas que lo instalen en un plano o nivel distinto del que procede.

En un trabajo de investigación realizado para el Fondo Nacional de las Artes, Daniel Veronese y Ana Alvarado puntualizan algunas de las propiedades de los objetos en escena:

La condición de un objeto en un medio que no es el suyo contiene valor paradójico, valor poético. Esta condición sería generadora de acción, tendría una voluntad comunicadora. Puede ser metonímica la aparición de un objeto en escena. Un objeto puede narrar una parte por el todo.
El objeto produce inmediatamente en el observador, un proceso dialéctico entre la imagen y la idea. Un proceso dialéctico entre objeto y territorio que ocupa.
El observador se exige no solo indagar el objeto, sino también hay una nueva indagación del espacio, quizás ya conocido.
El espacio es resignificado, es indagado poéticamente.
Una indagación óptica, imaginaria, obscena, documentada.
La indagación poética como medio de conocimiento por vías que no son las racionales. Como manera de captar una realidad, que se sustraía a nuestros sentidos antes que ese objeto recalara en ese espacio, percibida a través de una apuesta a un nuevo sentido.
El espacio ha sido fecundado por un nuevo objeto.
El espacio se siente sacudido por un elemento extraño, frente al cual no es posible, por ahora, establecer una relación de dependencia.
No nos sirve buscar en nuestra memoria las viejas articulaciones del objeto en el anterior estado.
Ha logrado saltar de un estado a otro.
De su estado natural de representación, de significación, a un estado de representación nueva para un sujeto que lo observa.
¿Pero el objeto se ha desprendido totalmente de su anterior estado?
¿Podemos hablar de un nuevo objeto?
Es cierto que el objeto ha sido pervertido, perturbado, mutado. Se ha transformado su estado, su orden anterior.
Ya no debe responder a sus significaciones funcionales por las que era reconocido. Se encuentra libre para servir a una nueva práctica.


La seducción de una cajilla de cigarrillos

La luz cenital ilumina una cajilla de cigarrillos Marlboro, puesta sobre una mesita cubierta con un paño de terciopelo negro.

A un costado, se distingue un aparatoso radio-grabador a la espera de ser conectado.

Por detrás aparece un muchacho vestido de negro que se aproxima a la mesa y pulsa la tecla del aparato; una música rítmica y acompasada fluye por los parlantes (se trata de la banda sonora del film Nueve Semanas y Media), interpretada por el músico Joe Coker.

El muchacho toma la cajilla de cigarrillos con extrema delicadeza y la recuesta sobre la palma de la mano derecha; extiende los dedos índice y medio de la mano izquierda y recorre el contorno de la caja, simulando cálidas y sugestivas caricias.

La cajilla parece reaccionar ofendida al tacto provocativo de los dedos y simula apartarse de la mano acosadora, tratando de preservar su pudor y poniendo cierta distancia.

Pero los dedos vuelven a tentarla, recorren nuevamente todos sus contornos, deteniéndose en cada uno de sus ángulos con galantería y refinamiento.

La distancia entre la caja y la mano se empiezan a acortar, mientras los dedos juguetean arrebatados por los bordes del envase.

La caja desfallece ante el éxtasis de caricias, cae rendida hacia atrás sobre la palma de la mano y se deja llevar por la calidez del contacto.

Acto seguido y sólo con dos dedos, el muchacho retira la cinta dorada que sujeta el envoltorio de la caja haciéndola girar en el aire como una serpentina, para arrojarla luego sobre el tapete. La sensualidad de la música acentúa el clima voluptuoso y hasta parece sugerir la intención de las manos, el contenido de los gestos.

Sus dedos recorren ahora la parte superior del paquete. Quitan la parte de arriba del envase de celofán como si se tratara de una blusa que ciñe un cuerpo esbelto. La deja caer al suelo; luego se centra en la parte inferior del envase, donde sus dedos forcejean suavemente para descartar lo que queda del celofán, meneando la caja de tal manera que parece liberarse de una falda ajustada. Revolea el papel transparente al ritmo de la música y lo deja caer con sutileza sobre el tapete negro.

Los dedos vuelven a recorrer la superficie de la cajilla, como si trataran de mantener palpitante la llama de la seducción.

