Nota sobre la sicología de los personajes

Enrique Buenaventura
(1924-2003)


Un actor me dijo: “Le he escuchado muchas veces decir que los personajes no tienen sicología y no sólo no le he entendido, sino que no me conformo”. Con estas notas trato de responderle, aunque le complique un poco la vida.

Me voy a referir, de modo preferencial, a los personajes del teatro, es decir, a aquellos que son representados por actores en una pieza de teatro, ante un público, pero no es posible circunscribirse a ellos de manera exclusiva, ya que comparten, con los personajes de la literatura y aun con los de la vida, más de una característica.

Cuantas veces he repetido que los personajes (teatrales o no) carecen de sicología y que, cuando el actor se propone buscar la sicología del personaje, en realidad busca un fantasma, aun en el sentido freudiano del término (1), mi afirmación ha sonado como una blasfemia para los stanislavskianos ortodoxos y como algo incomprensible para los que se guían por el sentido común.

Ello se debe a que, pese a la influencia, cada vez mayor, del teatro oriental tradicional y del africano, pese a Meyerhold, Gordon Craig, Antonin Artaud, Brecht, Valle Inclán, Kantor, Ionesco, Beckett, sin hablar de los griegos o del teatro medieval, el naturalismo y el negocio de los fabricantes de estrellas, que pululan en el mundo contemporáneo, continúan imponiéndose.

Vamos por partes: ¿por qué un actor, cuando busca la sicología del personaje, busca un fantasma? Porque aísla al personaje de aquello que, realmente, lo constituye: su relación con los otros personajes con sus acciones concretas, con las situaciones que le determinan esas acciones y, en general, con los lenguajes del espectáculo. En lugar de tomar la vía que conduce a la exploración de esas relaciones, se dedica a una especulación (2).

Una sicología está constituida por un aparato sico-somático que se conforma desde antes del nacimiento del sujeto y que se divide en cuanto el sujeto se ve obligado a enfrentarse con el mundo exterior, con aquello que Freud llama el principio de realidad. En ese proceso de “adaptación”, el sujeto hace conciencia de su yo, por medio, en una primera instancia, de los rudimentos del código no verbal y, luego, de los del discurso verbal y sepulta, por así decirlo, en su Ello, en su inconsciente, todo aquello que no recuerda y que no puede manejar conscientemente, todo lo que “no comprende” y que, sin embargo, gobierna y determina su sicobiografía. En otras palabras, la sicología sólo es posible en un sujeto real, con una historia individual y social, con unas instancias como el Súper Yo (la familia y la sociedad internalizadas), el Yo (la imagen que él se hace de sí mismo, y los otros de él, como sujeto a los discursos no verbal y verbal que la sociedad le impone) y el Ello o inconsciente (donde está su impulso vital, sus deseos, sus pulsiones, sus sueños como lenguajes cifrados, sus fantasías, sus delirios, su fantasmagoría y todo aquello que ha reprimido, obedeciendo a las convenciones sociales, las cuales le permiten ser relativamente normal o aceptado, comprensible y, dentro de lo posible, previsible para los otros).

Tratar de encontrarle este aparato tan complejo y concreto, tan escondido y, sin embargo, orgánico, susceptible de seguir, de estudiar a través de síntomas y análisis, a un personaje, es como tratar de encontrarle un organismo dotado de corazón, hígado, intestinos, riñones, etc. Lo interesante y paradójico es que el proceso ha sido al revés: los artistas, los creadores de personajes, habían instituido, desde siempre, la existencia del inconsciente y esos personajes sirvieron de modelo a Freud (3) para elaborar el concepto de inconsciente y convertir la sicología (estudio del alma) en un conocimiento del cuerpo en su dualidad sico somática y en su división (o sutura, como la llama Lacan) entre un sujeto particular, único, con su historia personal y un sujeto social, determinado, como señalamos antes, por la imagen que proyecta y por la que los otros le devuelven. Un sujeto que asume los discursos no verbal y verbal, en los cuales se expresa y por los cuales es nombrado y expresado, un discurso horadado, desenmascarado por el discurso simbólico, sin palabras ni gestos, ni espacios o tiempos definidos, del Inconsciente. Los artistas, los místicos y ciertos filósofos anteriores a (o más o menos marginados de) la filosofía institucionalizada, han hablado de ese mundo; pero era indispensable que naciera y se desarrollara el pensamiento científico para llegar a un concepto de inconsciente y proponer una práctica y una teoría que permitieran tratar aquello que, hasta ese “momento, con contadas excepciones, se llamaba, de modo general, locura” y era juzgada como una posesión, una enajenación del enfermo por fuerzas extrañas, más o menos malignas o diabólicas.

No es gratuito, por otra parte, que los sueños inspiraran a Descartes su Método y que él mismo aceptara ese hecho, dándole una explicación que le permitiese olvidarlos. Hacía falta que, en una lucha a brazo partido con la religión, la Nueva Ciencia (1725), como decía Vico, se fuera imponiendo, aunque tuviera, a menudo, que retractarse (Galileo en el 1600 y Buffon en el 1700) y hacía falta, quizá, que llegara al extremo de negar cualquier otra forma de conocimiento, es decir, que se contradijera y se convirtiera en autoridad, en dogma, ella que nació de la negación de las autoridades y los dogmas, para que regresara a su origen, a la duda, pusiera en su lugar a la Razón y le permitiera tener la humildad de reconocer y analizar aquello que la sostiene, la alimenta y la cuestiona: El inconsciente.

Los personajes están constituidos —como insinuamos antes— por las relaciones entre ellos, por las relaciones con el espacio y el tiempo del relato (teatral o no), por las acciones que realizan, dentro de las situaciones que los determinan y por los textos verbales, sonoros, no verbales y visuales que, se supone, enuncian. Se supone porque, quienes funcionan por medio de esos lenguajes, en el caso del teatro, son los actores y, en el de la literatura, los “narradores”.

Los actores “prestan” sus cuerpos a los personajes, pero tienen que hacerlo, necesariamente, en forma seleccionada. No puede haber entrega, puesto que los personajes aparecen, también, en forma seleccionada, no viven en escena ni están del todo, siempre, en ella y no siguen al actor al camerino ni menos fuera del teatro, no aparecen en su vida privada, salvo en casos más o menos patológicos de histrionismo.

Los actores les prestan, pues, a los personajes, lo justo, lo necesario en cada momento de la “existencia” o de la manifestación de los mismos. Si hiciéramos una analogía —y nada más que una analogía a modo de ilustración— con el sujeto real, con la persona, diríamos que el Yo consciente no puede entregarse al inconsciente, no puede preocuparse de respirar, de que le funcione el corazón, le circule la sangre, se realice la digestión o se le hagan racionales y manejables a voluntad los deseos, ni siquiera las ganas de hacer o dejar de hacer sus necesidades. Aunque resulte redundante, debemos insistir en el préstamo, dejando claro que hay cosas que los actores saben que prestan a los personajes y cosas de las cuales los personajes se apropian sin que los actores se enteren, sin que sean conscientes de ello.

Es importante tener en cuenta que, aunque algunos actores —más de los que uno sospecha— crean que se pierden en los personajes, que des aparecen, que se identifican totalmente con ellos, que los viven, etc, eso no es posible. Los actores siempre permanecen y son los personajes quienes toman la forma de los actores; más aun, es provechoso medir la distancia entre actor y personaje, como pide Brecht y experimentar la ruptura con la ficción, para que el actor sea consciente de su relación personal con los espectadores, como propone Kantor.

Preguntémonos por qué, pese a lo que acabamos de plantear, sobrevive con vitalidad, digna de mejor causa, la ideología de la identificación, de la reducción de los personajes a las vivencias de los actores, de la concepción naturalista de estas relaciones, en otras palabras, por qué se ha vuelto dogma la parte menos rica, menos fecunda —creo— de las propuestas de Stanislavski y se persiste tanto en borrar toda frontera entre ficción y realidad, como en abrir un abismo entre los dos mundos. Aunque parezcan contrarias, estas actitudes, nacen de la misma ideología naturalista. Tan ilusorio es hacer creer al espectador que lo que ocurre en es cena es real, como tratar de convencerlo de que no es otra cosa que ficción pura, sin contaminación con la vida. El menor accidente en la representación rompería esa ilusión.

Aquí es importante referirse a lo que se llama un efecto de realidad. Tanto en la creación teatral como en la literaria, se producen tales efectos. Pirandello es un especialista en ellos (4). Son comunes en lo que suele llamarse el teatro adentro del teatro (5) o el caso que trae Piscator en su Teatro político (1929), cuando narra que un telón llegó tarde al teatro, ya empezada la representación y él salió a escena, detuvo la acción e hizo colocar el telón; después incorporó este incidente al montaje. Cervantes usa muchas veces ese efecto y lo hace de manera especial cuando el bachiller Sansón Carrasco les habla a Don Quijote y a Sancho sobre el libro que narra las vidas de ellos, escrito por un tal Cide Hamete Benengeli (6). El propósito de los efectos de realidad es distanciar al espectador o al lector de la ficción y crear un juego, un espacio lúdico, entre las dos instancias.

