Distanciando a Brecht



Mario Vargas Llosa
(1936)

Imposible vivir en Berlín en este año de 1998 sin toparse a cada paso con la vida, la obra y la cara triste de Bertolt Brecht, singularizada por sus anteojos de miope, su puro capitalista y su gorrita proletaria. El centenario de su nacimiento se celebra con una profusión de exposiciones, representaciones, publicaciones y debates que da vértigo. Hasta la televisión alemana se ha sumado a los festejos adquiriendo los derechos para transmitir treinta y cuatro películas codirigidas, escritas y adaptadas por Brecht, o inspiradas en sus obras.

Yo, desde luego, lo celebro. Aunque siento una profunda antipatía moral por el personaje y discrepo frontalmente con sus tesis sobre el teatro y la literatura, sigo bajo el hechizo de su genio creador, que descubrí de adolescente, y que me ha llevado desde entonces a leerlo, verlo y oírlo en todas las lenguas a mi alcance. Contribuyo ahora a los homenajes que se le rinden, intentando, en mi insuficiente alemán, hacer lo mismo en el idioma al que —lo reconocen tirios y troyanos— enriqueció con su poesía y sus dramas como pocos escritores de este siglo. (Diré de paso que, en español, Brecht ha tenido suerte: las traducciones de sus obras hechas por Miguel Sáenz son espléndidas).

Su teoría más famosa es la de la distanciación, el teatro épico, crítico de la realidad social y sacudidor de la conciencia del espectador, que debía reemplazar al aristotélico, imitador de la Naturaleza, que sume al público en la ilusión, ahoga su razón en la emoción, y lo lleva a confundir el espejismo que es el arte con la vida real. Para cumplir su labor pedagógica, instruir a los espectadores en la verdad e incitarlos a actuar, el teatro —el arte— debía ser concebido de modo que alertara sobre su propia condición —hechiza, artificial— e hiciera visible la frontera que lo separa de lo vivido. Esta idea, que hubieran suscrito sin vacilar los teólogos vaticanos partidarios del arte edificante —en su caso, las verdades que el arte debía hacer patentes no eran la lucha de clases como motor de la historia y la revolución proletaria que acabaría con la sociedad burguesa, sino las consecuencias del pecado original y el misterio de la transubstanciación—, se hubiera evaporado sin pena ni gloria si, a la hora de ponerla en práctica, el talento de Brecht no hubiera sido capaz de perpetrar aquella operación fraudulenta que, según su teoría, el arte debía evitar mediante la distanciación: hacer pasar gato por liebre, la ilusión fabricada por la realidad vivida, algo que han hecho y seguirán haciendo todos los verdaderos creadores mientras el arte no sea sustituido del todo por la realidad virtual. Porque, materializada en las obras que escribió y representada sobre un escenario, esta tesis adquiere una fuerza persuasiva tan grande como las prédicas sobre los valores cristianos en una obra bien montada de Calderón de la Barca. En ninguno de los dos casos este poder de persuasión es congénito a las supuestas verdades que aquellas obras pretenden comunicar; él nace de la destreza técnica, la elocuencia verbal y la astucia de la factura artística, tan ricas que dan un semblante de verdad —verdad científica o verdad revelada— a lo que no es más que ilusión, ficción o, más crudamente, en Brecht y Calderón, patraña ideológica y dogma religioso.

Además de escribir con un talento fuera de lo común, Brecht, desde los años treinta, pero, sobre todo, en el Berliner Ensemble, el teatro que fundó y dirigió en la República Democrática Alemana desde 1949 hasta 1956, desarrolló una técnica del trabajo actoral y del montaje escénico de una enorme originalidad, que tuvo una influencia extraordinaria en todo el mundo. Esta técnica pretendía, mediante recursos que abarcan desde detalles escenográficos, alteraciones del flujo temporal de la representación, cambios de ritmo en la actuación, hasta el uso de collages audiovisuales con referencias a hechos históricos ajenos a la anécdota, ir matando la ilusión, impidiendo al espectador abandonarse a la ficción artística, obligándolo a mantenerse consciente de que lo que está espectando es el teatro, no la vida, y sacando por tanto las conclusiones morales y políticas pertinentes de lo que veía respecto al mundo que lo rodeaba.

En la prácica, desde luego, esto no funcionó nunca como en la teoría. Ni en los tiempos en que Brecht y Helen Weigel eran funcionarios de la DDR, uno de los Estados policiales más oscurantistas y corruptores de la conciencia humana que haya conocido la historia, ni ahora, en que, convertido en museo viviente brechtiano, el envejecido Berliner Ensemble monta aún las obras del fundador respetando ortodoxamente el método distanciador (con desigual fortuna en los últimos meses: un excelente Leben des Galilei, un discutible Arturo Ui y una delicada posmodernización de Vuelo sobre el Atlántico hecha por Robert Wilson).

En la realidad, la distanciación no sirvió para acabar con la naturaleza convencional de la puesta en escena, sino para sustituir una convención por otra, desdoblando el espectáculo de una obra en dos vertientes: la anécdota dramática y la técnica distanciadora. El aparato escenográfico y la conducta actoral destinados a remitir al espectador a la realidad y a mantenerle alerta la conciencia, de hecho, se constituyen de por sí en otra ficción, incorporada o añadida a la primera, en otra forma de ilusión, no menos hechiza y artificial que la de la obra dramática, a la que termina por integrarse, enriqueciéndola (en los montajes logrados) con una novedosa dimensión.

