La casa de Molière



Mario Vargas Llosa
(1936)

A fines de los años cincuenta, cuando vine a vivir a París, aunque uno fuera paupérrimo podía darse el lujo supremo de un buen teatro, por lo menos una vez por semana. La Comédie Française tenía las matinés escolares, no recuerdo si los martes o los jueves, y esas tardes representaba las obras clásicas de su repertorio. Las funciones se llenaban de chiquillos con sus profesores, y las entradas sobrantes se vendían al público muy baratas, al extremo que las del gallinero —desde donde se veía sólo las cabezas de los actores— costaban apenas 100 francos (pocos centavos de un euro de hoy). Las puestas en escena solían ser tradicionales y convencionales, pero era un gran placer escuchar el cadencioso francés de Corneille, Racine y Molière (sobre todo el de este último), y, también, muy divertido, en los entreactos, escuchar los comentarios y discusiones de los estudiantes sobre las obras que estaban viendo.

Desde entonces me acostumbré a venir regularmente a la Comédie Française y lo he seguido haciendo a lo largo de más de medio siglo, en todos mis viajes a París: Francia ha cambiado mucho en todo este tiempo, pero no en la perfecta dicción y entonación de estos comediantes que convierten en conciertos las representaciones de sus clásicos.

Vine también ahora y me encontré que la Gran Sala Richelieu estaba cerrada por trabajos en la cúpula que tomarán todavía más de un año. Para reemplazarla se ha construido en el patio del Palais Royal un auditorio provisional muy apropiadamente llamado el Théâtre Éphémère. El local es precario, el frío siberiano de estos días parisinos se cuela por los techos y rendijas y los acomodadores (nunca había visto algo semejante) nos reparten a los ateridos y heroicos espectadores unas gruesas mantas para protegernos del resfrío y la pulmonía. Pero todos esos inconvenientes se esfuman cuando se corre el telón, comienza el espectáculo y el genio y la lengua de Molière se adueñan de la noche.

Se representa Le Malade imaginaire, la última obra que escribió Jean-Baptiste Poquelin, que haría famoso el nombre de pluma de Molière, y en la que estaba actuando él mismo la infausta tarde del 17 de febrero de 1673, en el papel de Argan, el enfermo imaginario, víctima de lo que los fisiólogos de la época llamaban deliciosamente “la melancolía hipocondríaca”. Era la cuarta función y el teatro llamado entonces del Palais Royal estaba repleto de nobles y burgueses. A media representación el autoritario y delirante Argan tuvo un acceso de tos interminable que, sin duda, los presentes creyeron parte de la ficción teatral. Pero no, era una tos real, cruda, dura e inesperada. La función debió suspenderse y el actor, llevado de urgencia a su casa vecina con una vena reventada por la violencia del acceso, fallecería unas cuatro horas después. Había cumplido 51 y, como no tuvo tiempo de confesarse, los comediantes de la compañía formada y dirigida por él, junto con su viuda, debieron pedir una dispensa especial al arzobispo de París para que recibiera una sepultura cristiana.

Buena parte de esos 51 años de existencia se los pasó Molière viviendo no en la realidad cotidiana sino en la fantasía y haciendo viajar a sus contemporáneos —campesinos, artesanos, clérigos, burócratas, comerciantes, nobles— al sueño y la ilusión. Las milimétricas investigaciones sobre su vida de ejércitos de filólogos y biógrafos a lo largo de cuatro siglos arrojan casi exclusivamente las idas y venidas del actor J.B. Poquelin a lo largo de los años por todas las provincias de Francia, actuando en plazas públicas, patios, atrios, palacios, ferias, jardines, carpas, y, luego de su instalación en París, escribiendo, dirigiendo y encarnando a los personajes de obras suyas y ajenas de manera incesante. Y, cuando no lo hacía, contrayendo o pagando deudas de los teatros que alquilaba, compraba o vendía, de tal modo que, se puede decir, la vida de Molière consistió casi exclusivamente —además de casarse con una hija de su amante y producir de paso unos vástagos que solían morirse a poco de nacer— en vivir y difundir unas ficciones que eran unos espejos risueños y deformantes, y, a veces, luciferinamente críticos de la sociedad y las creencias y costumbres de su tiempo.