Siguiendo con esto del personaje, quisiera despejar lo que puede parecer una contradicción en estas notas y es que hablé, en algún momento, de “personajes de la vida real”, los cuales tienen, por supuesto, aparato sicosomático y todo lo que niego a los del teatro y la literatura. Si nos fijamos bien, la contradicción es sólo aparente, pues los personajes de la vida real lo son, no por su totalidad, no por su organicidad, sino por determinadas características protuberantes, más o menos caricaturescas, determinados rasgos que han sido aislados y exagerados, momentos específicos, acontecimientos espectaculares en los cuales han participado, en pocas palabras, son personajes (en sentido figurado) en cuanto se parecen a ciertos arquetipos creados por la ficción. Decimos que alguien es un Don Juan porque actúa o creemos que actúa como tal, o es quijotesco porque se ajusta a la imagen que nos hemos hecho o nos han inculcado de Don Quijote o que es kafkiano, aunque no hayamos leído a Kafka.

No nos hemos respondido, sin embargo, la cuestión de la sorprendente vigencia del naturalismo, por encima y, por debajo de tanto ismo, durante el siglo XX.

Parece legítimo asegurar que el narcisismo del mundo social contemporáneo, en el cual se postula que el mundo es un espejo del yo, constituye el piso, la causa, para la supervivencia de esa ideología. El espejo debe gratificar el Yo, devolverle una imagen de prosperidad, de plenitud sexual, de felicidad televisiva. Si devuelve una imagen de perdedor, de fracaso, de soledad, el Yo se deprime, se destruye.

El mundo parece —en esta ilusión del progreso y del consumo— depender del éxito personal, de la capacidad del Yo para imponerse (7). Un político se impone, no por su programa sino por su carisma; no por lo que es sino por la imagen que le crean los especialistas en espejismos. Interesa más la vida de un artista que su obra y, en especial, su vida íntima, de modo que el antiguo estudioso de arte se ha convertido en un detective privado que investiga las perversiones (8) de aquellos que han alcanzado la fama, perversiones que no superan las del investigador, pues éste los aventaja en voyeurismo, en la posesión competitiva del único agujero por donde se ve, cada vez más, el mundo. En las telenovelas todo se reduce al amor, a las relaciones pasionales, secretas (pero públicas y púdicas). “Esta condición del Yo estimula inmensamente las experiencias directas con el prójimo” (Sennet). El distanciamiento que permitiría al Yo y al Otro, formarse un juicio, hacer una reflexión, convierte la relación en inauténtica pues según Sennet, “no toma el momento del contacto humano como algo absoluto”.

De allí que la confesión esté al orden del día y produzca los más jugosos dividendos, tanto más cuanto más exhibicionista y cuanto más comprometedora para otros, pues los otros sólo importan en la medida en que contribuyan a formar la imagen del Yo. El intercambio mercantil de confesiones tiene su lógica en una sociedad regida por el temor de que uno carezca de Yo, hasta que no hable a otra persona sobre ello” (Sennet). Corolario de esto son las pandillas, las afinidades religiosas, étnicas o políticas que protegen al Yo, lo envuelven en una placenta, lo guardan en un útero, le satisfacen su necesidad de respaldo, de complicidad. Con ese mismo fin funcionan las comunidades libres, marginales, medio anacoretas, con sus rituales que las hacen sentir fuera de la dominación social y, por ello, no es raro que los hippies de ayer se hayan convertido en los yuppies de hoy.

De este narcisismo campante vienen esos equívocos de libertad personal, tales como la autenticidad, la espontaneidad, la originalidad, toda una utopía o un delirio de la independencia del sujeto, que llevan al actor a aislar su personaje, a establecer con él una relación de intimidad y a buscar esa misma relación con los espectadores, tal como decíamos al comienzo de estas notas. Y ello tiene lugar, justamente, cuando se han desarrollado disciplinas como la kinesis y la proxemia (9), las cuales demuestran —y les demuestran de modo particular a los actores— que toda la gestualidad, así como la relación con el espacio-tiempo, tenidas por naturales, espontáneas, etc., se aprenden y se hablan y las habla uno, como la lengua, y constituyen un sistema de comunicación y no una forma de expresión más o menos caprichosa.

Finalmente quisiera dejar en claro, que la práctica artística —cualquiera que ella sea— no depende de la ideología estética del artista sino que, por el contrario, cuestiona esa ideología, pone “en escena” sus conflictos con ella. Por eso estas notas no pretenden ser didácticas, sino hacer reflexionar a los actores sobre la complejidad de las relaciones que establecen con los personajes con el fin de que las gocen más, de que ahonden en ellas.

Cali – 1993


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1. El “fantasma”, en Freud, es una imagen inaprensible, huidiza, que “se aparece” en el análisis y constituye un “reconocimiento” de contenidos reprimidos, hundidos en el inconsciente, pero intraducibles al discurso consciente. Por eso, en la vida, aparecen en los sueños casi siempre “disfrazados”, “mimetizados”, a través del desplazamiento y la condensación, orígenes de la metonimia y la metáfora. Véase: Psicopatología de la vida cotidiana de Freud, y los trabajos de Lacan sobre lingüística y psicoanálisis.
2. Tratar de “rellenar" lo que "falta" del personaje en el relato (teatral o no), por ejemplo su infancia, sus relaciones familiares, su pasado, su "biografía" completa, es escribir otro relato, lo cual puede ser divertido para el actor o el lector, pero dudo que sea muy productivo.
3. Empezando por Edipo, siguiendo con el mito de Narciso y agregando una constelación que pasaría por la Biblia, Shakespeare, Cervantes, Goethe, Dostoievski, entre muchos otros. Desde los comienzos, la única crítica generosa e inteligente a su “Cirugía del alma", la hizo Alfred Von Berger, literato y director de teatro.
4. Pirandello en Seis personajes en busca de autor o en Esta noche se improvisa, y muchos otros autores, convierten al actor en personaje, creando un sofisticado efecto de realidad.
5. La representación es la pieza, como en el entremés de los cómicos en Sueño de una noche de verano de Shakespeare, cuando representan la Comedia de Píramo y Tisbe o en otras obras del mismo autor y de otros, incluido nuestro “Proyecto piloto”.
6. Don Quijote, capítulo III de la II parte y siguiente. Todo comienza con el bachiller Sansón Carrasco hablando de las ediciones de la primera parte del libro. A tanto llega la autocrítica en ese efecto de realidad que, como dijera Maese Pedro en el capítulo XXVI de la segunda parte, los razonamientos “se meten en contrapuntos que se suelen quebrar de sotiles”.
7. Narcisismo y Cultura Moderna, de Richard Sennett, Barcelona, Edit. Kairós, 1980.
8. O lo que la moral llama así con fina hipocresía.
9. “Respondemos a los gestos con extrema vivacidad, y podríamos casi afirmar que lo hacemos de acuerdo con un código elaborado secretamente, que no está escrito en ninguna parte ni es conocido por nadie y, sin embargo, es comprendido por todos”. Edward Sapir, citado por Jacques Corraze en Les Communications non-verbales, Presses Universitaires de France, 1980.


Buenaventura, Enrique. “Nota sobre la sicología de los personajes”, disponible en el sitio de Internet del autor.

Los orígenes del crítico teatral



Fabían Ibarra

Todos sabemos que los orígenes de las artes escénicas datan de los griegos. Las primeras obras, sus autores, el anfiteatro (primer espacio asignado a la representación escénica), los coturnos, las máscaras, el coro, incluso algunos actores que destacaron en su momento; todos ellos inmortalizados en el tiempo.

Si bien se han hecho publicaciones acerca de críticos famosos, del crítico como tal nadie ha hablado nunca o por lo menos nunca se ha publicado algo medianamente trascendente sobre él. Y antes de que este comentario desate una risita suspicaz e irónica me apresuro a salir en su defensa; no se ha hablado nunca porque la tarea de hablar sobre el teatro pertenece a él.

Creo justo sospechar (y casi diría afirmar) que ésta se originó mucho antes y que en realidad, data desde el hombre de las cavernas.

Para que sea posible el acontecer escénico (AE) los dos elementos esenciales son: “un actor” y “un espectador” y que el resto son accesorios (teatro, director, escenografía, vestuario, maquillaje, utilería, iluminación, música, crítico, etc.) y que es erróneo insignificar el término “accesorio” puesto que una vez que se ha decidido utilizar uno sólo de estos elementos éste debe ser fundamental para el AE.

Las técnicas utilizadas en esa época (aunque no fueran concientes de ello) eran las vivenciales y si bien ya se estaban haciendo pequeñas representaciones, la primera realmente importante se llevó a cabo un día que regresó el grupo de cazadores con el alimento… un gran dientes de sable.

