Las memorias de Isadora Duncan



José Carlos Mariátegui
(1894-1930)

La Duncan es una de las mujeres de cuya biografía el historiador de La Decadencia de Occidente, entendida o no según la fórmula tudesca de Spengler, difícilmente podría prescindir. Las danzas y, sobre todo, la novela de Isadora Duncan, constituyen uno de los más específicos y grandiosos espectáculos finiseculares de la época. En el pórtico del 900, la figura de Isadora Duncan tiene, quizás, la misma significación que la de Lord Byron en el umbral del siglo pasado. El rol de Isadora, en la iniciación de este siglo, es un rol byroniano. Lord Byron es el hijo de la aristocracia, que al servir bizarramente la causa de la libertad y del individualismo, abandona los rangos y la regla de su clase. Isadora Duncan es la hija de la burguesía, partida en guerra contra todo lo burgués, que combina el ideal de la rebelión con los gustos del decadentismo. Clásicos y paganos los dos en sus admiraciones, una actitud común los identifica: su romanticismo. El caso de Lord Byron no podía repetirse exactamente, sin más diferencias que las de tiempo y lugar. El byronismo necesitaba en el 900 una expresión femenina. Sólo en una mujer era posible que lograse plenamente su acento novecentista, Isadora Duncan, burguesa de San Francisco, no es menos lógica históricamente que Lord Byron, aristócrata de Londres, como espécimen de romanticismo protestatario y escandaloso. Tenía que ser Norteamérica, exultante de juventud y de creación, un poco áspera y bárbara todavía, la que diese a Europa esta artista Ubérrima, enamorada por contraste de la Hélade. Europa era ya demasiado vieja y escéptica, en los días de la Exposición Universal de París, para inspirarse en los vasos griegos del Museo Británico y del Louvre, con la misma religiosidad que Isadora y Raymundo Duncan, llegados de San Francisco, y en quienes alentaba aún algo del impulso de los colonizadores y algo de la desesperación de los buscadores de oro. Ninguna europea contemporánea de la Duquesa de Guermantes ni de Eglantina (1) habría podido tomar, tan apasionadamente, en serio la danza griega y concebir tan místicamente el ideal de su resurrección. D'Annunzio mismo, en la reconstrucción arqueológica, no ha pasado de la retórica, entre los contemporáneos de la Duncan y su hermano. En el arte y la vida de la Duncan, la cultura y la ciencia son de Europa, pero el impulso y la pasión son de América.

Isadora, en su autobiografía (2), no sólo sabe contarnos los episodios de su existencia aventurera y magnífica, sino también definirse con penetración muy superior a la de la generalidad de sus críticos y retratistas. Los que veían exclusivamente decadentismo o clasicismo en la artista, sensualidad y libídine en la mujer, se equivocaban. Isadora Duncan no desmentía su origen y su formación norteamericanas. Era de la estirpe de Walt Whitman. Una descendiente legitima del espíritu puritano y pioneer. Debía a su sangre irlandesa, la pasión y el sentimiento artísticos; pero debía a sus raíces puritanas su sentido religioso e intelectual del arte. «Yo era todavía —escribe— un producto del puritanismo americano, no sé si por la sangre de mi abuelo y de mi abuela que, en 1849, habían cruzado las llanuras sobre un carromato de campesinos, abriéndose camino a través de los bosques vírgenes, por las Montañas Rocosas y las planicies quemadas por el sol, huyendo de las hordas hostiles de indios o luchando con ellas, o por la sangre escocesa de mi padre, o por cualquier otra cosa. La tierra de América me había confeccionado como ella confecciona a la mayoría de sus hijos: había hecho de mí una puritana, una mística, un ser que lucha por la expresión heroica y no por la expresión sensual. La mayoría de los artistas americanos son, a mi juicio, de la misma vena. Walt Whitman, cuya literatura ha sufrido prohibiciones y calificaciones de indeseable, y que ha cantado los goces corporales es, en el fondo, un puritano, y lo mismo sucede con la mayoría de nuestros escritores, escultores y pintores». Ninguna de las contradicciones aparentes de que está hecha la biografía de la Duncan debe, por esto, sorprendernos. Isadora Duncan, como George Sand, pretende que en el amor tendía por naturaleza y convicción a la fidelidad. La romántica dejaría de ser romántica si no pensase de este modo; y dejaría también de ser romántica si practicase la fidelidad hasta sacrificarle su libertad de movimiento, de inspiración y de fantasía. Partidaria del amor libre desde los doce años, virgen hasta los veinte, Isadora Duncan es siempre esencialmente la misma. Y, en lo artístico, ninguna latina —francesa o italiana— habría podido efectuar su aprendizaje de la danza con un desprecio tan profundo de la coreografía profesional, y una rebeldía tan radical contra sus estilos y escuelas; ninguna habría hecho de Rousseau, Whitman y Nietzsche sus maestros de baile. Su naturaleza positiva, su educación clásica, su sentido del orden, se lo habrían impedido. Porque, contra el prejuicio corriente, el sajón es más romántico y aventurero que el latino y está siempre más propenso a la locura y al exceso. No hay imagen más falsa que la del anglosajón o la del alemán invariablemente frío y práctico. Iliá Ehrenburg estaba en lo justo cuando declaraba a Alemania más excesiva y dionisíaca que a Francia, ordenadora y doméstica, fiel a la medida y al ahorro. Yo he sacado la misma conclusión, de mi experiencia en ambos países. Y me explico el que Isadora obtuviese sus primeros delirantes triunfos en Berlín, en Munich y en Viena.