Por momentos, la caja se inquieta ante el atrevimiento del manipulador, pero desfallece un segundo después, embriagada de éxtasis.

Con sumo tacto el muchacho quita la estampilla de seguridad que protege la cajilla y con el dedo pulgar presionando sobre la tapa la desliza hacia atrás, dejando al descubierto el papel plateado que envuelve los cigarrillos. Tironea suavemente del pliego metálico hasta dejar al descubierto el contenido del paquete.

La yema de los dedos recorren la superficie tubular de los cigarros apretujados; se detiene sobre uno y comienza a alzarlo con suaves impulsos del dedo índice hacia arriba, ubicándolo por encima de los otros.

Lentamente, el manipulador alza la cajilla hasta la altura de su rostro y se pone de perfil; lleva el filtro sobresaliente hacia su boca y retira el cigarrillo suavemente, ejerciendo una leve presión con sus labios.

Saca un encendedor zippo del bolsillo del pantalón, enciende el cigarrillo y lo fuma satisfecho, exhalando una espesa bocanada de humo seguida de tres o cuatro aritos vaporosos, que se elevan por el aire hasta desvanecerse con los últimos compases de la música.

* * *

Esta acción común y cotidiana de abrir una cajilla de cigarros, se efectuó dentro de un marco teatral, activando todos los signos y convenciones que operan durante una representación.

Había también un público expectante que asistió a la muestra y posteriormente evaluó el trabajo, interpretando la escena según su criterio y comprensión.

El objeto (la caja de cigarros) no había sido transformado ni alterado para su manipulación en escena, sino que se presentó ante los ojos de los espectadores manteniendo su estructura original.

El manipulador no ejecutó el acto como si se tratara de una acción cotidiana, sino que hizo especial hincapié en darle una intencionalidad, que se centraba en el propósito de seducir a la caja para sacarle un cigarrillo. Con ese fin, tuvo que transformar el objeto en algo receptivo, en alguien que se opusiera a sus propósitos reaccionando de una manera o de otra.

En un principio la caja rechazaba las caricias y luego se sometió gustosa, hasta perderse en el juego ardoroso que le proponía el manipulador. El objeto se había transformado en esencia y no en apariencia, sólo que ahora había sido despojado de su función original para ser reinsertado en otro plano, el de la ficción. Mediante este procedimiento, el objeto saltó de un estado a otro, es decir, al simular una vida escénica tangible se tornó ambiguo, confuso, por momentos indescifrable. Durante todo el acto el objeto corrió el riego de prestarse a múltiples interpretaciones por parte de la audiencia; la presencia del operador manipulando el objeto con una intencionalidad determinada exhibió con éxito el juego de la seducción, pero dejó dudas sobre la trasmutación efectiva del objeto en personaje.

La música jugó un papel fundamental a la hora de definir actitudes e intenciones, en virtud de que aportó un clima envolvente desde lo sonoro, ya sea por su particular cadencia rítmica y melódica o por su vinculación directa con la temática del film (recordemos que la película tiene un alto contenido erótico) jugado a fondo por sus protagonistas.

Lo cierto es que un acto casi mecánico y cotidiano de abrir una cajilla de cigarrillos y encender un cigarro se vivenció de una manera distinta en todos y cada uno de los que participamos en la muestra (incluso mi versión escrita se debe tomar como una interpretación más del mismo acto).

Expongo a continuación seis ejemplos de los espectadores a, b, c, d, e, y f en base a los comentarios que hicieron sobre la escena en cuestión:

a) El muchacho es un sujeto tímido e incapaz de enunciarle sus sentimientos a una mujer, por esa razón juega la seducción con una caja de cigarrillos.
b) La protagonista era la caja, que representaba a una seductora bailarina de vodevil y el manipulador cumplía el rol de un asistente de escena.
c) El manipulador juega el rol de seductor-humano y reduce la imagen de la mujer a un fetiche. El objeto se convierte en la mujer-objeto y en consecuencia, solo satisface la lívido del hombre.
d) La caja de cigarrillos representa a la novia del sujeto y juega con ella rememorando o recreando un juego de seducción acontecido tiempo atrás o proyectándolo en un futuro.
e) El sujeto es un fumador empedernido y se deleita seduciendo cada caja de cigarrillos que debe abrir. El placer de la nicotina corriendo por su cuerpo calma su adicción, y se refleja en los aritos de humo que exhala hacia el final.
f) El sujeto es lisa y llanamente un onanista. Se masturba con la caja de cigarrillos a solas, en al intimidad de un baño y con música. La bocanada de humo del final remite a una eyaculación (!!)