Ésta “compañía teatral” cuya fundamental misión era (paradójicamente) matar el hambre estaba compuesta por doce integrantes. Todos ellos con tareas muy específicas. Unos eran muy fuertes y enfrentaban a la presa con valentía y determinación, otros más veloces servían de carnada para atraer a la presa y ponerla al alcance de los lanceros más certeros. Todos trabajando en función del equipo; maquinaria perfecta, necesaria para la peligrosa tarea.

Una vez que terminó aquél día la gloriosa cacería emprendieron su “largo camino a casa”, eufóricos, triunfantes, orgullosos con su “Oscar”… aquel enorme dientes de sable.

En el camino habló el sabio con el grupo; le recomendó a uno de los lanceros que practicara más sus lanzamientos de larga distancia puesto que habían estado muy flojos y eso le había quitado ritmo a la cacería; también le dijo a uno de los corredores que su desempeño no había pasado desapercibido y que se había deslizado en el espacio como una gacela de armónicos y bellos movimientos. Dejó para el final a quien le diera la “estocada” de gracia al dientes de sable dejándolo sin vida, otorgándole el crédito de primera figura.

El hombre sabio es el mejor título que encontré para etiquetar al crítico. No sabemos bien cuáles fueron las razones que lo pusieron ese día en ese lugar. Podemos sospechar que fue tiempo atrás un gran cazador y que su experiencia resultaba fundamental para la cacería. O que fue herido en alguna batalla o cacería anterior y ahora, imposibilitado para cazar, asistía a la cacería debido a su pasión por la materia y le era muy difícil quedarse a cuidar la caverna o realizar tareas menores como la recolección de frutos, leña y agua. O acaso se trató de un gran estratega pero eso se asemeja mucho más al origen del primer director.

Lo importante de esta incertidumbre es que se trataba de un ser sabio, cuyo aporte era fundamental para el perfeccionamiento de “la cacería” y por lo tanto, una opinión tomada muy en serio por el resto de los involucrados. En otras palabras, se decidió que el crítico fuera parte del AE por la importancia que tenía éste para su enriquecimiento.

Aún no se había hecho la representación escénica; es decir, aquello que había sucedido era la mera realidad y aquel hombre sabio había estado involucrado desde el principio con todo el proceso, por lo tanto su opinión tenía un peso especial. Era el perfecto testigo para determinar que, a la hora de la representación, aquella tuviera una verdad escénica.

El crítico en sus orígenes estuvo vinculado al AE de forma estrecha y comprometida; con el único propósito de colaborar al perfeccionamiento del mismo y sin ninguna aspiración personal de ser el personaje central, biografía u otras yerbas. En su análisis primó la causa y un interés desmedido por aportar algo a la obra… perdón… a la cacería.

Al llegar a la caverna comenzó la función. Era de noche y alguien dijo que había que encender un fuego más especial que el de costumbre; no sólo había que calentarse alrededor de ese fuego… había que verse a los ojos. Tal vez cabría mencionar (de paso) que ésta fue la primer aparición del accesorio “luz” en el acontecer escénico… la función ha comenzado y los actores se preparan.

El vestuario se limita a los mismos taparrabos que utilizan en la vida real sólo que ahora manchados con la sangre de un venado que le aportó a la escena realismo y ciertos efectos para cautivar a los espectadores que rápidamente se metieron en situación (todos sabían lo difícil y peligrosa que era la tarea de la cacería pero el maquillaje… perdón…la sangre acentuó aún más la veracidad de la escenificación).

El primero en entrar a escena fue el corredor, aquel veloz corredor que transitó por el espacio como una gacela de bellos movimientos. El sabio sonrió y eso fue suficiente para que todos se entregaran a la obra con la certeza de una noche inolvidable.

Las paredes de la caverna facilitaban esconder a los actores que se iban sumando al espacio; éstos traían lanzas, eran los cazadores fuertes, los que se enfrentaban a la bestia… Si algún día alguien quiere hablar sobre el primer elemento de utilería usado por un actor… este debe ser la lanza.

Aquel corredor que atravesó la escena logró atrapar a todos y el escenario, ahora vacío, parecía moverse gracias a las llamas de la fogata que le daban una atmósfera de suspenso escalofriante.

Los cazadores entraron a escena despacio, saliendo casi como de la nada. Majestuosamente aquel hombre que le había quitado la vida al dientes de sable se acercó a su público y señaló con su lanza un punto entre los espectadores y en ese mismo instante y sin que lo hubieran advertido antes, como por arte de magia salió de entre el público otro actor portando la piel de aquel dientes de sable sobre su espalda. El resto del dientes de sable a esas alturas estaba dando vueltas sobre un palo junto al fuego agregándole a la escena un delicioso olor a carne asada.

La reacción fue inmediata, todos se asustaron, gritaron de terror y en cuanto el actor disfrazado de dientes de sable se deslizó como un felino hacia el escenario el griterío tomó características de júbilo, alegría y más expectativas. Los cazadores alentados por la reacción de los espectadores representaron aquella histórica cacería. Después todos juntos se dieron un festín.

Durante la cena empezaron los comentarios, el primer actor (a quienes los científicos llaman hoy “macho alfa”) estaba rodeado de hembras y esto fue tal vez lo que disgustó a un fulanito insignificante del que aún no hemos hablado…

Así es, en aquella cacería hubo uno que se quedó escondido tras una piedra, su cobardía lo inmovilizó, su falta de talento no le permitió estar dentro de la escena y su falta de inteligencia no le permitió tampoco analizarla con sabiduría.

Arrancó diciendo: “eso no fue tan así… eso de que lo enfrentaste con valor y lo miraste a los ojos antes de clavarle la lanza”. Todos hicieron silencio para escucharlo por un instante y prosiguió: “En realidad el bicho se tropezó y ahí aprovechaste para clavarle la lanza, pero el cuento de que lo miraste a los ojos y los dos se lanzaron a la carga es mentira”.

Todos miraron al sabio. Este meneaba su cabeza en un gesto tierno de desaprobación; ese gesto que sólo las personas seguras de sí mismas tienen. La inmensa mayoría prefirió seguir escuchando al primer actor y al sabio pero este pequeño hombrecito por primera vez había logrado llamar la atención del grupo por un instante y hasta consiguió una hembra (no era un buen ejemplar pero para él ya era demasiado) y la atención de algunos otros fulanitos como los que no recibieron el crédito de “primer cazador”, o los que no cazaban porque no servían para eso.

Por suerte hoy nos es más fácil distinguir al sabio del hombrecito con afán de protagonismo.

Hoy, al leer una crítica, si aparece demasiadas veces la palabra “yo” a la hora de hablar sobre un trabajo, sabemos que se trata de un descendiente de aquel hombrecito. A los sabios los seguimos reconociendo y no precisamente por sus dotes en la oratoria y sus palabras rebuscadas, no… los seguimos reconociendo porque sus comentarios ayudan al crecimiento del acontecer escénico. Porque aunque despedacen un espectáculo lo hacen con amor, lo hacen con respeto. Porque hoy en día, igual que en aquellos tiempos, los que nos dedicamos a esto es porque amamos esto… amamos el teatro, amamos la vida.

Tal vez fue a partir de los griegos que empezó a decirse: “El teatro está en crisis”. Tal vez el mismísimo Aristófanes lo dijo. Pero la crisis que sufre el teatro hoy en día lo pone en real peligro. Hoy cualquier persona que se sube a un escenario y dice un parlamento “es actor”. Hoy cualquier persona que tiene acceso a un medio de prensa y habla sobre una obra se dice “crítico”.

Tal vez sea una buena medida tomar con más responsabilidad nuestro lugar en este asunto… los que hacemos, los que hablamos y los que vemos teatro.

Esta pintoresca semana de “cambio de roles” me ha parecido divertidísima. Yo no hablo de teatro, no podría hacerlo nunca, no estoy capacitado para hacerlo. Yo soy un cazador… hago teatro.


Ibarra, Fabián. “Los orígenes del crítico teatral”, El Faro, San Salvador, julio de 2004. [Fabián Ibarra es un actor y productor de teatro, de origen uruguayo y residente en México. Escribió y publicó este sátira en el El Salvador durante la gira de su Lazarillo de Tormes en el 2004.]

Un mundo maravilloso - con sombras de manos


“Un mundo maravilloso” es un espectáculo de sombras de manos realizado por el artista, comediante, mago y mimo Raymond Crowe. La música de fondo es la famosa canción “It's a Wonderful World” interpretada por Louis Armstrong.


Ver:
Sombras de manos

Sombras de manos


Jorge Ávalos


Espectáculo vinculado al arte de los titiriteros que consiste en proyectar sombras de manos sobre una pantalla; se distingue de otros espectáculos de proyección de sombras porque el único recurso del titiritero son sus manos.