Llegó a ser muy famoso y considerado por unos y otros el más grande comediante de la época, insuperable en el dominio de la farsa y el humor, pero, detrás de la risa, la gracia y el ingenio que a todos seducían, sus obras provocaron a veces violentas reacciones de las autoridades civiles y eclesiásticas —el Tartufo fue prohibido por ambas en varias ocasiones— y el propio Luis XIV, que lo admiraba e invitó a su compañía a actuar en Versalles y en los palacios de París y alrededores ante la corte, y fue a menudo a aplaudirlo al teatro del Palais Royal, se vio obligado también en dos ocasiones a censurar las mismas obras que en privado había celebrado.

El enfermo imaginario no tiene la complejidad sociológica y moral del Tartufo, ni la chispeante sutileza de El Avaro, ni la fuerza dramática de Don Juan, pero entre el melodrama rocambolesco y la leve intriga amorosa hay una astuta meditación sobre la enfermedad y la muerte y la manera como ambas socavan la vida de las gentes.

Cuando escribió la obra, estaba de moda —él había contribuido a fomentarla— incorporar a las comedias números musicales y de danza —el propio Rey y los príncipes acostumbraban a acompañar a los bailarines en las coreografías— y la estructura original de El enfermo imaginario es la de una opereta, con coros y bailes que se entrelazan constantemente con la peripecia anecdótica. Pero en este excelente montaje del fallecido Claude Stratz, esas infiltraciones de música y ballet se han reducido, con buen criterio, a su mínima expresión.

Paso dos horas y media magníficas y, casi tanto como lo que ocurre en el escenario, me fascina el espectáculo que ofrecen los espectadores: su atención sostenida, sus carcajadas y sonrisas, el estado de trance de los niños a los que sus padres han traído consigo abrigados como osos, las ráfagas de aplausos que provocan ciertas réplicas. Una vez más compruebo, como en mis años mozos, que Molière está vivo y sus comedias tan frescas y actuales como si las acabara de escribir con su pluma de ganso en papel pergamino. El público las reconoce, se reconoce en sus situaciones, caricaturas y exageraciones, goza con sus gracias y con la vitalidad y belleza de su lengua.

Viene ocurriendo aquí hace más de cuatro siglos y ésa es una de las manifestaciones más flagrantes de lo que quiere decir la palabra civilización: un ritual compartido, en el que una pequeña colectividad, elevada espiritual, intelectual y emocionalmente por una vivencia común que anula momentáneamente todo lo que hay en ella de encono, miseria y violencia y exalta lo que alberga de generosidad, amplitud de visión y sentimiento, se trasciende a sí misma. Entre estas vivencias que hacen progresar de veras a la especie, ocupa un papel preponderante aquello a lo que Molière dedicó su vida entera: la ficción. Es decir, la creación imaginaria de mundos donde podemos refugiarnos cuando aquel en el que estamos sumidos nos resulta insoportable, mundos en los que transitoriamente somos mejores de lo que en verdad somos, mundos que son el mundo real y a la vez mundos soberanos y distintos, con sus leyes, sus ritmos, sus valores, su música, sus ideas, sostenidos por una conjunción milagrosa de la fantasía y la palabra.

Pocos creadores de su tiempo ayudaron tanto a los franceses, y luego al mundo entero, como el autor de El enfermo imaginario, a salir de los quebrantos, las infamias, la coyunda y las rutinas cotidianas y a transformar las amarguras y los rencores en alegría, esperanza, contento, a descubrir la solidaridad y la importancia de los rituales y las formas que desanimalizan al ser humano y lo vuelven menos carnicero. La historia, más que una lucha de religiones o de clases, ha opuesto siempre esos pequeños espacios de civilización a la barbarie circundante, en todas las culturas y las épocas y a todos los niveles de la escala social. Uno de esos pequeños espacios que nos defienden y nos salvan de ser arrollados del todo por la estupidez y la crueldad oceánicas que nos rodean es éste que creó Molière en el corazón de París y no hay palabras bastantes en el diccionario para agradecérselo como es debido.


Vargas Llosa, Mario. “La casa de Molière”. El País, España, 11 de febrero de 2012. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2012.