Su victoria en Francia no podía ser tan extrema, instantánea y frenética. Francia —París, mejor dicho— llegó a amarla, pero con precaución y mesura. Y, acaso, por esto, la conquistó más. Por esto, o porque el universalismo de París y de la cultura francesa convenía más a la exhibición de Isadora que el regionalismo o el racismo de Inglaterra, siempre algo insular, y de Alemania, siempre algo abstrusa. En torno de estas cosas, las observaciones de Isadora Duncan son generalmente exactas. Por ejemplo, ésta: «Se podría decir que toda la educación americana tiende a reducir los sentidos casi a la nada. El verdadero americano no es un buscador de oro o un amante del dinero, como cree la leyenda, sino un idealista y un místico. Esto no quiere decir, ni mucho menos, que los americanos carezcan de sentidos. Por el contrario, el anglosajón en general y el americano en particular, por su sangre celta, es en los momentos críticos más ardiente que el italiano, más sensual que el francés, más capaz de excesos desesperados que el ruso; pero la costumbre que ha creado su educación ha encerrado a su temperamento en un muro de acero, frío por fuera, y esas crisis no se producen sino cuando un incidente extraordinario rompe la monotonía de su vida».

La vida de la Duncan nos explica bien su arte, su espíritu y su fuerza. La pobreza que sufrió en la infancia, por el divorcio de sus padres, despertó y educó sus cualidades de luchadora. El bienestar y el confort habrían sido contrarios al surgimiento caudaloso y avasallador de su ambición. La Duncan es, sin duda, absolutamente sincera y acertada en estas palabras: «Cuando oigo a los padres de familia que trabajan para dejar una herencia a sus hijos me pregunto si se darán cuenta de que, por ese camino, contribuyen a sofocar el espíritu de aventura de sus vástagos. Cada dólar que les dejan, aumenta su debilidad. La mejor herencia consiste en dar a los niños la mayor libertad para desenvolverse a sí mismos».

Las memorias de la Duncan no alcanzan sino hasta 1921. Terminan con su partida a Rusia. La Duncan había querido continuarlas en un volumen sobre sus dos años de experiencia en la Rusia bolchevique. Su arte y su vida habían sido siempre una protesta contra el gusto y la razón burguesas. «Con mi túnica roja —escribe ella— he bailado constantemente la revolución, y he llamado a las armas a los oprimidos». Prerrafaelista, helenizante, decadente, en las varias estaciones de su arte, Isadora Duncan obedecía en su creación a un permanente impulso revolucionario. Fue uno de los más activos excitantes de la imaginación de una sociedad industrial y burguesa. Y las limitaciones, la mediocridad, la resistencia que encontraba en esta sociedad, la incitaban incesantemente a la rebelión y a la protesta.


(1) Personajes de Marcel Proust en su obra En busca del tiempo perdido.
(2) Aunque Mariátegui no lo menciona nunca, la autobiografía de Isadora Duncan se titula My Life (Mi vida), y se publicó por primera vez en 1927. No es claro si Mariátegui la leyó en inglés.


Mariátegui, José Carlos. “Las memorias de Isadora Duncan”, Variedades, Lima, 17 de julio de 1929. Reproducido en Repertorio Americano, tomo XIX, Nº 14, San José, Costa Rica, 12 de octubre de 1929. Fue incluido en el libro El artista y la época, Biblioteca Amauta, Lima, Perú, 1959, páginas 197-201.