Considerado por siglos como un pasatiempo casero, el uso de las manos para proyectar sombras que representan formas de animales o personas sobre paredes o pantallas se convirtió en un arte en el siglo XIX cuando su popularidad se extendió con la publicación de manuales que ampliaron sus posibilidades como espectáculo íntimo. Rara vez ha sido visto como un arte autónomo, sin embargo en el siglo XX surgieron artistas que explotaron la técnica de forma exclusiva. Un ejemplo son el dúo conformado por los músicos, magos y ventrílocuos de la India Amar Sen y Sabyasachi Sen, que llaman la técnica shadowgraphy (“sombragrafía”) y designan sus espectáculos como “cine de siluetas”, porque acompañan la proyección de sombras de manos con música, canciones y efectos de sonido, a la vez que los unifican con complejas dramaturgias. En el siglo XXI, el unusualist (“inusualista”) australiano Raymond Crowe, un reconocido mimo, mago y ventrílocuo, elevó estos hallazgos a un nivel espectacular por la calidad de su técnica, pero sin apartarse del uso exclusivo de las manos para crear las imágenes proyectadas sobre la pantalla; sus espectáculos combinan el humor, el asombro y la emotividad con gran fluidez.



Ver: Hand Shadows, un libro de Henry Bursill publicado en 1859, cortesía del Proyecto Gutenberg.

Ver:
Handshadowgraphy, sitio de Internet de los artistas de la India Amar Sen y Sabyasachi Sen.

Ver:
Un mundo maravilloso de Raymond Crowe (en video), en el Caesar's Palace de Las Vegas, 2007.


© Jorge Ávalos

De los objetos y otras manipulaciones titiriteras



Rafael Curci
(1963)

Esforzándose para alcanzar la libertad artística para
su deseo creativo, el hombre inventó el teatro de títeres.
A través de su descubrimiento se libera de la amenaza del destino,
creando para sí un mundo a su medida, y a través
de sus personajes fortalece su deseo, su lógica y su estética.
En resumen, llega a ser un pequeño dios en su propio mundo.
Vladimir Sokolov

Pareciera que los objetos muestran más mediante lo que encubren que a través de lo que representan.

En el teatro de títeres contemporáneo existe una variante muy aplicada en la actualidad y que tiene como denominador común a los objetos en sus formas y procedencias más variadas.

Estos objetos puestos en escena tienen como objetivo trascender siempre desde su artificialidad, desde su estructura intrínseca, representando muchas veces de manera simbólica distintos aspectos del hombre, ideas abstractas, estados oníricos, ficticios, etc.

El manipulador juega un rol fundamental en relación con estos objetos, ya que es él el encargado de trasmitirle una cuantiosa cuota de energía con el propósito de trasformarlos, alterarlos, resignificarlos.

Al igual que el teatro de títeres, el teatro de objetos no es ni busca el realismo; la ilusión de realidad que en él se percibe está más vinculada a los mecanismos de manipulación y a la yuxtaposición del objeto en un contexto que no es el habitual.

En la etapa de construcción de ese vínculo, el manipulador busca un punto de equilibrio, un eje físico donde proyectar las posibles acciones que le sugiere la figura. Establece un contacto con el objeto a través de lo físico y lo sensorial; vale decir, lo percibe tal cual es, para imprimirle movimientos aleatorios, mecánicos o deliberados, buscando en esencia una nueva instancia, una resignificación.

El manipulador explora la figura y, al mismo tiempo, va elaborando un espacio en el terreno de la ficción donde ese objeto pueda ser insertado.

El teatro de objetos es, entre otras cosas, movimiento, imagen, forma, y desde esa perspectiva se sitúa en el mundo de los signos y los símbolos. Los símbolos se manifiestan principalmente en formas abstractas, y éstas pueden ser encontradas en una nutrida variedad de objetos (fabricados o no por el hombre).

Una tetera, una cajita de música o una máquina de coser son objetos elaborados con un fin en sí mismos, para cubrir determinadas necesidades del hombre. Pero puestos en escena, sus funciones originales son transformadas por el manipulador, donde los objetos adquieren un poder sígnico ilimitado.

La interacción entre los objetos mutados, genera una dramaturgia más concentrada en despertar emociones disímiles, que en narrar una historia de manera lineal, racional.

Por esa razón, cuando el público asiste a una representación de teatro de objetos se ve en la necesidad de elaborar su propia historia para concebir la obra. Una misma escena puede ser interpretada de manera distinta por cada espectador, en virtud de que los objetos trasformados se constituyen en signos con propiedades ambiguas o polivalentes que, en algunos casos, se establecen también como símbolos.

Según Carl G. Jung, los símbolos son manifestaciones de los arquetipos. Jung concibe a los arquetipos como núcleos energéticos condensados y captados durante millones de años en el inconsciente colectivo o individual de los hombres. La conciencia humana tiene una carga energética, y cuando esa carga toca un arquetipo, esa fuerza es inmediatamente transferida hacia alguna región psíquica del hombre donde el arquetipo es reconocido. Y cuando un arquetipo es tocado por la conciencia se manifiesta recibiendo una forma.

En sí, el arquetipo es imperceptible, inobservable; él sólo se torna perceptible y notorio a través de los símbolos, en la medida que recibe una forma concreta. Y cuando esa forma se dispara desde un objeto transformado y potenciado en el marco de la representación, su poder sígnico se torna simbólico, generando un lenguaje con múltiples connotaciones alegóricas.


Bajo la sombra del Demiurgo

Muy de vez en cuando el titiritero se asume como demiurgo. Esto pasa cuando no le basta con mover las figuras y darles un toque de vida; el muy omnipotente se hecha encima la creación de una nutrida gama de universos dramáticos donde todo los elementos pasan a ser transformados o vueltos a crear.

Este individuo, el demiurgo, parte del precepto de que todo es materia maleable para sus propósitos expresivos y su obra suele ser el resultante de la manipulación de objetos despojados de su esencia y vueltos a concebir según su óptica personal, alterando su modo utilitario y su función específica, para reubicarlo en otros contextos.

La palabra, los sonidos, las luces y las sombras, son también modificables según el carácter que vayan tomando sus criaturas, cuyo destino es el de poblar universos plagados de zonas oníricas, a veces metafísicas.

De esta manera, el manipulador se constituye como un verdadero creador.

Su tarea va más allá de la mera construcción de un personaje o la animación pautada de un objeto; será también el hacedor de universos alegóricos, todos ellos verosímiles de acuerdo a las pautas que establezca para ese fin.

Bruno Schultz nos da un perfil bastante singular del demiurgo a través de un sugestivo relato titulado “Tratado de los maniquíes o el segundo génesis”:

El demiurgo, dijo mi padre, no tuvo el monopolio de la creación; ella es privilegio de los espíritus.
La materia posee una fecundidad infinita, una fuerza vital inagotable que nos impulsa a modelarla. En las profundidades de la materia se insinúan sonrisas imprecisas, se anudan conflictos, se condensan formas apenas esbozadas. Toda ella hierve en posibilidades incumplidas que la atraviesan con vagos estremecimientos. A la espera de un soplo vivificador, oscila continuamente y nos tienta por medio de sus curvas blancas y suaves nacidas de su tenebroso delirio
Privada de iniciativa propia, maleable y lasciva, dócil a todos los impulsos, constituye un dominio sin ley, abierto a innumerables improvisaciones, a la charlatanería, a todos los abusos, a las más esquivas manipulaciones demiúrgicas. Es lo más pasivo y desalmado que hay en el universo. Cada cual puede amasarla y moldearla a su arbitrio. Todas las estructuras son frágiles e inestables y están sujetas a la regresión y la disolución

El objeto se presenta ante los ojos del público tal cual es y paulatinamente se irá transformando —según el grado de existencia que su creador destine para su figura—, exigiendo que la misma sea mucho más sofisticada o intensa debido a que la naturaleza del objeto es la que domina todo el tiempo. El objeto nunca pierde su carácter utilitario; se constituye como signo desde su artificialidad siendo tal cual es, al tiempo que va adquiriendo otras identidades, otros significados.

Otra vez Schultz:

No hay ningún mal en traducir la vida a nuevas apariencias (...) No hay materia muerta. La muerte no es más que una apariencia bajo la cual se ocultan formas de vida desconocidas. Su escala es infinita, sus matices inagotables. Por medio de múltiples y preciosos arcanos, el Demiurgo ha creado numerosas especies dotadas del poder de reproducirse. Se ignora si estos arcanos podrán ser descubiertos algún día, pero no es necesario, porque si estos procedimientos clásicos nos fueron prohibidos de una vez para siempre, no por eso no habrían de quedar muchos otros, una infinidad de procedimientos heréticos y criminales.

El universo de los objetos despierta una infinidad de apariencias en la mente del hombre.

Traducir lo artificial en algo vivo es un procedimiento que se gesta a partir de la visión personal del artista que va a ejecutar la transformación.

La naturaleza de sus criaturas, el universo y las leyes que los gobiernan, toman forma a partir de la concepción de su creador, quien aplicará su impronta estética en todos y cada uno de los objetos que decide engendrar, producir.