Estas son algunas de las observaciones que se hicieron una vez concluido el acto. El auditorio estaba compuesto por titiriteros (con mayoría femenina) que participaron en la muestra presentando distintos trabajos.

Podemos arriesgar algunas conclusiones en base a las opiniones vertidas:

1. En primer lugar, todos vieron un acto de seducción; la manipulación fue justa y acertada, ya que logró decodificar y trasmitir una serie de signos claramente reconocibles por los espectadores.
2. El objeto presentado fue extraído de la vida diaria y puesto en escena sin alteración alguna. La transformación de la cajilla de cigarros en personaje sugirió cierto grado de ambigüedad (incluso de polivalencia) al no poder establecerse claramente como un sujeto escénico independiente; sin embargo, logró saltar de un estado a otro, es decir, ya no respondía a las significaciones funcionales por la que era reconocida en el mundo real pues había sido despojada de las mismas e insertada en otro contexto (en el marco de la representación teatral y ejecutando un rol).
3. La elección de la música y su connotación con el film influyó de alguna manera en la percepción del espectador durante el acto, aportando no sólo un clima, sino confiriéndole sentido y contenido a muchas de las acciones.
4. La relación manipulador-objeto despertó distintas interpretaciones en la platea, obligando a cada espectador a elaborar su propio guión escénico de lo que estaba viendo.

Estas observaciones son el resultante de un trabajo en particular, pero se convierten en una generalidad a la hora de comprender los distintos significados, las diversas lecturas de un mismo acto que propone el teatro de objetos durante una representación.

Los objetos puestos en escena y transformados no sugieren al espectador un lenguaje corriente o lineal, sino que apelan a una comprensión simbólica del echo dramático. Con la fuerza de las imágenes, ayuda a percibir las zonas brumosas que permanecen refractarias en nuestra mente iluminando los flancos ocultos de las cosas, que es donde suelen residir las claves de la realidad.


El objeto como accesorio del intérprete

Esta es una variante bastante utilizada en el teatro contemporáneo y su característica fundamental es que el objeto logra trascendencia sólo a partir de la interacción que establece junto al manipulador, convirtiéndolo en un signo polivalente.

Tadeusz Kowzan en su libro El signo y el Teatro ejemplifica esta variante de la siguiente manera:

La riqueza referencial mimética, metafórica, simbólica y estética puede dar lugar a la extrema sobriedad, a la valorización semántica del objeto- personaje como signo que resulta preservado. Acudiremos aquí a la palabra francesa “caballito” (que corresponde a una de las acepciones de hobbyhorse en inglés), definida en los diccionarios como caballo de madera, y también, desde 1835, como “barra de madera, objeto alargado sobre el que los niños se ponen a caballo”. La barra de madera es utilizada con esa función no sólo por un niño, sino también por un actor, siempre para representar un caballo. Si no esta ornado con una cabeza de caballo, si permanece como un objeto neutro, y por lo tanto polivalente, su papel semántico estará determinado por los movimientos, y eventualmente por los ruidos emitidos por el intérprete. Estático, inmóvil, no significa nada, y de cualquier modo no podría trasmitir la idea de un caballo. La colocación del objeto entra las piernas del sujeto (elemento proxémico), sus movimientos, los gestos y la mímica del actor, es lo que confieren a este último el estatuto de caballo, junto al objeto neutro, banal, que es la barra de madera.

La parte superior del cuerpo del intérprete representa al jinete, mientras que la función significante de sus piernas es ambivalente: son (miméticamente) las del actor, pero “significan” además las del caballo (signo mimético de carácter metafórico).

La barra de madera que imita a un caballo es un objeto o accesorio fácilmente distinguible y separable del actor pero sólo cuando es manipulado por este último adquiere el valor semántico de un caballo. Hay entonces, dos signos distintivos, el ser humano y la barra de madera, el último de los cuales es polivalente.