* * *

Ni antes, en las épocas en que las “verdades” del catecismo marxista que el teatro de Brecht creía difundir tenían una vasta audiencia en el mundo (en el mundo no sometido a la realidad de los gobiernos marxistas, quiero decir) ni ahora, que, salvo puñaditos de despistados, nadie cree en ellas, han salido los espectadores de un espectáculo brechtiano a inscribirse en el Partido Comunista. (Tampoco salían corriendo en pos de un confesionario los de un auto sacramental de Calderón en el Siglo de Oro). Salían y salen, encantados, no de haber sido esclarecidos y educados por un conocedor de la verdad, un consejero que los ha enrumbado por la buena senda doctrinaria, sino de haber vivido una hermosísima mentira, una ilusión falaz, que, por unas horas, embelleció e hizo más intensas sus vidas, arrancándolos de la vida verdadera y sumergiéndolos en la impalpable e impredecible vida alternativa que crean los artistas. Ni más ni menos que cuando salen de ver una buena representación de Sófocles, Shakespeare, Valle-Inclán o Ionesco. Que vivir la ilusión no es algo inocuo, una fugaz diversión, que aquélla deja huellas, a veces muy profundas, en las conciencias, es indiscutible. Pero, también, que estos efectos del arte no los puede planificar ni determinar un creador, aun de tanto talento como Brecht, porque aquellos efectos tienen que ver con la infinita complejidad del fenómeno humano, y la del objeto artístico, que, al entrar en comunión, producen reacciones y consecuencias múltiples, divergentes, en función de la diversidad de los seres humanos y de las cambiantes circunstancias en que se hallan atrapados. No es imposible que un drama de Calderón precipitara en el ateísmo militante a algún espectador y otro saliera de una lección teatral-dialéctica brechtiana convencido de que Dios existe.

Afortunadamente es así, porque, si debiéramos juzgarlas por las racionales convicciones y esquemáticas creencias que propagan, salvo un puñado de obras que escaparon a la cota de malla ideológica —las primeras que escribió, como Tambores en la noche, En la selva de las ciudades, de resabios anarquistas, y las menos propagandísticas, como La ópera de tres centavos— poco quedaría hoy de los dramas `didácticos' de Bertolt Brecht. Ellos describen una realidad social e histórica en términos de un maniqueísmo rígido, donde los seres humanos son meros plenipotenciarios de abstractas teorías, huérfanos de misterio, libertad y soberanía, ni más ni menos que los títeres de las barracas. Eso sí, el titiritero que los mueve luce una destreza consumada, y es capaz, por ello, de insuflar una ilusión de vida y verdad adonde —si nos distanciamos para juzgarlo con la frialdad conceptual con que él quería que el arte juzgara a la vida— había sobre todo embauque y propaganda.

A la vez que rendimos un homenaje a su genio, y a sus aportes al teatro, no deberíamos olvidar, sin embargo, que detrás de las generosas proclamaciones en favor de la justicia, del progreso y de la paz, que chisporrotean en las obras de Brecht, estaba el Gulag, así como detrás de las piadosas moralizaciones de Calderón ardían las parrillas de la Inquisición. Mientras el autor de Terror y miseria del Tercer Reich recibía el Premio Stalin, muchos millones de inocentes —más aún que los que perecieron en los campos de concentración nazis— padecían tormento y morían en Siberia, y, entre ellos, innumerables militantes comunistas —algunos, buenos amigos suyos— caídos en desgracia. Semejantes horrores ocurrían bajo las narices del director del Berliner Ensemble; pero él miraba hacia otro lado, hacia el mal absoluto, el verdadero enemigo, el Occidente explotador y putrefacto, el imperialismo donde anidaba ya el nuevo nazismo. Que él sabía muy bien, o por lo menos mucho, de lo que ocurría a su alrededor, aparece ahora con luz cegadora en su correspondencia privada, que publica Surkhamp. Pero, en público, él callaba. Recibía medallas, un buen salario, un teatro, honores, premios, de un régimen que lo utilizaba para su propaganda, y que, por lo demás, ni respetaba su obra ni tenía el menor escrúpulo en censurarlo. El se dejaba utilizar, censurar, y, aunque deslizaba a veces algunos rezongos en oídos seguros —para redimirse ante la posteridad—, se prestó a la farsa y fue, en esos últimos siete años de su vida, lo que Neruda, otro genio de moral hemipléjica, hablando de los poetas franquistas, llamó un silencioso cómplice del verdugo.

¿Es mezquino hurgar en estas humanas debilidades del genio en medio del fuego de artificio y las fiestas con que el mundo celebra su primer centenario? No, si el genio, como ocurrió con Bertolt Brecht, quiso ser no sólo un buen escribidor, sino, también, un director de conciencia, un dómine en cuestiones morales y políticas, un profesor de idealismo. Para eso es indispensable, además de una pluma sutil y una imaginación fulgurante, una conducta coherente. Es decir, predicar con el ejemplo.


Vargas Llosa, Mario. “Distanciando a Brecht”, artículo publicado en El País, Madrid, 1998.

No hay comentarios:

Publicar un comentario