Y para hacerlos tangibles no dispone de métodos ni recetas, sino que se ve obligado a inventar uno para cada ocasión, partiendo de una nueva génesis por cada objeto que transforma.

No aspiramos a realizar obras de largo aliento, seres hechos para durar mucho tiempo. Nuestras criaturas no serán héroes de novelas en varios volúmenes. Tendrán papeles cortos, lapidarios, caracteres sin profundidad. A menudo será sólo para que digan una palabra o hagan un único gesto que nos tomaremos el trabajo de llevarlos a la vida. Lo reconocemos francamente: no pondremos el acento sobre la durabilidad o la solidez de la ejecución.
Nuestras criaturas serán provisorias, hechas para servir una sola vez. Si se trata de seres humanos les daremos, por ejemplo, una mitad de rostro, una pierna, una mano, la que le sea necesaria para el papel que le toque representar. Sería una pura pedantería preocuparse por elementos secundarios si no estuvieran destinados a entrar en juego. Por detrás bastará simplemente con una costura, o una mano de pintura. Condensaremos nuestra ambición en esta arrogante divisa: un actor para cada gesto. Para cada palabra, para cada actitud haremos nacer un hombre especial. Así nos place a nosotros y será un mundo a nuestro capricho.

En un principio, se trata de descubrir las vidas de un objeto, sus múltiples utilizaciones, no las funcionales en base al objeto mismo, sino sugestiones, invenciones, o “encarnaciones” sorprendentes. ¿Cuál es su columna vertebral? ¿Cómo trabaja? ¿Puede marchar, bailar, deslizarse? ¿Y su dinamismo? ¿ Es veloz? ¿Puede hacerse lento? ¿Qué asociaciones nuevas puede despertar bajo una nueva luz y en otro contexto? ¿Cómo lo puedo manipular alterando o siguiendo la lógica de esas asociaciones? Si el objeto tiene “voz” ¿ cómo hacer surgir sus potenciales sonoras, como estructurarlas en melodías, en acentos que subrayen las acciones?

Estas vidas del objeto surgen cuando el manipulador proyecta sobre éste un recubrimiento ficcional pautado e intenso. Todo indica que el objeto queda inserto en inesperados contextos poéticos que dejan atrás la dimensión utilitaria o mundana de aquél.

Se diría que uno de los roles permitidos frente al objeto es el de precipitarlos en espacios ajenos, despojarlo de lo cotidiano para que sea capaz de simbolizarse en una nueva existencia con caracteres apócrifos, por que esa es su naturaleza.

Pero aún así esta ficcionalización, este como si, debe ser lo suficientemente flexible y quebradizo como para no ahogar y reprimir los “saltos” de tensión y de sentido que el objeto debe estar en condiciones de imponernos. El vínculo, el vaivén de mutuas influencias, resistencias y alteraciones entre el manipulador y el objeto es entonces, esencial.


El Objeto en escena

Es oportuno citar aquí a Josette Féral quien define de una manera bastante general la inserción de los objetos en el ámbito escénico:

Todo objeto teatral desde el momento que es llevado a escena, abandona su sistema de referencia inicial, sistema que lo integraba a una cultura dada y le atribuía una función precisa, para integrarse en un nuevo sistema, como es el de la escena, donde adquiere un nuevo sentido y una nueva función. En este sentido es posible decir que todo objeto escénico se convierte en el escenario en un objeto “construido”. Sin duda este objeto puede compartir con su referente inicial numerosas características comunes: forma, estructura e incluso función, aunque se trate de una semejanza puramente accidental. La realidad primera del objeto escénico es ante todo aquella que le da el sistema de la escena, porque sólo en ella adquiere sentido.

Cuando los objetos utilitarios son llevados a un espacio escénico asistimos a una serie de transformaciones: desde su inmutabilidad intrínseca nos sugiere variaciones en su tamaño, en la forma, el color, en la aparente solidez de su estructura.

El mismo objeto que permanecía opaco en una estantería, una biblioteca o en una alacena, parece potenciarse bajo la luz de un reflector, sugiriendo otras articulaciones, otros significados.

Pero no basta con poner un objeto en escena y echarle una luz; para que pueda trascender desde su forma interior necesite ser alterado desde afuera, por fuerzas externas que lo instalen en un plano o nivel distinto del que procede.

En un trabajo de investigación realizado para el Fondo Nacional de las Artes, Daniel Veronese y Ana Alvarado puntualizan algunas de las propiedades de los objetos en escena:

La condición de un objeto en un medio que no es el suyo contiene valor paradójico, valor poético. Esta condición sería generadora de acción, tendría una voluntad comunicadora. Puede ser metonímica la aparición de un objeto en escena. Un objeto puede narrar una parte por el todo.
El objeto produce inmediatamente en el observador, un proceso dialéctico entre la imagen y la idea. Un proceso dialéctico entre objeto y territorio que ocupa.
El observador se exige no solo indagar el objeto, sino también hay una nueva indagación del espacio, quizás ya conocido.
El espacio es resignificado, es indagado poéticamente.
Una indagación óptica, imaginaria, obscena, documentada.
La indagación poética como medio de conocimiento por vías que no son las racionales. Como manera de captar una realidad, que se sustraía a nuestros sentidos antes que ese objeto recalara en ese espacio, percibida a través de una apuesta a un nuevo sentido.
El espacio ha sido fecundado por un nuevo objeto.
El espacio se siente sacudido por un elemento extraño, frente al cual no es posible, por ahora, establecer una relación de dependencia.
No nos sirve buscar en nuestra memoria las viejas articulaciones del objeto en el anterior estado.
Ha logrado saltar de un estado a otro.
De su estado natural de representación, de significación, a un estado de representación nueva para un sujeto que lo observa.
¿Pero el objeto se ha desprendido totalmente de su anterior estado?
¿Podemos hablar de un nuevo objeto?
Es cierto que el objeto ha sido pervertido, perturbado, mutado. Se ha transformado su estado, su orden anterior.
Ya no debe responder a sus significaciones funcionales por las que era reconocido. Se encuentra libre para servir a una nueva práctica.


La seducción de una cajilla de cigarrillos

La luz cenital ilumina una cajilla de cigarrillos Marlboro, puesta sobre una mesita cubierta con un paño de terciopelo negro.

A un costado, se distingue un aparatoso radio-grabador a la espera de ser conectado.

Por detrás aparece un muchacho vestido de negro que se aproxima a la mesa y pulsa la tecla del aparato; una música rítmica y acompasada fluye por los parlantes (se trata de la banda sonora del film Nueve Semanas y Media), interpretada por el músico Joe Coker.

El muchacho toma la cajilla de cigarrillos con extrema delicadeza y la recuesta sobre la palma de la mano derecha; extiende los dedos índice y medio de la mano izquierda y recorre el contorno de la caja, simulando cálidas y sugestivas caricias.

La cajilla parece reaccionar ofendida al tacto provocativo de los dedos y simula apartarse de la mano acosadora, tratando de preservar su pudor y poniendo cierta distancia.

Pero los dedos vuelven a tentarla, recorren nuevamente todos sus contornos, deteniéndose en cada uno de sus ángulos con galantería y refinamiento.

La distancia entre la caja y la mano se empiezan a acortar, mientras los dedos juguetean arrebatados por los bordes del envase.

La caja desfallece ante el éxtasis de caricias, cae rendida hacia atrás sobre la palma de la mano y se deja llevar por la calidez del contacto.

Acto seguido y sólo con dos dedos, el muchacho retira la cinta dorada que sujeta el envoltorio de la caja haciéndola girar en el aire como una serpentina, para arrojarla luego sobre el tapete. La sensualidad de la música acentúa el clima voluptuoso y hasta parece sugerir la intención de las manos, el contenido de los gestos.

Sus dedos recorren ahora la parte superior del paquete. Quitan la parte de arriba del envase de celofán como si se tratara de una blusa que ciñe un cuerpo esbelto. La deja caer al suelo; luego se centra en la parte inferior del envase, donde sus dedos forcejean suavemente para descartar lo que queda del celofán, meneando la caja de tal manera que parece liberarse de una falda ajustada. Revolea el papel transparente al ritmo de la música y lo deja caer con sutileza sobre el tapete negro.

Los dedos vuelven a recorrer la superficie de la cajilla, como si trataran de mantener palpitante la llama de la seducción.

Por momentos, la caja se inquieta ante el atrevimiento del manipulador, pero desfallece un segundo después, embriagada de éxtasis.

Con sumo tacto el muchacho quita la estampilla de seguridad que protege la cajilla y con el dedo pulgar presionando sobre la tapa la desliza hacia atrás, dejando al descubierto el papel plateado que envuelve los cigarrillos. Tironea suavemente del pliego metálico hasta dejar al descubierto el contenido del paquete.

La yema de los dedos recorren la superficie tubular de los cigarros apretujados; se detiene sobre uno y comienza a alzarlo con suaves impulsos del dedo índice hacia arriba, ubicándolo por encima de los otros.