La vida como teatro


Mario Vargas Llosa
(1936)

El 21 de octubre de 1969, Willy Brandt fue elegido canciller de la República Federal de Alemania, el primer dirigente de la socialdemocracia (SPD) que llegaba al poder después de casi cuarenta años, gracias a una gran coalición de la que formaban parte, además de los socialistas, los demócrata-cristianos y el pequeño Partido Liberal. Durante cuatro años, el antiguo alcalde de Berlín, convertido en una figura mundial desde el bloqueo que la URSS impuso a la ex capital alemana, llevó a cabo una extraordinaria política de apertura a los países del Este -la Ostpolitik-, incluida la República Democrática Alemana, con la que firmó un tratado de cooperación, al igual que con la URSS.

La política de reconciliación de Brandt tuvo mucho de titánica, pues le exigió no sólo vencer las resistencias y temores de su país hacia la Unión Soviética y sus satélites, sino, al mismo tiempo, convencer a sus compatriotas de que se resignaran a la pérdida definitiva de casi la cuarta parte del territorio oriental alemán, del que habían sido expulsados unos ocho millones de alemanes. Pero el carisma, la habilidad y la inteligencia de Brandt lo consiguieron, a la vez que, en esos cuatro años, hacía verdaderos milagros para sobrevivir a las conspiraciones e intrigas de sus aliados y de sus propios compañeros de partido. Al final, la caída de Willy Brandt, en 1974, se consumó debido a un oscuro personaje, gordinflón, bromista y servicial, que acompañó al canciller como su sombra a lo largo de sus cuatro años en el poder.

Se llamaba Günter Guillaume y, en 1969, hacía ya trece años que había huido de Alemania Oriental, como muchos miles de sus conciudadanos, para refugiarse en la República Federal. Había trabajado como modesto empleado de una compañía de fotocopiados en Frankfurt y dedicado todo su tiempo libre a la socialdemocracia. Su dedicación al partido, al que profesaba una lealtad perruna, lo llevó a ofrecerse para los trabajos más monótonos e ingratos, con el entusiasmo y la paciencia de un converso. Al subir Willy Brandt al poder a alguien de su entorno se le ocurrió llamar a ese joven y laborioso militante y ponerlo en la secretaría del canciller, para que éste no perdiera contacto “con las bases del partido”.

En realidad, Günter Guillaume era un espía de Alemania Oriental, uno de los miles de agentes de la constelación de informantes que Markus Wolf (Mischa para sus subordinados), el cerebro de los servicios de inteligencia del Este, tenía filtrados por todas las estructuras de poder en la República Federal. El regordete, incansable trabajador e inconspicuo Guillaume, resultó su obra maestra. De pinche de oficina en la secretaría de Willy Brandt fue, gracias a su diligencia, discreción y eficiencia, escalando posiciones, al extremo de convertirse, en 1972, en el principal ayudante del canciller: manejaba su correspondencia, organizaba y lo acompañaba en sus viajes, hacía de valet y confesor y hasta de alcahuete en las distracciones extramaritales del gobernante. La relación fue tan cordial que Willy Brandt y su mujer, Rut, y Guillaume y su esposa, Christel (también espía, inyectada en el Ministerio de Defensa), pasaron juntos un mes de vacaciones, en Noruega, en un periodo en que los servicios de inteligencia de la República Federal habían comenzado ya a recelar del personaje en cuestión.

Cuando Guillaume y Christel fueron arrestados, aquél confesó de inmediato: “Soy un oficial de la República Democrática Alemana”. El escándalo remeció todo el país y provocó un terremoto político. Los enemigos de Willy Brandt en la SPD vieron llegada su oportunidad y le clavaron el puntillazo, ayudados, al parecer, nada menos que por el omnisciente y omnipotente Markus Wolf, quien puso en manos de los periódicos amarillos claves las fotos y los nombres de las aventuras galantes del canciller (obtenidos a través de Guillaume). La insostenible presión precipitó su renuncia. Günther Guillaume fue juzgado y sentenciado. A los seis años de cárcel, fue canjeado por 30 detenidos en Alemania Oriental. Luego de la caída del muro de Berlín y cuando estaba ya traspasado por el cáncer que lo mataría, escribió sus memorias, en las que habla con cariño y cierta admiración de su antiguo jefe y camarada, Willy Brandt.