El objeto utilizado como accesorio no se establece nunca como sujeto-escénico (personaje) por sí mismo; sólo logra trascendencia cuando se ensambla o fusiona con la entidad física del manipulador y la unión de ambos sugiere uno o varios signos.

Veamos otros ejemplos que expone Kowzan:

En lo que se refiere a los objetos, el cetro de El rey se muere de Ionesco se convierte en un signo polivalente cundo el rey “se sirve de su cetro como de un bastón” y dice: “Este cetro aún puede ser útil”. Sin embargo, si sacamos de un bazar de accesorios este mismo objeto, para expresar tanto el cetro real como la batuta de un director de orquesta, el bastón de un mariscal, la férula de un preceptor, la porra de un policía, la fusta de un jinete o incluso la flauta de un músico, nos encontramos en presencia de diferentes signos (entendiendo siempre por signo la entidad constituida por un significante y un significado indisociables). Lo mismo podíamos decir de un objeto único manipulado por uno o varios personajes a lo largo de un espectáculo (...) El narrador —rapsoda— actor del Pansori coreano cuenta con un abanico como único accesorio, con el que indica la distancia, un camino sinuoso, una montaña o el viento; un abanico que se convierte en bastón, caballo, carta o sombrilla. Un único objeto (significante) varios signos.


La ambigüedad y la polivalencia sígnica de los objetos

Señalamos que los objetos en escena se remiten a sí mismos y que sólo a través de la manipulación y de su inserción potenciada en el plano de la ficción logran resignificarse.

El objeto logra trascendencia cuando se establece como personaje o sujeto-escénico, constituyéndose como entidad independiente y con un rol específico. De esta manera, el objeto se torna ambiguo o polivalente, no como objeto-accesorio del manipulador, sino como una entidad, un signo autónomo que remite a otros signos.

Pero ese nuevo estado que logra el objeto durante la representación propone múltiples lecturas para el espectador, es decir, el objeto convertido en signo es interpretable e interpretado de modos diversos.

Decimos que un objeto es polivalente cuando presenta dos o más significados posibles (todos ellos válidos), cuando tenga una pluralidad de sentidos.

Tal es el caso, especialmente representativo, de un signo que remite a dos o varios significados, a los que corresponde un significante (unidad en el plano de la expresión, pluralidad en el plano del contenido).

La ambigüedad surge cuando no está clara la significación de un signo, cuando resulta indefinida o indefinible, cuando queda ilegible, indescifrable, en una palabra, ambigua.

Conviene advertir que un signo puede ser polivalente y ambiguo al mismo tiempo, y que puede pasar de la ambigüedad a la polivalencia.

Hay una relación dialéctica entre ambos fenómenos, pues se oponen en todo aquello que se complementan.

La polivalencia, tal como la hemos definido, se refiere sobre todo a la riqueza, a la abundancia semántica.

Con respecto a lo que llamamos ambigüedad, el rasgo característico recae en la falta de precisión, en la fluidez, en la opacidad; el significante corre el riesgo de referirse a sí mismo, o de prestarse a las más diversas interpretaciones, a veces completamente fantasiosas, oníricas, metafísicas.

Y este fenómeno es inmanente en el teatro de objetos.

Se trata igualmente de riqueza, pero de una riqueza en estado virtual.

La ambigüedad constituye no sólo un rasgo característico de los objetos llevados a escena, sino también la esencia de su dramaturgia, en virtud de que la misma es el resultante de múltiples conjeturas que el receptor (espectador) tendrá que ir descifrando.

Para finalizar, volvemos a Schultz:

¡Y bien! Es nuestro amor por la materia como tal, por lo que ella tiene de aterciopelado y de poroso, por su consistencia mística. El Demiurgo, ese gran artista y maestro, la hace invisible, la disimula bajo el juego de la vida.
Nosotros, muy por el contrario, amamos sus disonancias, sus resistencias, su grosera torpeza. Nos gusta discernir bajo cada gesto, bajo cada movimiento, sus duros esfuerzos, su pasividad...
En una palabra, queremos crear al hombre por segunda vez, a imagen y semejanza del maniquí.


Curci, Rafael. “De los objetos y otras manipulaciones titiriteras”, De los objetos y otras manipulaciones titiriteras, Buenos Aires, Tridente Libros, 2002, pp.73-87.


Fotografía: Fitafloripa.

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