Lentamente, el manipulador alza la cajilla hasta la altura de su rostro y se pone de perfil; lleva el filtro sobresaliente hacia su boca y retira el cigarrillo suavemente, ejerciendo una leve presión con sus labios.

Saca un encendedor zippo del bolsillo del pantalón, enciende el cigarrillo y lo fuma satisfecho, exhalando una espesa bocanada de humo seguida de tres o cuatro aritos vaporosos, que se elevan por el aire hasta desvanecerse con los últimos compases de la música.

* * *

Esta acción común y cotidiana de abrir una cajilla de cigarros, se efectuó dentro de un marco teatral, activando todos los signos y convenciones que operan durante una representación.

Había también un público expectante que asistió a la muestra y posteriormente evaluó el trabajo, interpretando la escena según su criterio y comprensión.

El objeto (la caja de cigarros) no había sido transformado ni alterado para su manipulación en escena, sino que se presentó ante los ojos de los espectadores manteniendo su estructura original.

El manipulador no ejecutó el acto como si se tratara de una acción cotidiana, sino que hizo especial hincapié en darle una intencionalidad, que se centraba en el propósito de seducir a la caja para sacarle un cigarrillo. Con ese fin, tuvo que transformar el objeto en algo receptivo, en alguien que se opusiera a sus propósitos reaccionando de una manera o de otra.

En un principio la caja rechazaba las caricias y luego se sometió gustosa, hasta perderse en el juego ardoroso que le proponía el manipulador. El objeto se había transformado en esencia y no en apariencia, sólo que ahora había sido despojado de su función original para ser reinsertado en otro plano, el de la ficción. Mediante este procedimiento, el objeto saltó de un estado a otro, es decir, al simular una vida escénica tangible se tornó ambiguo, confuso, por momentos indescifrable. Durante todo el acto el objeto corrió el riego de prestarse a múltiples interpretaciones por parte de la audiencia; la presencia del operador manipulando el objeto con una intencionalidad determinada exhibió con éxito el juego de la seducción, pero dejó dudas sobre la trasmutación efectiva del objeto en personaje.

La música jugó un papel fundamental a la hora de definir actitudes e intenciones, en virtud de que aportó un clima envolvente desde lo sonoro, ya sea por su particular cadencia rítmica y melódica o por su vinculación directa con la temática del film (recordemos que la película tiene un alto contenido erótico) jugado a fondo por sus protagonistas.

Lo cierto es que un acto casi mecánico y cotidiano de abrir una cajilla de cigarrillos y encender un cigarro se vivenció de una manera distinta en todos y cada uno de los que participamos en la muestra (incluso mi versión escrita se debe tomar como una interpretación más del mismo acto).

Expongo a continuación seis ejemplos de los espectadores a, b, c, d, e, y f en base a los comentarios que hicieron sobre la escena en cuestión:

a) El muchacho es un sujeto tímido e incapaz de enunciarle sus sentimientos a una mujer, por esa razón juega la seducción con una caja de cigarrillos.
b) La protagonista era la caja, que representaba a una seductora bailarina de vodevil y el manipulador cumplía el rol de un asistente de escena.
c) El manipulador juega el rol de seductor-humano y reduce la imagen de la mujer a un fetiche. El objeto se convierte en la mujer-objeto y en consecuencia, solo satisface la lívido del hombre.
d) La caja de cigarrillos representa a la novia del sujeto y juega con ella rememorando o recreando un juego de seducción acontecido tiempo atrás o proyectándolo en un futuro.
e) El sujeto es un fumador empedernido y se deleita seduciendo cada caja de cigarrillos que debe abrir. El placer de la nicotina corriendo por su cuerpo calma su adicción, y se refleja en los aritos de humo que exhala hacia el final.
f) El sujeto es lisa y llanamente un onanista. Se masturba con la caja de cigarrillos a solas, en al intimidad de un baño y con música. La bocanada de humo del final remite a una eyaculación (!!)

Estas son algunas de las observaciones que se hicieron una vez concluido el acto. El auditorio estaba compuesto por titiriteros (con mayoría femenina) que participaron en la muestra presentando distintos trabajos.

Podemos arriesgar algunas conclusiones en base a las opiniones vertidas:

1. En primer lugar, todos vieron un acto de seducción; la manipulación fue justa y acertada, ya que logró decodificar y trasmitir una serie de signos claramente reconocibles por los espectadores.
2. El objeto presentado fue extraído de la vida diaria y puesto en escena sin alteración alguna. La transformación de la cajilla de cigarros en personaje sugirió cierto grado de ambigüedad (incluso de polivalencia) al no poder establecerse claramente como un sujeto escénico independiente; sin embargo, logró saltar de un estado a otro, es decir, ya no respondía a las significaciones funcionales por la que era reconocida en el mundo real pues había sido despojada de las mismas e insertada en otro contexto (en el marco de la representación teatral y ejecutando un rol).
3. La elección de la música y su connotación con el film influyó de alguna manera en la percepción del espectador durante el acto, aportando no sólo un clima, sino confiriéndole sentido y contenido a muchas de las acciones.
4. La relación manipulador-objeto despertó distintas interpretaciones en la platea, obligando a cada espectador a elaborar su propio guión escénico de lo que estaba viendo.

Estas observaciones son el resultante de un trabajo en particular, pero se convierten en una generalidad a la hora de comprender los distintos significados, las diversas lecturas de un mismo acto que propone el teatro de objetos durante una representación.

Los objetos puestos en escena y transformados no sugieren al espectador un lenguaje corriente o lineal, sino que apelan a una comprensión simbólica del echo dramático. Con la fuerza de las imágenes, ayuda a percibir las zonas brumosas que permanecen refractarias en nuestra mente iluminando los flancos ocultos de las cosas, que es donde suelen residir las claves de la realidad.


El objeto como accesorio del intérprete

Esta es una variante bastante utilizada en el teatro contemporáneo y su característica fundamental es que el objeto logra trascendencia sólo a partir de la interacción que establece junto al manipulador, convirtiéndolo en un signo polivalente.

Tadeusz Kowzan en su libro El signo y el Teatro ejemplifica esta variante de la siguiente manera:

La riqueza referencial mimética, metafórica, simbólica y estética puede dar lugar a la extrema sobriedad, a la valorización semántica del objeto- personaje como signo que resulta preservado. Acudiremos aquí a la palabra francesa “caballito” (que corresponde a una de las acepciones de hobbyhorse en inglés), definida en los diccionarios como caballo de madera, y también, desde 1835, como “barra de madera, objeto alargado sobre el que los niños se ponen a caballo”. La barra de madera es utilizada con esa función no sólo por un niño, sino también por un actor, siempre para representar un caballo. Si no esta ornado con una cabeza de caballo, si permanece como un objeto neutro, y por lo tanto polivalente, su papel semántico estará determinado por los movimientos, y eventualmente por los ruidos emitidos por el intérprete. Estático, inmóvil, no significa nada, y de cualquier modo no podría trasmitir la idea de un caballo. La colocación del objeto entra las piernas del sujeto (elemento proxémico), sus movimientos, los gestos y la mímica del actor, es lo que confieren a este último el estatuto de caballo, junto al objeto neutro, banal, que es la barra de madera.

La parte superior del cuerpo del intérprete representa al jinete, mientras que la función significante de sus piernas es ambivalente: son (miméticamente) las del actor, pero “significan” además las del caballo (signo mimético de carácter metafórico).

La barra de madera que imita a un caballo es un objeto o accesorio fácilmente distinguible y separable del actor pero sólo cuando es manipulado por este último adquiere el valor semántico de un caballo. Hay entonces, dos signos distintivos, el ser humano y la barra de madera, el último de los cuales es polivalente.

El objeto utilizado como accesorio no se establece nunca como sujeto-escénico (personaje) por sí mismo; sólo logra trascendencia cuando se ensambla o fusiona con la entidad física del manipulador y la unión de ambos sugiere uno o varios signos.

Veamos otros ejemplos que expone Kowzan:

En lo que se refiere a los objetos, el cetro de El rey se muere de Ionesco se convierte en un signo polivalente cundo el rey “se sirve de su cetro como de un bastón” y dice: “Este cetro aún puede ser útil”. Sin embargo, si sacamos de un bazar de accesorios este mismo objeto, para expresar tanto el cetro real como la batuta de un director de orquesta, el bastón de un mariscal, la férula de un preceptor, la porra de un policía, la fusta de un jinete o incluso la flauta de un músico, nos encontramos en presencia de diferentes signos (entendiendo siempre por signo la entidad constituida por un significante y un significado indisociables). Lo mismo podíamos decir de un objeto único manipulado por uno o varios personajes a lo largo de un espectáculo (...) El narrador —rapsoda— actor del Pansori coreano cuenta con un abanico como único accesorio, con el que indica la distancia, un camino sinuoso, una montaña o el viento; un abanico que se convierte en bastón, caballo, carta o sombrilla. Un único objeto (significante) varios signos.