¿A qué viene este pequeño resumen histórico? A que el dramaturgo inglés Michael Frayn, autor, entre otras obras de éxito, de la hilarante comedia Noises Off y de la fantasía político-histórica Copenhaguen, ha llevado al teatro esta extraordinaria aventura con una riqueza de detalles y un poder dramático tan persuasivo que la obra, Democracy, tiene al espectador, durante dos horas y media, sumido en una especie de hipnosis lúcida. Aunque sólo cuenta con un elenco de diez personajes, el montaje de Michael Blakemore se las arregla para que el escenario sea, a la vez, las atareadas y glaciales oficinas del Palacio Schaumburg, residencia de la cancillería en Bonn, los cafés y restaurantes donde una vez al mes se reunían puntualmente el espía y su jefe, un tal Arno Kretschmann -cuya verdadera identidad nunca fue descubierta-, una casa de campo en Noruega, el tren en marcha en el que Willy Brandt recorría el país haciendo campaña, y la tribuna desde la cual, en el Bundestag o en las plazas públicas, la oratoria del líder socialista electrizaba a partidarios y adversarios.

A diferencia de Brecht, el teatro de Frayn, aunque político, no es ideológico, no está concebido para dar lecciones, promover cierta visión específica de la moral y de la historia, sino para extraer de la realidad política vivida por ciertos individuos o sociedades, un conocimiento más profundo de la vida y la condición humana. En Democracy transpira, desde luego, una inevitable condena moral de aquel régimen que vendía al Occidente presos políticos para poder equilibrar su presupuesto (Alemania Occidental compró la libertad de 33 mil 755 prisioneros por unos tres billones y medio de marcos), pero esto es apenas un efecto lateral de una historia cuya objetivo principal se propone reconstituir, con ayuda de la imaginación y la técnica teatral, unas conductas y relaciones excepcionales que despliegan ante nuestros ojos la infinita complejidad y los sorprendentes alcances de la aventura humana.

El personaje principal de la obra no es el magnífico Willy Brandt, pese a su cálida personalidad y a sus generosos designios de crear una dinámica de reconciliación y coexistencia que fuera limando las aristas y odios de la guerra fría y atenuando los riesgos de una confrontación apocalíptica entre el Occidente y la URSS, aunque, no hay duda, Frayn ha conseguido recrearlo con gran sutileza, sin mitificarlo, por el contrario, equilibrando su talento y sus virtudes con su ingenuidad y sus debilidades, hasta trazar de él un retrato impregnado de humanidad. Pero la gran figura de la obra, la que queda sobrenadando en la memoria con una angustiosa fijeza, es Günter Guillaume. ¿Cómo puede la fe o el fanatismo convertir a un ser humano, a lo largo de todas las horas, meses y años de su vida, en un simulador? Es imposible explicarlo, pero la obra de Michael Frayn lo muestra, día a día, viviendo en la impostura, en todo lo que dice y hace y hasta seguramente cuando sueña. Su propio hogar es también una mentira. No se casó con Christel; lo casó el Partido o su súcubo, Markus Wolf, Mischa, su remoto jefe. Y cuando él y su mujer quisieron separarse, hartos de perpetrar esa farsa de años, se lo prohibieron porque no convenía a la misión. Ellos, obedientes, acataron las órdenes y aceptaron la vida como teatro.

Lo notable es que Guillaume no era un monstruo de frialdad, un fundamentalista sin alma. Parece haberse encariñado de verdad con Willy Brandt, un hombre admirable, cuyos discursos lo emocionaban y cuya personalidad le hacía vibrar íntimas fibras. Por eso, ser su valet, su secretario, su consejero, su celestino, su sirviente, su amigo, para él fue muy fácil. Y, sin embargo, en ningún momento dudó de lo que hacía, es decir, traicionar minuto a minuto a aquel jefe cuya confianza y amistad había conquistado y al que, finalmente, terminaría hundiendo en la derrota y el descrédito. Porque él, como lo dijo al ser arrestado, “era un oficial de la República Democrática Alemana”, un agente de Mischa. Eso formaba ya parte de su naturaleza. La transubstanciación de Günther Guillaume en un bloque de arcilla que Markus Wolf modelaba según las necesidades del régimen comunista es tan misteriosa como el despegue de los místicos de su envoltura carnal al encuentro de la divinidad, ese vuelo en que sin dejar de ser lo que son, se vuelven otros, lejanos e incomprensibles para el común de los mortales.