La ambigüedad y la polivalencia sígnica de los objetos

Señalamos que los objetos en escena se remiten a sí mismos y que sólo a través de la manipulación y de su inserción potenciada en el plano de la ficción logran resignificarse.

El objeto logra trascendencia cuando se establece como personaje o sujeto-escénico, constituyéndose como entidad independiente y con un rol específico. De esta manera, el objeto se torna ambiguo o polivalente, no como objeto-accesorio del manipulador, sino como una entidad, un signo autónomo que remite a otros signos.

Pero ese nuevo estado que logra el objeto durante la representación propone múltiples lecturas para el espectador, es decir, el objeto convertido en signo es interpretable e interpretado de modos diversos.

Decimos que un objeto es polivalente cuando presenta dos o más significados posibles (todos ellos válidos), cuando tenga una pluralidad de sentidos.

Tal es el caso, especialmente representativo, de un signo que remite a dos o varios significados, a los que corresponde un significante (unidad en el plano de la expresión, pluralidad en el plano del contenido).

La ambigüedad surge cuando no está clara la significación de un signo, cuando resulta indefinida o indefinible, cuando queda ilegible, indescifrable, en una palabra, ambigua.

Conviene advertir que un signo puede ser polivalente y ambiguo al mismo tiempo, y que puede pasar de la ambigüedad a la polivalencia.

Hay una relación dialéctica entre ambos fenómenos, pues se oponen en todo aquello que se complementan.

La polivalencia, tal como la hemos definido, se refiere sobre todo a la riqueza, a la abundancia semántica.

Con respecto a lo que llamamos ambigüedad, el rasgo característico recae en la falta de precisión, en la fluidez, en la opacidad; el significante corre el riesgo de referirse a sí mismo, o de prestarse a las más diversas interpretaciones, a veces completamente fantasiosas, oníricas, metafísicas.

Y este fenómeno es inmanente en el teatro de objetos.

Se trata igualmente de riqueza, pero de una riqueza en estado virtual.

La ambigüedad constituye no sólo un rasgo característico de los objetos llevados a escena, sino también la esencia de su dramaturgia, en virtud de que la misma es el resultante de múltiples conjeturas que el receptor (espectador) tendrá que ir descifrando.

Para finalizar, volvemos a Schultz:

¡Y bien! Es nuestro amor por la materia como tal, por lo que ella tiene de aterciopelado y de poroso, por su consistencia mística. El Demiurgo, ese gran artista y maestro, la hace invisible, la disimula bajo el juego de la vida.
Nosotros, muy por el contrario, amamos sus disonancias, sus resistencias, su grosera torpeza. Nos gusta discernir bajo cada gesto, bajo cada movimiento, sus duros esfuerzos, su pasividad...
En una palabra, queremos crear al hombre por segunda vez, a imagen y semejanza del maniquí.


Curci, Rafael. “De los objetos y otras manipulaciones titiriteras”, De los objetos y otras manipulaciones titiriteras, Buenos Aires, Tridente Libros, 2002, pp.73-87.


Fotografía: Fitafloripa.

Partes de la fábula

Terencio y sus comentaristas, incluyendo a
Aelius Donatus, en una edición del siglo XV.

Jorge Ávalos


Según la preceptiva clásica, siguiendo muy de cerca la teoría aristotélica, la fábula (la historia) se divide en cuatro partes: prótasis, epítasis, catástasis, catástrofe. Esta estructuración narratológica no la formuló Aristóteles en su Poética, sino Aelius Donatus (maestro de San Jerónimo) a mediados del siglo IV después de Cristo en su tratado De la comedia y la tragedia, en la que se menciona El arte poética de Horacio pero se ignora la Poética de Aristóteles. De hecho, hay que notar que fábula es un término latino, el equivalente del griego mythos, y designa al relato, la historia, y por extensión la estructura narrativa del drama.

Donatus, un reconocido comentador de Terencio, es el primero en sugerir que una función de la exposición al principio de la obra (la prótasis) consiste en “ocultar información con el fin de crear suspenso”. Aunque fue olvidado, su influencia es considerable. En el renacimiento su estructuración fue adoptada e integrada a las poéticas preceptivas del clasicismo, como se puede constatar siguiendo la trayectoria de sus ideas en España. En su Philosophía Antigua Poética (1596), Alonso López Pinciano clasifica así las divisiones de la tragedia griega clásica: “la tragedia recibe según su cantidad, tres maneras de divisiones, la una, como tragedia, propia, en prólogo, episodio, éxodo y chórico; la otra común, como especie de fábula, que es en otras cuatro: prótasis, epítasis, catástasis, catástrophe; y la otra, en la cual comunica también con la comedia, que es en cinco actos, que se dizen las porciones mayores en que divide la fábula para ser representada.” En la epístola XXI, dedicada al Arte nuevo de hacer comedias de Lope de Vega, incluida en Primus Calamus (1668) de Juan Caramuel, se definen así las partes de esta organización de la trama: “los antiguos dividían la comedia en cuatro partes llamadas prótasis, epítasis, catástasis y catástrofe. En la primera se proponía lo que había de hacerse; en la segunda se avanzaba la acción; en la tercera, tanto se enredaban los argumentos y enmarañaban los lances, que se se tornaban en un laberinto sin salida; en la última se concluía el drama con alguna solución inesperada”. Tratados posteriores, como el Theatro de los theatros (1690) de Francisco Bances Candamo, que es la última preceptiva del siglo XVII, omitieron el término catástasis, incorporando su significado de complicación o enredo a la epítasis.

Esta terminología fue objeto de burla en boca de Don Hermógenes, un personaje que representa la pedantería intelectual en la obra de teatro La comedia nueva o El café (1792) de Leandro Fernández de Moratín. Lo que se infiere de la tenaz pedantería de Don Hermógenes es que el apego fiel a una estructura clásica no garantiza la calidad de una obra, como lo recordaría Marcelino Menéndez y Pelayo en su ensayo Horacio en España (1877): “¿Pero qué ha de enseñar cierta casta de estética sino a perder y estragar el gusto con ridículas pedanterías, y a discutir eternamente sobre cosas que no se conocen o se conocen mal? ¿Qué han de decir de la belleza unos hombres que comienzan por destrozar el estilo y la lengua en sus discursos, pesados, impertinentes y empalagosos, en vez de escribir de tan altas materias con la artística perfección platónica, o con la de León Hebreo, Castiglione y nuestros místicos? ¿Cómo he de creer yo que la Venus Urania ha aparecido sin cendales ante esos sabedores de estética, llenos de Hegel, de Vischer y de Carriére, que en vez de preguntar, como el sentido común y los antiguos, ¿Esto es bello?, ¿por qué?, proponen y no resuelven jamás problemas de esta guisa: ¿esto es idealista o realista ?, ¿están armonizados lo subjetivo y lo objetivo bajo un principio superior?, ¿la idea ha llegado a encarnarse en la forma pura desde el primer momento de la inspiración?, ¿cuántas finalidades podemos distinguir en esta obra?, ¿cual es su sentido esotérico? ¡Y luego nos reímos de D. Hermógenes cuando defendía El Gran Cerco de Viena, por haber, en aquella obra famosísima, prótasis, epítasis, catástasis, catástrofe, peripecia y anagnórisis! Y, sin embargo, era mala, como puede ser malísima, detestable, una obra muy idealista o muy realista, en que se armonicen lo subjetivo y lo objetivo, y se compenetren la idea y la forma, y haya gran lujo de finalidad y de sentido esotérico. Desengañémonos: el que a su modo no siente y percibe la belleza, no nació para comprenderla.”



© Jorge Ávalos

Premisa


Michael Crawford y Lynn Redgrave
en
Comedia Negra (1967).

Jorge Ávalos

Una premisa es una proposición que antecede la escritura de una obra de teatro y que afecta e influye, y a veces dicta, el desarrollo global de la dramaturgia. En teatro, la premisa puede ser conceptual o formal.