Supongo que esos creyentes cargados de explosivos que se hacen volar en pedazos y vuelan con ellos a decenas de inocentes en nombre de su religión, son de la misma estirpe que Günther Guillaume. Inofensivos a primera vista, tranquilos, sumidos en mediocres rutinas, desdoblados de sí mismos, representando la cordialidad, la idiotez, la mediocridad, y, al mismo tiempo, sin distraerse un segundo, con todos sus sentidos alertas, preparados para enfrentar la gran prueba que les permitirá, antes de entrar en la cárcel o en la muerte, mostrar al mundo y a sí mismos, en una espantosa carnicería, esa verdadera personalidad que han ocultado a lo largo de toda su existencia, para hacer avanzar una fe, una ficción inhumana, una utopía.

No es nada fácil combatir, desde el realismo y el pragmatismo que caracterizan a la sociedad democrática, a creyentes inflexibles decididos a cualquier cosa para destruirla, tipo Günther Guillaume. Así como este olvidable empleadillo al que algunos testigos recuerdan como un objeto o una silla más de la oficina del canciller, se las arregló para destruir al poderoso Willy Brandt, una pandilla de fanáticos dispuestos a encender un infierno y perecer en él, pueden provocar inconmensurables trastornos y sufrimientos en las sociedades más avanzadas, como se vio el 11-S y el 11-M. Este contexto da retroactivamente al personaje de Democracy una siniestra actualidad. De ahí el acertado título de la obra: por más próspera y fuerte que sea una sociedad democrática, siempre será vulnerable ante la ofensiva invisible de esas gotas incansables que horadan la piedra: las ideologías y religiones capaces de fabricar actores como Günther Guillaume.


Vargas Llosa, Mario. “La vida como teatro”. El País, España, domingo 16 de mayo de 2004. © Mario Vargas Llosa, 2004. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SL, 2004.

La comedia de costumbres


Jean-Baptiste Poquelin, “Molière”
(1622-1673)

1

Si el empleo de la comedia consiste en corregir los vicios humanos, no veo por qué razón en ella tenría que haber privilegios. Si consideramos el grado de las consecuencias, el vicio de la hipocresía es realmente más peligroso que los otros vicios y hemos visto que el teatro tiene una gran virtud para corregirlo. La comedia ofrece los más hermosos trazos de una seria moralidad, y nada enmienda mejor a la mayoría de los hombres que la pintura de sus defectos. Es un gran golpe a los vicios mostrarlos a la burla de todos. Se sufren y aguantan las repercusiones de los vicios, pero en absoluto se soporta el escarnio. Se admite ser malo pero no se consiente caer en el ridículo.

Preface de Tartufe (1668)

2

No es mi propósito examinar ahora si todo podría ser mejor o si todos aquellos que se han divertido han reído de acuerdo con las reglas. Me limito a las decisiones de la multitud y creo que es más difícil atacar una obra que el público aprueba que otra que el público condena.

Advertisement des Facheus (1661)

3

Uranie: La tragedia, sin duda, es algo hermoso cuando está bien construida; pero la comedia tiene sus encantos y creo que la una no es menos difícil que la otra.

Dorante: Muy cierto, señora. Y cuando para la dificultad ponéis un poco de énfasis sobre la comedia, puede ser que no os equivoquéis pues, en fin, encuentro que es más fácil solazarse sobre los grandes sentimientos, lamentarse contra la fortuna, acusar al destino y proferir injurias contra los dioses que entrar, como corresponde, en los ridículos de los hombres para hacer agradables en el teatro los defectos de todos. Cuando os compungís de los héroes hacéis lo que queráis. Estos son mostrados como figuras para agradar, en las cuales no hay parecidos, y no tenéis más que seguir los pasos de una imaginación de la cual se da el vuelo, que a menudo deja lo verdadero para atrapar lo maravilloso. Pero cuando pintáis a los hombres es preciso captarlos del natural para que los retratos resultantes tengan parecidos y no habréis logrado nada si con ellos no hacéis reconocibles a las gentes de nuestro siglo.

La Critique de L'École des Femmes (1663)


Molière. Obras completas. Editorial Esfinge, Madrid, España, 1926. La sintaxis de los textos ha sido actualizada y adaptada por Jorge Ávalos para mejorar la claridad expositiva. (La imagen muestra una fotografía de la escultura Molière, realizada en 1787 por Jean-Jacques Caffiéri para la Comédie Française, París, Franciae, escultura en mármol, 166 cm).