1. Premisa conceptual. En el mejor de los casos la premisa es el punto de partida de una obra, una fuente de inspiración que encuentra expresión artística en un drama, como en el ejemplo magnífico que ofrece la obra Espectros de Henrik Ibsen, inspirada en una frase de origen bíblico: “Los pecados de los padres serán heredados a los hijos”, (Éxodo 20:5). En el peor de los casos la premisa es una tesis a la que se subordinan todas las acciones del drama con el objeto de probar su validez, como sucede en el teatro sociológico o en el panfleto político: “La pobreza promueve la criminalidad” (Callejón sin salida, Sidney Kingsley). Cuando la premisa es un concepto rector la obra se convierte en una oportunidad para poner a prueba ideas rara vez cuestionadas o para explorar el comportamiento humano en situaciones límite. Los ejemplos abundan en la ciencia ficción: Si un hombre con visión normal llega a un país habitado por ciegos, ¿se convertiría en el rey? (En el país de los ciegos, H.G. Wells); ¿Qué pasaría si la humanidad pierde la capacidad de reproducirse? (Los hijos del hombre, P.D. James). En el teatro, un concepto rector es una fuente inagotable de las comedias porque el humor de los diálogos o de las acciones se suman a una situación de por si graciosa: ¿Qué pasaría si para oponerse a la guerra, todas la mujeres de Atenas se abstienen de tener sexo con los hombres? (Lysístrata, Aristófanes); ¿Qué pasaría si un hombre común y corriente es confundido con un inspector de gobierno por los burócratas corruptos de una aldea? (El inspector, Nikolai Gogol). En el clásico libro sobre la teoría y la práctica de la dramaturgia, El arte de la escritura dramática (The art of dramatic writing), Lajos Egri argumenta que el uso de la premisa como concepto rector es parte esencial del arte de contar una historia. En su opinión, las mejores historias siguen un desarrollo dialéctico clásico: tesis, antítesis, síntesis. Una premisa define ese marco dialéctico, pero tomando como punto de partida a un personaje; en este punto, Egri se aparta de la concepción aristotélica, en la que el desarrollo del personaje es secundario. Para probarlo, Egri construye premisas con una sola oración: la persona (personaje), el verbo (acción, nudo o conflicto) y un predicado (que apunta al desenlace). En la obra Otelo de Shakespeare, por ejemplo, la premisa es: “Los celos destruyen al celoso y a su ser amado”. Esto señala al sujeto (Otelo), al conflicto (la destrucción del celoso) y al desenlace (la destrucción del ser amado). Otros ejemplos clásicos de premisas:
  • Romeo y Julieta: Un gran amor supera aun la muerte
  • El Rey Lear: La confianza ciega conduce a la perdición
  • Macbeth: La ambición cruel conduce a su propia destrucción
  • El Día que me quieras: La Utopía conduce al desengaño
  • Edipo Rey: Nadie puede escapar de su destino
  • Espectros: Los pecados de los padres se repiten en los hijos
  • Dulce pájaro de la Juventud: La ambición desmedida conduce a la destrucción.

2. Premisa formal. La premisa formal introduce un procedimiento que establece restricciones o reglas para la dramaturgia y para la puesta en escena. Una restricción formal común es el uso de un escenario único, el cual adopta una función alegórica si es inusual y si su aplicación representa un desafío para el dramaturgo y para el director: en La historia de una escalera de Antonio Buero Vallejo, toda la acción transcurre en la escalera de un edificio de clase media-baja; en cada uno de los dos actos se mantiene la regla del tiempo real, pero con treinta años de diferencia entre ellos. Otra restricción formal es el ardid (gimmick) escénico: en Comedia negra de Peter Shaffer, los actores actúan bajo la premisa de que se mueven en la oscuridad total; en realidad el escenario está iluminado y el público ve toda la acción escénica con claridad, pero los actores representan a sus personajes como si no pueden ver nada y convencen al público de la ilusión debido al extraordinario trabajo corporal. Otro ejemplo del uso de un ardid escénico ingenioso ocurre en ¡Esta obra es un desastre! (Noises off) de Michael Frayn: en el segundo acto presenciamos la misma obra que vimos al elenco ensayar en el primer acto, pero esta vez detrás del escenario (una producción salvadoreña de la obra la tituló Por delante y por detrás).

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Catástasis

Jorge Ávalos


(Del griego κατάστασις, constitución, temperamento).

La catástasis es una de las cuatro partes de la fábula (trama o historia), de acuerdo a la poética clásica, y se constituye como el momento dilatorio de la tragedia: es el clímax cuidadosamente aplazado por el dramaturgo y en el que se dan las más importantes revelaciones y complicaciones de la fábula, antes del desenlace. En general se le llama catástasis al “punto culminante del asunto de un drama, tragedia o poema épico” (Diccionario de la lengua española, Real Academia Española, XXII edición).


Ver: Partes de la fábula


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Superstición


Jorge Ávalos


Las supersticiones son tomadas muy en serio por todos los que trabajan en el teatro debido al carácter ritualístico y repetitivo del oficio. Así, algunas prácticas laborales se han convertido, primero en convenciones, luego en supersticiones por efecto de su repetición. Por ejemplo, no se silba detrás de escena porque se cree que esto propicia accidentes. Esta creencia se remonta a una antigua práctica en los teatros ingleses, en los cuales se solía contratar marineros para trabajar en las tramoyas por sus habilidades para utilizar cuerdas y caminar sobre vigas sin miedo a las alturas. Debido a que ellos se comunicaban por medio de un sistema de silbidos, el silbido casual e inocente de un actor podía precipitar la descarga de un efecto de la maquinaria teatral antes de tiempo. Así, una prohibición práctica se convirtió eventualmente en una superstición: la de no silbar detrás de escena.

Entre los miembros de un elenco predomina la costumbre casi universal de no desearse buena suerte antes de una presentación; en cambio, se pronuncia un conjuro para ahuyentar la mala suerte. En Francia se usa la expresión “¡Merde!”, también extendida a los países de habla hispana donde se usa la palabra “¡Mierda!”. En inglés se usa una expresión de origen desconocido: “Break a leg!” (lo cual podría significar “¡Rómpete una pierna!” o “¡Que se rompa la cortina lateral!”). Se le atribuyen orígenes muy antiguos a esta frase, pero las primeras menciones impresas no aparecieron sino hasta el siglo XX en los Estados Unidos; la más antigua que se ha podido confirmar apareció en una columna de curiosidades del periódico The Charleston Gazette, cuando en mayo de 1948 un lector preguntó cuáles eran las supersticiones más comunes del teatro, y la respuesta fue: “Las supersticiones en los escenarios son numerosas y muchas son específicas a actores o actrices individuales. La creencia de que silbar en los vestuarios provoca la mala suerte es muy difundida. Otra es que un actor no le debe desear buena suerte a otro, en cambio debería decir: Espero que te rompas una pierna”. El equivalente italiano de este conjuro es “In bocca di lupe”, igualmente enigmático (significa “En la boca del lobo”), y su primera aparición impresa se da alrededor de 1900. En la ópera se utiliza la expresión “Toi toi toi”. En Australia, “Chookas”.

En el circo, se le prohíbe a los artistas mirar hacia atrás cuando participan en una parada; esta superstición es tan fuerte que algunos circos penan su transgresión con una multa. Muchos circos norteamericanos sólo difunden aquellas fotografías de sus elefantes en las que aparecen con la trompa en alto.

La más curiosa de las supersticiones inglesas es la prohibición de nombrar dentro del teatro y fuera de escena el título de una obra de Shakespeare: Macbeth. Esta superstición, conocida como “la maldición escocesa” tiene su raíz, supuestamente, en los grandes fracasos que han tenido con la obra directores tan famosos como Stanislavski u Orson Welles. Para evadir la maldición, dentro de un teatro se debe hablar de “la obra escocesa” al referise a Macbeth.

Otra famosa superstición de origen inglés que se ha extendido por el mundo consiste en no decir la última línea de la obra hasta el día del estreno.



© Jorge Ávalos

Tablas

Tablado sobre carruaje en la representación de un
Misterio de Chester. Inglaterra, siglo XV.

Jorge Ávalos


“Tablas” es el término popular con que se denomina a los escenarios de la calle, a menudo efectivamente construidos con tablas de madera debido a su carácter temporal. Por extensión se le llama “tablas” a todos los escenarios teatrales.

Existen registros visuales y documentales que se remontan a la edad media en Europa en los que se muestran elevaciones cuadradas cuyas plataformas se construían con tablas de madera. En estos tablados se representaban todo tipo de actos públicos, principalmente de carácter religioso o social, y entre los que se contaban las ejecuciones, consideradas espectáculos de castigo, pena, contrición o arrepentimiento público, y en último caso, de sometimiento al poder religioso o político. A estos tablados también se les conoce como tarimas y entarimados y se usan hasta hoy en día porque la elevación del escenario permite la visualización de un acto público por el mayor número posible de personas reunidas en un terreno plano.

En su forma más popular, el tablado se disponía con la colocación de varias tablas sobre dos caballetes. Con el tiempo, las tablas utilizadas para fines teatrales adquirieron mayor sofisticación. Por ejemplo, algunos teatros itinerantes utilizaban el techo de los carruajes como tablado. Esto significaba que el público podía rodear completamente el tablado, el cual podía ser visible a un público más extenso por su mayor elevación. La implementación de decorados (telones de fondo pintados) para sugerir escenarios ficticios supone la restricción del público a una disposición semicircular. En el momento en que se integran puntos de entrada laterales para los actores con el propósito de acrecentar la ilusión de que están en el lugar que designa la historia representada, se restringe la disposición del público a una perspectiva frontal del escenario, y se cimenta así la noción de las tablas como escenario, abriendo el camino a la autonomía del teatro como evento público y a la edificación de los espacios teatrales de carácter permanente.



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